No es descabellado imaginar un tiempo próximo en el que las
más negras distopías de la anticipación futurista se cumplan. Estas distopías,
en general, son de tres tipos: i) sociedades totalitarias y altamente
burocratizadas al estilo de 1984, ii)
escenarios postapocalípticos de pura lucha por la supervivencia después de un
colapso civilizatorio, como Mad Max,
o iii) futuros en los que el capitalismo entra en una nueva fase y la
organización sociopolítica se transforma drásticamente, lo cual, combinado con un
alto desarrollo tecnológico, conduce a un mundo de hibridación del ser humano y
la máquina (con variantes basadas en la ingeniería genética). Ejemplos de este
último tipo distópico serían las novelas de William Gibson (como Neuromante), Blade Runner o Ghost in the
Shell. Los dos primeros escenarios me parecen muy improbables, por lo menos
a fecha de hoy; pero la inercia histórica parece llevarnos directamente al
tercero. Llamarlo distopía y no utopía va en gustos, pues es una valoración y
no ya un ejercicio intelectual de predicción de lo que vendrá a partir de lo
que hay. En todo caso, el ser humano parece estar atravesando decisivas transformaciones sensocognitivas, y por otro lado no parece que lo que se ha
entendido como “democracia” desde el final de la Segunda Guerra Mundial vaya a
tener un largo y saludable futuro. Todo parece conducir al tercer tipo de
escenario.
Quedémonos pues con éste, el descrito por la ciencia-ficción
denominada “ciberpunk” en los años 80. Frente al futurismo clásico de viajes
espaciales, colonias en la Luna y Marte, coches voladores y robots inteligentes
sirviendo como mayordomos en las casas, lo que concibieron estos escritores,
encabezados por el citado William Gibson, fue un futuro sucio que mezclaba un inmenso salto tecnológico, sobre todo en el
ámbito de la informática y la cibernética (más tarde introdujeron la nano y la
bioingeniería), con una fuerte degradación social. Alta tecnología al servicio
de las clases pudientes, que viven en el centro de inmensas megápolis rodeadas de
interminables suburbios donde se hacinan los desclasados y la violencia es
extrema. Allí también existe esa tecnología, conseguida de contrabando o de
segunda mano, reciclada y parcheada una y otra vez; como ocurre hoy, los pobres
disponen de la versión de gama baja de lo que tienen los ricos, no son ajenos al
desarrollo técnico. Aun así han de vivir en condiciones de gran
dureza, de soledad extrema, puesto que los Estados como tales ya no existen,
sino que las multinacionales lo controlan todo; y en ese escenario de
sociedad-mercado donde todo se compra
y se vende, en sentido literal, se aplica la más descarnada lucha por la
supervivencia. Los que no pueden pagarse la seguridad o la sanidad tienen que
organizarse para defenderse y buscarse la vida en un entorno altamente hostil.
No queda nada parecido a una cobertura social.
Es un escenario estupendo para ambientar historias de
supervivientes desarraigados y solitarios. No es tan bueno si a uno le toca
vivirlo. Pero no nos engañemos, es la deriva que estamos llevando, puesto que
ya en los 80 no era sino una metáfora de la transformación de la sociedad
occidental. En EE. UU., debido a su modo de vida, y sobre todo a partir de la
administración Reagan –el fin del “sueño americano”–, lo vieron con claridad. A Europa todo llega siempre más tarde, pero llega.
