Aunque el capitalismo, sistema económico cuyo triunfo da lugar a eso que llamamos Edad Contemporánea –pese a que hunde sus raíces en el final de la Edad Media– y que define nuestras vidas hasta en los más ínfimos aspectos (por lo que no reflexionar sobre él significa no asumir la propia existencia en toda su problematicidad), haya cambiado mucho desde el siglo XIX, Marx nos mostró lo esencial de su funcionamiento. Éste, en lo esencial, sigue siendo igual que hoy en día, por más que la globalización, la aparición de las clases medias o la transformación del capitalismo industrial (productivo) en capitalismo financiero (especulativo), según creen muchos, hayan dejado sus análisis obsoletos. Normalmente los “obsoletos” son los que así piensan –hay gente que nace obsoleta, normalmente tanto más cuanto más “moderna” se cree–, pues la teoría de Marx sigue teniendo una capacidad de explicación y anticipación de los fenómenos económico-políticos que ya quisiera para sí la economía “oficial” liberal, incapaz de predecir sus propias crisis y de saber cómo salir de ellas (salvo echando más gasolina al fuego en un intento por apagarlo). Y el hecho de que socialmente retrocedamos hacia el siglo XIX o principios del XX, por más que lo hagamos con un smartphone en el bolsillo, no parece sino hablar en favor del pensador de Tréveris. Pero los intereses de clase de cada cual –a veces ni eso: el mero adoctrinamiento, por lo general religioso– serán siempre el límite de lo que puede llegar a aceptar como válido, con independencia de los argumentos que se pongan encima de la mesa. A la inmensa mayoría de personas no se las gana con razones, sino con promesas. Y el capitalismo sabe prometer como nadie. Es la sociedad-escaparate llena de baratijas relucientes.
La crítica del capitalismo de Marx atraviesa, como es sabido, dos fases.
En un primer momento (“período de juventud” o “humanista”) se situó entre los hegelianos
de izquierdas: frente al liberalismo que equiparaba “libertad” con “libre
mercado” y “propiedad privada” (así, por ejemplo, Adam Smith, quien sostenía
que la búsqueda egoísta del beneficio individual termina, como por efecto de
una “mano invisible”, redundando en el beneficio de toda la sociedad, al crear
riqueza), aquéllos insistían en la relación inherente entre la propiedad –al
menos tal y como ésta es entendida por el capitalismo– y la alienación
del hombre (su “desposesión” de sí mismo). Marx defendió, así, un humanismo de
corte feuerbachiano: el hombre se convierte en objeto, se autoaliena, en
la medida en que inviste los objetos con atributos humanos, sin reparar en que
tales atributos tienen su origen en él; asimismo, se autoaliena en la medida en
que transforma a los demás en objetos. Tras esta crítica se encuentran el imperativo
categórico kantiano (el hombre debe ser un fin en sí mismo, no un mero medio
para otra cosa) y la “dialéctica del amo y el esclavo” hegeliana (la clase
social dominada es “en sí”, pero no “para sí”, al no ser reconocida por
la clase dominante; pero al ser la clase trabajadora, puede superar su
alienación al comprenderse como el verdadero poder social productivo, reapropiándose
así de su mismidad). Esta “naturalización” de una situación social
“artificial”, coyuntural, se ve sin embargo “santificada” por la religión, una
fuerza siempre al servicio del poder dominante: una proyección del espíritu
humano destinada a cubrir necesidades y anhelos insatisfechos. Pero, como decía
Feuerbach, el hombre crea a Dios, y no al revés. La religión, así, no es otra
cosa que un falso consuelo ante la miseria social, que impide conocer el mundo
correctamente, y por tanto cambiarlo. Por ello, toda teología puede reducirse a
antropología: lo real es lo material, finito (“materialismo”), y
sólo la desconexión de razón y materia (“idealismo”) da lugar a los misterios
de la teología. Al contrario, el ateísmo supone una necesaria reapropiación
del hombre.
En un segundo momento (“período de madurez” o “científico”), Marx se
desvinculó del comunismo y del humanismo utópicos que había secundado
antes, y pasó a defender el “materialismo científico” –el cual ya no tendría
nada de humanista, según muchos autores, aunque esto es harto discutible–: el
hombre (en el capitalismo: el proletario) está alienado por la venta de
su fuerza de trabajo. El modo de producción (que es lo que en el
fondo es toda sociedad: un sistema económico destinado a satisfacer necesidades)
crea una “superestructura” ideológica (religión, moral, derecho, etc.) para mantener el poder de la clase explotadora.
