TESIS ECONÓMICO-TECNOLÓGICAS

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TESIS ECONÓMICO-TECNOLÓGICAS

Algunas previsiones acerca del futuro de la humanidad


Por D. D. Puche
@HellstownPost


1. El ser humano es el Homo sapiens sólo en la medida en que es el animal laborans, el “animal que trabaja”, dado que la evolución de la inteligencia (esto es, del cerebro), que es una capacidad adaptativa, no es independiente de la evolución de nuestra interacción técnica con el medio. El trabajo, antropológicamente entendido, no es la mera “ocupación” de cada cual para ganarse la vida, sino algo que estructuralmente precede a todas éstas: la forma en que el ser humano satisface sus necesidades, lo cual a su vez implica transformar la naturaleza, adaptar el medio a sí mismo. El ser humano cambia artificialmente (de manera consciente, con propósito finalístico, y según leyes físico-químicas, pero de modo irreductible a éstas, esto es, impredecible a partir de ellas) la forma ‒determinado conjunto de propiedades‒ de la materia dada, como condición de su existir. Se pasa así del campo biológico al antropológico. La subjetividad humana (el “remitir a sí” como centro de representaciones) surge con esa transformación de la materia dada, considerada ya objeto ‒y ello con anterioridad a cualquier categorización expresa en este sentido; las nociones filosóficas de materia y forma, así como de sustancia y accidente, etc. (esencialmente dualistas) surgen de esta matriz conceptual “laboral”.

2. La organización social del trabajo, y por tanto de la satisfacción de las necesidades, es la economía. Ya en la prehistoria, y especialmente desde el Neolítico, va diversificándose de forma creciente (división social del trabajo), y alcanza un altísimo nivel de especialización con el surgimiento del capitalismo. A lo largo de la historia de la especie, la división del trabajo ‒debida a la imposibilidad de producir por uno mismo todos los bienes deseados, combinada con factores geográficos, demográficos, etc.‒ ha sido empleada (aunque no creada) como medio de dominio i) de un sexo sobre el otro y ii) de unos “tipos laborales” sobre otros (clases sociales). La historia del trabajo y de la economía es, pues, la historia del poder, que sólo se puede entender remitido a estas nociones, y no ya a una moral y/o a una política entendidas en abstracto. En función del grado de proximidad a la materia a transformar, aparecen los sectores laborales primario (contacto directo con la naturaleza, transformación de recursos naturales en materias primas), secundario (elaboración industrial de las materias primas), terciario (apoyo a los dos anteriores y distribución de los productos elaborados) y cuaternario (transmisión del conocimiento socialmente acumulado, tanto para retroalimentar el proceso como liberado de fines utilitarios). Mientras que la economía es la eficacia en la satisfacción de las necesidades ‒aunque el poder conlleva también crearlas para mantenerse‒, la tecnología es la eficiencia con que éstas se satisfacen. 

