«El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor. Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas “espíritu”, un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu gran razón. Dices “yo” y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa aún más grande, en la que tú no quieres creer ‒tu cuerpo y su gran razón: ésa no dice yo, pero hace yo».
F. NIETZSCHE, Así habló Zaratustra.
El ser humano es un animal
tecnológico que existe a
condición de transformar el medio que lo rodea, de modo que satisface sus
necesidades de forma progresivamente excedentaria y crea así márgenes vitales
para el desarrollo de conductas no
adaptativas, un margen que permite que florezca el conjunto de cualidades
que solemos llamar "lo humano". Cuanto mayores sean esos márgenes de
excedencia sobre la mera supervivencia más amplio será el espacio de juego de
esa humanitas, que engloba
tanto las disposiciones intelectuales como morales y estéticas de nuestra
especie; a la inversa, la reducción de ese margen nos hace descender a niveles
de pura animalidad donde la supervivencia decide por encima de cualquier
disposición "más elevada".
La historia de la humanidad, que
estructuralmente puede considerarse la
historia del desarrollo técnico de la misma (el
cual "tira" del resto de elementos que constituyen nuestra
existencia), siempre sujeto a interacción con acontecimientos que desbordan su
capacidad de previsión y control, nos revela la apertura progresiva de ese
espacio, que da lugar a sucesivas transformaciones. Sin embargo, dicho espacio,
que es el del espíritu (Geist), se toma a sí mismo
por cronológica y ontológicamente primero, e incluso autónomo respecto de la base material que
en todo momento lo está sosteniendo; la conciencia humana confunde causas con
efectos y cree que es el espíritu (divino o humano) lo que impulsa la historia
y da lugar a "concreciones materiales" suyas para lograr fines
determinados, cuando en realidad son éstas las que permiten que aquél surja y
se dedique a esa reorientación
teleológica que sólo a partir
de la satisfacción de las necesidades materiales (la transformación de materias
primas, la producción de energía, la fabricación de herramientas que facilitan
y hasta sustituyen el trabajo) y
dentro de sus límites es
posible.
Cuando Hegel sostiene que el motor
de la historia es el reencuentro del espíritu consigo mismo, a partir de su
enajenación originaria en lo otro de sí, o cuando Heidegger entiende la
historia (en la que no habría motor alguno porque es más bien como una balsa a
la deriva) en términos de arrojamientos epocales del ser, cada uno de los
cuales despliega una serie de posibilidades existenciales, más que alejarse de
la conciencia natural que denuncian le están dando justificación teórica;
obvian que lo material produce lo espiritual, y no al revés (el ser
heideggeriano no deja de ser una forma "evaporada" de espíritu); que
la historia es una sustitución de redes materiales, y no de personas (los
"grandes hombres" del primero o los "poetas y pensadores"
del segundo, los cuales abrirían los caminos que luego recorren los pueblos);
sustitución en la que se da, además, un componente azaroso irreductible. No es
la voluntad de nadie lo que rige la historia, ni tampoco la reflexión sobre
ésta, ni mucho menos Dios o cualquiera de sus versiones filosóficas, sino cosas
mucho más prosaicas como la invención de una máquina o el establecimiento de
nuevas rutas comerciales o la victoria en una guerra (normalmente por disponer
de mejores armas y tácticas).
Así pues, la historia de la
humanidad es la historia de los modos
de producción que han ido
adaptando el medio de formas progresivamente eficientes dadas unas estructuras sociales
determinadas. La supervivencia,
primero, y la comodidad,
después, han sido factores impulsores más importantes que el bien o la
igualdad; la Razón aparece en la historia ante todo como una razón de medios que sólo de formas puntuales, como
súbitos destellos, se convierte en razón
de fines oponiéndose a fuertes inercias, y siempre en esos márgenes de
excedencia abiertos primero en lo material. Libertad, justicia y felicidad son
los tres fines de la filosofía (resumidos en una idea de la racionalidad que los procure), pero han de saberse
erigidos sobre condiciones materiales de vida que les dan sentido y con las que
han de ser compatibles, para no incurrir en absurdos teóricos.
Como venía diciendo, hay dos tipos
de conductas, adaptativas y no adaptativas (lo cual no quiere decir que vayan contra la adaptación, sino que no están
vinculadas directamente a ella). Las últimas, en realidad,
no dejan de ser conductas del primer tipo, surgidas en primer lugar para
satisfacer necesidades, cuando éstas ya están satisfechas y pueden ser
mantenidas formalmente pero vaciadas de contenido, que es sustituido por otro
nuevo. Hay, por tanto, una productividad
cultural de segundo orden (en
eso radica el "espíritu", la "humanitas"), no causada por la materialidad (física,
biológica, psicológica, social...), sino fruto de una cierta espontaneidad (libertad) por la que el acceso de
la inteligencia a lo racional (noético) determina desde otro punto de vista el
pensamiento y la acción, manteniendo así una relación dialéctica con las
conductas adaptativas (productividad de primer orden) que puede ser i) acorde
con ellas, ii) neutra respecto a ellas, o iii) contraria a ellas.
En esta diversidad conductual se
advierte el grado de desarrollo civilizatorio de una cultura, el cual tiene
lugar, como veíamos, en los márgenes de excedencia materiales; cuanto mayores
sean éstos, más conductas de los tipos ii y iii podrán darse (si los márgenes
son escasos, las del tipo ii se reducirán considerablemente, y las del tipo iii
prácticamente no existirán, y serán rápidamente extirpadas como amenazas).