La religión, especialmente, es el “opio del pueblo”, que le ayuda a soportar el
dolor y a seguir obedeciendo. Pero
sin una base de explotación económica, su existencia no tendría sentido. Lo que
hace este “segundo” Marx no es señalar ninguna “esencia humana”, sino las relaciones
sociales concretas que están tras los procesos históricos. La emancipación
del hombre deberá llevarse a cabo, por tanto, en términos económico-sociales,
no abstractos. Al materialismo científico corresponde, así, un “socialismo
científico”. Esta doctrina política sostiene que los medios de producción (las fuerzas productivas de las que dispone
una sociedad determinada, esto es, todo aquello que puede producir riqueza: recursos
naturales, campos, industria) deben colectivizarse; es decir, propugna la abolición
de la propiedad privada de los mismos. Pero para conseguirlo, antes hay que
conocer las leyes precisas del funcionamiento económico del mundo; no puede
hacerse una revolución obrera sin la base teórica que la conduciría al éxito. Esto
es lo que Marx expone en El capital.
Marx se separa, en efecto, del hegelianismo de izquierdas, precisamente
para ser más consecuente en su crítica a Hegel que sus predecesores. Reformula
sus nociones más básicas desde una base materialista, pero sin caer en
unilateralismos –como lo es el materialismo mecanicista tan en boga en su época
(y en la nuestra)–. El “sujeto” de los procesos históricos (y del conocimiento
de los mismos) ya no será el Espíritu, sino el hombre, cuya esencia no es
el pensamiento, sino la actividad material conducente a la satisfacción
de sus necesidades, o sea, el dominio de la naturaleza. Dicha actividad, así pues,
deja de ser algo “lógico” (especulativo) para convertirse en un proceso
histórico finito, esto es, la producción. La economía será a
partir ahora, por ello, la ciencia directriz del análisis de lo humano (o para
ser más exactos, la “economía política”, el análisis en clave material de todos
los fenómenos sociopolíticos y culturales que hacen al hombre ser lo que es). El
“hombre” –el sujeto del proceso productivo– no debe ser entendido en un sentido
abstracto, metafísico, sino como el hombre de un determinado período
histórico, que guarda unas determinadas relaciones con la naturaleza y con
el resto de los hombres. Ese “todo estructural”, la sociedad, no es sino un
entramado de relaciones de producción, que asigna a cada persona o cosa su
papel concreto. Es lo que Marx denomina un modo de producción (el
equivalente a las “figuras de la conciencia” hegelianas). Nada hay “fuera” o “antes”
(como pretende la metafísica, pero también la economía “ingenua” liberal) de
esas relaciones de producción, que es lo que constituye cuanto hay. Por ello, el
modo de producción es el objeto del pensamiento marxiano.
A lo largo de la historia se han sucedido una serie de modos de
producción: el primitivo o comunal (“comunismo primitivo”), el esclavista, el
feudal y el capitalista, el actual. Cabría añadir el comunismo, si bien éste
está aún por realizar. Cada modo de
producción consta de una infraestructura económica y de una supraestructura
en la que se puede distinguir el nivel jurídico-político (instituciones, clases
sociales, mecanismos de control social, etc.) y el nivel ideológico (la forma
en que la sociedad se entiende a sí misma). La infraestructura (Basis) sostiene y condiciona la
supraestructura (Überbau), la cual a
su vez legitima y ayuda a seguir funcionando eficientemente a la
infraestructura.
Ahora bien, más allá de estas vaguedades, Marx no pretende ofrecer
una “teoría de los modos de producción” –pues éstos no pueden analizarse in
abstracto–, ni tampoco explicar cada uno de ellos por separado –lo que le
hubiera llevado varias vidas–, sino únicamente explicar el modo vigente, el capitalismo.
Así que éste es realmente su objeto.
Las constantes referencias de Marx a modos de producción anteriores
(esclavista, feudal, etc.) no son intentos de trazar una “ley histórica”, sino simples
referencias comparativas, con el fin de mostrar cómo todo elemento adquiere sentido sólo dentro de su modo de producción.