3. Si la economía es la base de la cultura ‒entendida en sentido antropológico‒, su variación en el tiempo (esto es, la historia) depende fundamentalmente de la tecnología. Los acontecimientos considerados “históricos” ‒por ser condicionantes decisivos de estados ulteriores‒ lo son en lo esencial por las consecuencias económicas que tienen; pero ejercen sus efectos dentro de los límites impuestos por un modo de producción (sistema socioeconómico y cultural), el cual tiende indefectiblemente a agotarse, a no ser que se produzcan avances tecnológicos que permitan pasar a una fase productiva más eficiente. (La economía es el acelerador social, mientras que la tecnología es el cambio de marcha que permite conseguir más velocidad con menos revoluciones; en esto consiste el paso de un sistema económico al siguiente). Podría por ello decirse que la historia de la humanidad es la historia del desarrollo tecnológico de la misma, desarrollo que interactúa con factores económicos, demográficos y ecológicos para dar lugar a nuevos modos de producción, siempre impredecibles ‒esa interacción de factores lo es ya de por sí, pero especialmente lo es la introducción de una nueva tecnología‒. La tecnología es el grado de aprovechamiento (ya sea basado en un conocimiento intuitivo o científico) de las leyes de la naturaleza para incrementar de manera útil nuestras reservas materiales y energéticas y hacer más eficiente nuestro trabajo. (Se podría pensar que ello apunta a trabajar cada vez menos, pero lo que se observa históricamente es más bien que conduce a permitir un consumo material y energético cada vez mayor del conjunto de la sociedad.) Así, el tamaño de las poblaciones y su organización depende directamente de la tecnología disponible: el desarrollo tecno-económico transforma, a la par que la naturaleza, las estructuras organizativas humanas, que son tanto más grandes y complejas cuanto más desarrollada está la tecnología. Los cambios en la infraestructura social (economía y tecnología; producción de riqueza social) modifican proporcionalmente su estructura (nivel político y jurídico; distribución de la riqueza), y ésta, a su vez, modifica la supraestructura simbólica e ideacional (autocomprensión que la sociedad tiene de sí misma, ya sea legitimatoria [ideológica] o crítica [filosófica]). El desarrollo tecnológico tiene como consecuencia una ‒siempre lenta y limitada‒ expansión del conocimiento a todos los sectores productivos, incluso los más bajos. La cultura ‒en el sentido de la formación individual‒ no tiene por qué crecer intensivamente, pero sí lo hace en extensión; esto a su vez retroalimenta a largo plazo el tejido tecno-económico.

4. Los límites del desarrollo tecnológico ‒y por tanto, del humano‒ son i) su sostenibilidad ecológica (la transformación del medio tiene como límite su destrucción y/o agotamiento), y ii) su asunción social (la sociedad tiene que ser capaz de absorber una determinada tecnología). En un principio, todo desarrollo tecnológico suele ser un lujo accesible a las clases dominantes, a las que da ventajas sobre a) otras sociedades, y b) sobre las clases dominadas de su propia sociedad. Pero, cuando distintas sociedades ‒tomadas en conjunto‒ ya disponen de esa misma tecnología, ésta deja de proporcionar ventajas, de modo que ‒al menos en alguna de ellas‒ termina transfiriéndose a las clases dominadas, de lo que resultan nuevos beneficios económicos de ese colectivo frente a otros. Ahora bien, más allá de la tecnología que la sociedad es capaz de absorber de forma económicamente satisfactoria, surgen conflictos: I) la tecnología facilita el trabajo, pero termina sustituyéndolo; así, destruye trabajo, aunque a la vez lo crea en nuevos sectores. De esta manera, es un factor esencial de movilidad y cambio social. Pero, cuando ‒como consecuencia de un alto grado de desarrollo y especialización‒ destruye trabajo en unos sectores y no lo crea de forma relevante en otros, termina siendo socialmente inasumible. Los avances tecnocientíficos que son claramente incompatibles con el marco económico de una época (suficiente empleabilidad laboral) son descartados; no se insertan en las redes de producción ‒o lo hacen de forma anecdótica‒, con lo que no se extienden, al no ser socialmente considerados ventajosos. Tiene que haber unas condiciones materiales de implantación para que una tecnología se consolide. II) La resistencia de intereses económicos contrapuestos a la introducción de esa tecnología (monopolios tecnológicos, desde los gremios tardomedievales a las actuales multinacionales) también puede impedir o retrasar durante un cierto tiempo ‒depende de su poder‒ su asimilación social. III) Menos relevante, pero también a tener en cuenta, es la resistencia de la religión (que representa siempre un estado “natural” que, en realidad, quiere decir tecnológicamente anterior) a su introducción, incluso cuando ello va contra la economía; representa una inercia histórica que, finalmente, terminará cediendo. Estos tres factores no invalidan el principio general de que la historia de la humanidad es en lo esencial la historia de la tecnología; antes bien, demuestran que ésta no es lineal, y que su evolución resulta impredecible. En todo caso, impases tecnológicos como el de la Alta Edad Media cristiana ya no parecen posibles en mundo industrializado, globalizado e informatizado.