Únicamente con ellos aumentará la diversidad de manifestaciones culturales en
perjuicio de la homogeneidad inicial. De esta forma, antes o después se llegará
a una "dialéctica de la Ilustración" (si bien de signo inverso a la
descrita por Adorno y Horkheimer), cuando los desarrollos intelectuales,
estéticos y morales de una cultura planteen exigencias a ésta situados, en
nombre de lo racional (universal), por encima de las condiciones del
sostenimiento de la misma (así, por ejemplo, el problema de los refugiados que
llegan masivamente a Europa). Ello puede conducir, a su vez, a la represión de
tales desarrollos, con el fin de restablecer la homeostasis amenazada, o a que
la cultura haga un esfuerzo adaptativo para satisfacer tales metas racionales
que considera irrenunciables. Si lo consigue, progresará en un sentido
no meramente técnico; pero si no, se arriesga a sufrir graves retrocesos, o
hasta a perecer como tal cultura. Es una apuesta muy alta.
Hablaba Nietzsche en sus Intempestivas del "estilo" que una
cultura debe mantener para ser funcional y no derivar en "barbarie"
(concepto que evolucionará en el de nihilismo),
esto es, un estado artificial, inorgánico, un agregado extrínseco de partes sin
cohesión interna. Prescindiendo del componente catastrofista de sus análisis,
muy propio de consideraciones intelectuales del XIX y principios del XX, se
podría decir que, en efecto, el "estilo" de una cultura, su
equilibrio y armonía, dependen de una correspondencia (de una determinada proporción, más
bien), como argumentaba Nietzsche, de "lo interior" y "lo
exterior", términos que él nunca explicó bien pero que parecen responder a
lo que los sujetos "piensan y sienten" en contraposición a lo que
"hacen". Podríamos reformular este planteamiento tan subjetivista
(tan moderno) en términos
de "conductas adaptativas" (antropopoiéticas) frente a "conductas
supraadaptativas" (antropopragmáticas), con independencia de que unas u
otras se traduzcan en pensamientos, sentimientos o actos; simplemente como posibilidades humanas.
Así, recuperando lo pregnante de la
idea nietzscheana, al margen de las insuficiencias de su formulación, podríamos
decir que toda cultura (o momento histórico de la misma) es
ciertamente artificial: un
conjunto de elementos cuyo propósito es satisfacer necesidades naturales, pero
por medios que son fruto de la inteligencia y socialmente transmitidos; un
sistema de aplazamiento de
satisfacciones que produce necesidades de segundo orden (no
biológicas) cuya satisfacción llega a anteponerse, en ocasiones, a la de las
primeras. En la medida en que es artificial, puede conducir a una
sensación de pérdida, de ausencia o malestar con respecto a lo biológico siempre
aplazado (el impulso natural sustituido por objetivos culturales); de hecho, cuando la
cultura no es capaz de satisfacer las necesidades más básicas, se desata contra
ella la barbarie, esto es, un súbito y brutal retroceso a lo animal, al
comportamiento de horda (en nosotros lo
prehistórico perdura en la
estructura misma del cerebro), pero eso sí, aún investido culturalmente y que
actúa por tanto con los medios técnicos disponibles, lo que la hace mucho más
destructiva que la biología desnuda.
Ahora bien, aunque la cultura
siempre sea artificial y esté expuesta a este riesgo, lo artificial puede ser artístico (la téchne encierra ese doble matiz), es
decir, puede procurar un equilibrio satisfactorio entre lo "interior"
y lo "exterior", de modo que una cultura, en su multiplicidad y
heterogeneidad, posea un estilo que le proporcione orientación y
fines. Aquí esa "interioridad" se refiere a las conductas
supraadaptativas, más alejadas de la naturaleza (o lo que es lo mismo, el espíritu), frente a la
"exterioridad" de las conductas adaptativas, en contacto directo con
la naturaleza (o sea, la materia).
Caminar hacia esa síntesis de lo intelectual, lo moral y lo
estético-emocional (no otra cosa es la sabiduría),
esa experimentación en el espacio
de juego de lo
supraadaptativo, que no sólo sea consonante con la base material de la
existencia, sino que retroactúe sobre ésta para ampliarla más aún, sería la
forma adecuada (más allá de toda mistificación) de entender al Übermensch nietzscheano. Quizá la cultura
de masas y la sociedad de la información, con todos sus defectos, nos están
llevando en esa dirección.
La historia de la humanidad, en
suma, viene determinada por la materia, no por el espíritu (éste surge de ella, no la "hace").
Son las conductas antropopoiéticas las que abren los surcos de la historia por los que
luego corre el agua de las antropopragmáticas. Sin embargo, las primeras no pueden dotar de contenido a las
segundas; únicamente les imponen límites infranqueables, pues una conducta
no adaptativa no puede ir más allá de los límites técnicos de la adaptación del
medio. La "selección cultural", análoga a la natural, no produce contenidos culturales,
sino que criba los existentes en
función de su composibilidad con el sistema tecnoeconómico vigente; en todo
momento la materia establece el "contorno" de lo espiritual. Pero
este último puede actuar como un elemento mutágeno,
por seguir con la analogía biológica, que multiplique
las opciones entre las que la selección cultural tendrá que "elegir" (con todo lo que de irreductiblemente
azaroso hay en ello), forzando con ello una readaptación más rápida de la base
material, y así, una "aceleración" de la historia. Esa
"retroalimentación supraestructural" del conjunto de la cultura (de
componentes inevitablemente éticos y estéticos) es el tortuoso camino de un ensanchamiento de la racionalidad
humana, y la única forma de introducir en la historia fines no inerciales. Con todo,
ese Versuch (en el sentido nietzscheano del término)
no deja de ser muy arriesgado: supone moverse intencionadamente en el límite de
la sostenibilidad cultural, y una eventual insuficiencia del desarrollo
tecnológico llevaría al colapso del conjunto y a una terrorífica
involución.
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© David Puche Díaz, 2017.
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