Por lo que respecta al capitalismo, encontramos en él dos clases sociales
contrapuestas: la burguesía, que es
la minoría propietaria de los medios de producción, y el proletariado, que es la gran mayoría de la sociedad, la cual
trabaja para los burgueses en sus medios de producción. Los proletarios no
tienen nada, salvo su fuerza de trabajo (lo que pueden producir en una
jornada de trabajo con su fuerza física), que se ven obligados a vender
por un precio que fija el burgués, el salario. Éste equivale a la
cantidad de dinero imprescindible para reproducir su fuerza de trabajo un
día más; es decir, los ingresos imprescindibles para su supervivencia, a
cambio de toda una jornada de trabajo
(lo que los mantiene necesariamente atados a éste). Pero el producto de su
trabajo no es para ellos, ni siquiera en parte, sino para otro; ellos sólo
viven para trabajar (con lo que se convierten, ellos mismos, en otro medio de
producción comprado por el burgués).
Este proceso de “explotación” es descrito con más rigor por el concepto filosófico de alienación o enajenación (concepto que, en cuanto tal, no aparece en El capital, aunque sí en obras anteriores): el hombre se ve desposeído o expropiado de su propia realidad, esto es, no es para sí mismo, no se pertenece. Dicha “realidad” del hombre no es otra cosa que su trabajo: el hombre es para Marx, a falta de otra “naturaleza”, lo que hace, ni más ni menos. El trabajo es, por tanto, la dimensión en la que se revela “lo humano”, diferenciándolo del animal. Mediante su trabajo el hombre transforma la naturaleza y se hace a sí mismo; sólo porque es homo faber, porque interactúa con el medio y lo transforma, el hombre puede ser homo sapiens (lo material siempre precede a la conciencia, aunque se retroalimente con ésta). Como tal, el trabajo o praxis determina todos los niveles de la existencia humana y de la sociedad. No se trata de algo individual, sino de un proceso colectivo e histórico (Marx ya anticipa lo que dirá Ortega y Gasset: que el hombre “no tiene naturaleza, sino historia”); no hay un sujeto individual y abstracto (sea cognoscente o ético), como lo es el sujeto de la filosofía entre Descartes y Kant, sino que los individuos son siempre el resultado de unas determinadas relaciones sociales de producción, que se establecen dentro de un modo de producción. Y en el modo de producción capitalista el proletario contempla su trabajo (o sea, lo que él mismo es) como algo ajeno a sí mismo, extraño, indiferente. El propio trabajador se ve así “cosificado”, convertido en una mercancía más que se compra y se vende para obtener un beneficio.
© David Puche Díaz, 2015.
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Este proceso de “explotación” es descrito con más rigor por el concepto filosófico de alienación o enajenación (concepto que, en cuanto tal, no aparece en El capital, aunque sí en obras anteriores): el hombre se ve desposeído o expropiado de su propia realidad, esto es, no es para sí mismo, no se pertenece. Dicha “realidad” del hombre no es otra cosa que su trabajo: el hombre es para Marx, a falta de otra “naturaleza”, lo que hace, ni más ni menos. El trabajo es, por tanto, la dimensión en la que se revela “lo humano”, diferenciándolo del animal. Mediante su trabajo el hombre transforma la naturaleza y se hace a sí mismo; sólo porque es homo faber, porque interactúa con el medio y lo transforma, el hombre puede ser homo sapiens (lo material siempre precede a la conciencia, aunque se retroalimente con ésta). Como tal, el trabajo o praxis determina todos los niveles de la existencia humana y de la sociedad. No se trata de algo individual, sino de un proceso colectivo e histórico (Marx ya anticipa lo que dirá Ortega y Gasset: que el hombre “no tiene naturaleza, sino historia”); no hay un sujeto individual y abstracto (sea cognoscente o ético), como lo es el sujeto de la filosofía entre Descartes y Kant, sino que los individuos son siempre el resultado de unas determinadas relaciones sociales de producción, que se establecen dentro de un modo de producción. Y en el modo de producción capitalista el proletario contempla su trabajo (o sea, lo que él mismo es) como algo ajeno a sí mismo, extraño, indiferente. El propio trabajador se ve así “cosificado”, convertido en una mercancía más que se compra y se vende para obtener un beneficio.
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