5. En el mundo dominado por el infocapitalismo, se está alcanzando una franja-límite económica del desarrollo tecnológico; es decir, que dicho límite no es tecnológico ni científico, sino que es un límite del propio capitalismo. La “sociedad de la información” (que hizo nacer el sector cuaternario) cada vez amenaza más la empleabilidad en los sectores restantes, especialmente en el secundario y el terciario. Éstos son, a medio-largo plazo, totalmente automatizables, pero son, de hecho, los que generan la inmensa mayoría del empleo, cuanto menos en los países desarrollados, y los sectores primario y cuaternario no pueden absorber todo ese excedente laboral. Ya está en el horizonte ‒a unas pocas décadas‒ el escenario en que una robotización masiva sustituirá inmensas cantidades de trabajo humano sin que ello tenga como contrapartida la creación de nuevas formas de trabajo; esto es: un aumento del desempleo estructural como no se ha conocido en la historia. Cientos de millones de seres humanos, cuando no algunos miles de millones, podrían “sobrar” para finales de este siglo. Esta situación, presumiblemente, va a encontrar una amplísima resistencia social, que podría ser canalizada mediante legislaciones en contra de dicha robotización masiva, pero, si esto ocurre ‒incluso si el capitalismo considera que es mejor no llevar esa robotización hasta sus últimas consecuencias‒, el freno tecnológico que supondría hundiría la competitividad económica y el propio sistema capitalista. En esta coyuntura sociohistórica, la lucha de clases resurgirá ‒una vez más‒ como una contradictoria lucha contra la tecnificación, que tanto más se querrá disfrutar en el ámbito de la vida como se repudiará en el laboral (aspectos, por lo demás, inseparables). El dilema se perfila como la elección entre la robotización masiva o la creciente incapacidad estructural de dinamizar una economía productiva basada en la competencia (es decir: o desempleo masivo o impasse tecnológico). Es un dilema porque, incluso desde el punto de vista del capitalista, ambas opciones conducen a márgenes de beneficio decrecientes, de los cuales la propia robotización ‒que no parece, realmente, que nada vaya a detener‒ será una salida a corto plazo, una prolongación del final de este modo de producción, no su salvación. Finalmente, ante la inevitable imposibilidad de emplear a la población, se abren dos alternativas: A) alguna fórmula equivalente a una renta básica universal, o B) encontrarse con un inasumible excedente de población sin ingresos.

6. La primera opción lleva a descensos notables del beneficio económico del capital ‒de hecho, no parece conciliable con un modelo social basado en el consumo masivo‒, con lo que constituiría una evolución hacia otro modelo social bastante imprevisible. En efecto, la disminución asintótica de la producción de valor, al desaparecer el trabajo humano (que es su fuente), conduce a una reducción proporcional de los beneficios ‒modulable a corto-medio plazo, pero no al largo, por medidas coyunturales‒, y por tanto a la desaparición de una sociedad basada en el mercado. Ésta sería una paradójica realización del comunismo que Marx anticipó como la liberación del trabajo gracias a las máquinas. Pero éste, a su vez, sería con toda probabilidad, como decía, la transición hacia otro sistema socioeconómico hoy por hoy impredecible, y no un estado final”.

7. En cualquier caso, los problemas asociados a esta opción (A) son muchos, y tienen consecuencias de alcance antropológico. El trabajo y la economía han estado siempre ligados ‒de hecho, identificados‒ y mediados por la técnica. Pero llega un momento en que la técnica hace superfluo el trabajo humano (al menos el poco cualificado, que es el más abundante con diferencia). Así, la economía y la técnica van por un lado y el trabajo humano por otro; la producción ya no depende en lo esencial de éste. De esta manera, el sentido antropológico del trabajo ‒la transformación de recursos naturales, en progresivas formas de alejamiento de la materia inicial, para satisfacer necesidades humanas‒ y la ocupación humana ‒“ganarse la vida”‒ quedan desvinculados, y esta última cae en la irrelevancia. Ya no será necesaria la mano de obra. Y aquí está lo preocupante: mantener artificialmente esa situación ‒mediante un “frenazo tecnológico”‒ no parece consistente con la historia de la humanidad (aunque, ciertamente, podría ser una inflexión decisiva en ésta). Además, el poder siempre se ha constituido a partir de la división del trabajo, y evidentemente a la presuposición de la necesidad de éste (creándola, incluso, cuando ha hecho falta), de modo que acabar con el trabajo significaría acabar con la estructura misma del poder. Todo ello llevaría de nuevo a la hipótesis de una homogenización social inédita basada en una economía colaborativa (“comunismo tecnológico”), o a la segunda opción (B), esto es, a la resistencia del poder a disolverse, el cual se encuentra con una población difícilmente manejable.