¿Es ese negro futuro ciberpunk lo que nos espera? No resulta
muy difícil imaginarlo como ejercicio de prospectiva histórica: inmensas megacorporaciones
(grandes holdings con presencia en múltiples
sectores, como hoy puedan serlo Mitsubishi o General Electric) controlan el mundo
entero. Tanto capital poseen, que ya están no sólo de facto, sino también de
iure, por encima de los Estados, a los que han terminado embargando: los gobiernos
–en caso de que todavía exista algo así, aun nominalmente– son sus títeres, y
la población no tiene, por tanto, líderes políticos que medien entre la
sociedad civil y el poder económico. Éste se halla en un nivel inalcanzable,
trascendente; casi divino, podría decirse. De esta forma, los Estados han
quedado disueltos o tienden a ello; las naciones ya no tienen mucho sentido en
la era del capitalismo global consumado y el multiculturalismo. Por supuesto, existen
aquí y allá fuertes reacciones nacionalistas de carácter identitario, pero o
son poco eficientes o sólo agravan la situación, en la medida en que la
fragmentación del poder político aún restante sólo sirve inconscientemente a la
oligarquía económica, siempre interesada en mermar los Estados existentes y las
trabas que representan. Ciertamente, el capital ha necesitado que exista el Estado como
forma de organización territorial y política, primero contra el Antiguo Régimen
y después durante la época de las grandes producciones industriales nacionales;
después de eso, el Estado tan sólo ha obstaculizado su crecimiento con
legislaciones y restricciones –que en gran medida garantizan los derechos de los ciudadanos–, y
por tanto debe desaparecer. Ese
escenario sin Estados (o en el que éstos son únicamente fachadas huecas) supone
un modelo socioeconómico de total privatización de los servicios. Lo “público”
como tal ya no existe, o queda reducido a un aparato policial y militar (la
seguridad, siempre lo único importante), aunque incluso estas fuerzas pueden
estar armadas y dirigidas por las propias corporaciones, de modo que serían
milicias privadas (como, p. ej.: Blackwater). Todo ello, en conjunto, nos
ofrece una imagen bastante nítida de adónde nos conducen las actuales políticas
neoliberales, a las que se dará una nueva y terrible vuelta de tuerca con la
aprobación del TTIP y el TISA, martillos que aplastarán lo que queda del moribundo
Estado de Bienestar. A la vez, y como consecuencia, crecerá el fundamentalismo
religioso. Es inevitable, y hasta se persigue ese efecto de control ideológico
de la población; la reacción siempre juega en favor del capital. El fervor
religioso se ve alentado por el individualismo absoluto al que conducen las
políticas neoliberales con su sálvese
quien pueda y sus formas secularizadas de milenarismo. El cristianismo y el
islam radicales aumentarán sus fricciones, pues tras el “choque de
civilizaciones” del que hablaba Huntington sólo está el choque de intereses del
capital y el control de los recursos energéticos de Oriente Próximo y Medio y
sus canalizaciones a Occidente.
En general, se trata de una sociedad en la que el culto al
individuo, entendido únicamente como “unidad de consumo”, ha producido una masa
amorfa y estúpida incapaz de reaccionar ante ningún conflicto o recorte de
derechos y libertades. Cuando el único derecho es el de gastar dinero, la
publicidad y las modas se convierten en ley. La “doctrina del shock” hace el resto: al final, huyendo –se
dice– de la masa socialista se ha conseguido una sociedad mucho más adocenada.
La suma de individuos aislados es otra
masa aún peor. No sólida, sino líquida,
que diría Bauman: se acomoda perfectamente al volumen que se disponga para
ella, no resiste a nada. La sociedad
administrada de la que hablaba la Escuela de Frankfurt deja paso a una mucho
más dócil e inconsciente “sociedad programada”, en el sentido informático del
término: la vigilancia constante (políticas del miedo) y la total dependencia
de la tecnología convierten al individuo medio en un ser meramente receptivo y
sin iniciativa de ningún tipo. Una población de esclavos que quiere ser dominada a cambio de promesas
consumistas. Entretanto, como se ve hoy en día, y desde hace al menos veinte
años, la resistencia contra las injusticias del sistema económico –que sólo la izquierda puede ofrecer– está
completamente desarbolada; ésta siempre se halla enfrentada entre sí, incapaz
de presentar alternativas, o simplemente vendida.