8. La segunda opción del dilema formulado supone un “excedente humano” inasumible para la carga de trabajo disponible, cuyo mantenimiento sería más caro que el valor que pudiera producir. Este escenario conduciría a B1) una monstruosa depauperación social global, con un retroceso a estándares de vida y organización hoy ampliamente superados; esta variante se compadece con un modelo socioeconómico de capitalismo autoritario (“postdemocrático”) que impondría, mediante recortes sociales (cabe esperar un largo período de altísima conflictividad social, canalizada a través del ultranacionalismo y el fanatismo religioso), y especialmente educativos y culturales ‒una inmensa destrucción de conocimiento‒, una reimplantación artificial de sistemas tecno-económicos actualmente obsoletos (predominantemente basados en la agricultura y en la industria pesada), pero capaces de emplear a mucha población. Probablemente habría una exigua élite intelectual y tecnológica ‒aunque la involución terminaría afectándola también, en una medida imposible de definir‒ que sometería a la inmensa mayoría de la población; los niveles de consumo per cápita caerían en picado (las clases medias desaparecerían casi por completo) y se nivelarían mundialmente, pero harían sostenible una sociedad basada en el mercado. Esta variante se presenta, no obstante, muy poco probable en el mundo actual, esto es, partiendo de la sociedad de la información. La alternativa más probable es B2) que haya intentos deliberados de eliminar dicho excedente humano, esto es, un exterminio masivo de población. No ya medidas severas de control demográfico, como la política china “de un solo hijo” ‒pues no sería efectiva a corto plazo, y no reduce la población, sino que impide su crecimiento‒, sino la destrucción sistemática de la población ya existente (presumiblemente empezando por los países subdesarrollados y avanzando después, en la medida que se considerase necesaria, a los desarrollados). Esto podría hacerse por vía activa, en forma de guerra global, o pasiva, dejando morir de hambre (mediante el aislamiento, la destrucción de las cosechas, el uso de armas bio o nanotecnológicas, etc.) a países enteros. Éste es un escenario tan terrorífico como posible, que conviene ir previendo, dado que no es inverosímil pensar que la automatización total (o casi) del trabajo conduzca a un genocidio sin precedentes.

9. No parece que ninguna de las modalidades de esta segunda opción sea compatible con un desarrollo tecnológico sostenible a largo plazo (por no hablar de que no hemos entrado en el aspecto ecológico de la situación, rayano en lo ya insostenible). La primera opción, en cambio, sí podría serlo. Pero, de nuevo, una de dos: i) o el ritmo de desarrollo tecnológico actual es constante, y con él, se da una volatilidad social que puede llegar a ser inasumible (lo que quizá lleve a replantear el ideal del superhombre nietzscheano como el capaz de vivir en un estado de trasformación psicosocial vertiginoso y constante), o ii) en algún momento se produce una ralentización del mismo. Y si es así, el único modelo económico y social viable sería una economía colaborativa (de nuevo, el “comunismo tecnológico”), esto es, no basada en la competencia, modelo insostenible si no se da el presupuesto de que alguno de los competidores posea una ventaja tecnológica sobre el resto ‒el fallo de esta expectativa nos lleva de vuelta al colapso del sistema‒. La economía competitiva habría sido una fase histórica de “esprint”, de desarrollo acelerado asociado a un salto tecnológico seguramente imprescindible para la humanidad, pero no parece viable a largo plazo; antes bien, parece acercarse la época en la que habrá que cambiar a una “marcha larga”. 





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