En este contexto de involución social –aunque algunos dirían
“de progreso”–, la cultura ha quedado disuelta en información y análisis de
datos. Lo único a lo que se llama “conocimiento” en la sociedad de la
información es a saber reconocer las tendencias en los big data que anticipen beneficios económicos (un sistema que en gran medida es aplicado también a la investigación científica o a la
seguridad). La formación, en sentido
tradicional (convertirse en un ciudadano autónomo, con sentido crítico y capacidad
de juicio) es un obstáculo en la sociedad líquida, tanto más cuanto ésta más
preconiza la “individualidad”. Por ello es eliminada paulatinamente, dado que
se considera obsoleta y –aunque esto nunca se reconoce abiertamente– hasta
peligrosa. Del mismo modo, toda producción
cultural es sólo una mercancía que responde a requerimientos del mercado;
no hay otro criterio para su aceptación como tal y su valoración como “buena”
que ése. La educación, así pues, es sólo la precaria capacitación para un mercado
laboral totalmente volátil, que obliga a conocer los rudimentos técnicos de
múltiples tareas y estar predispuesto a una altísima “flexibilidad” (o sea, a
cambiar de empleo y de residencia cada poco tiempo, en función de las
necesidades de un mercado en constante transformación). Naturalmente, existen
profesiones de altísima cualificación (médicos, ingenieros, etc.), pero están
reservadas a las clases altas o a los más aptos de entre los pobres. Toda
estabilidad vital desaparece y es vista, de hecho, como algo antiguo, una
exigencia primitiva, un lastre. En última instancia, lo que hoy llamamos “cultura”
es ya únicamente la posibilidad de acceder, en cualquier momento y lugar, a la información (que no es digerida, asimilada,
interiorizada, sino únicamente manipulada como algo externo, como un objeto más);
el ser uno mismo un terminal de la red.
¿Y en este panorama, qué valor puede tener aún algo tan poco
útil y démodé como la filosofía,
protagonista de estas páginas? Su valor, poniéndonos en esta situación, radicaría
en su propia historia, como conexión estructurada de momentos que organiza
la historia de la propia racionalidad y proporciona referentes
teórico-prácticos. Un pensamiento que se ha dicho sub specie aeternitatis, aunque no es tal, pero sí que se extiende
a lo largo de veintiséis siglos (es mucho más longevo que la Iglesia católica, a
cuya antigüedad se apela frecuentemente como garantía de estabilidad y
continuidad de nuestra civilización), lo bastante para orientar la existencia humana individual y colectiva en períodos muchísimo
más cortos. El objeto de la filosofía no es otro que la propia condición
humana, cambiante pero a la vez con una serie de constantes que pueden ser articuladas racionalmente. Conceptos,
valores y símbolos que desde fuera de
nuestra época, intempestivamente, permiten señalar sus deficiencias (ahí radica
lo “intemporal”) y aspirar a algo más. Un criterio, así pues, ahistórico con el que medir la historia,
desde el patrón de una racionalidad tejido durante milenios. No es la
siempre-ya-perdida “naturaleza humana” la que ha de orientarnos, sino la razón,
el lógos; o dicho de otra forma: lo que llamamos “naturaleza” es la
construcción ideal de esa racionalidad. Su guía, por tanto, no es el pasado
(el mito), sino lo nunca sido, exterior a
la historia (el lógos), tomado
como instrumento de la crítica, construido con los materiales que brinda la
época, a los que da una forma que la
trasciende; la experiencia acumulada de los siglos condensada en sistemas
teóricos que son el elemento del eterno diálogo de la razón consigo misma. La
filosofía debe seguir existiendo en la academia –aunque su futuro,
previsiblemente, no será halagüeño–, pero debe asimismo intentar salir de ella,
con absoluto rigor y seriedad, no como mero juego y diletantismo. En cualquier
caso vivirá siempre en los individuos libres que la lean y discutan y produzcan;
la “información” destruye la “cultura”, pero a la vez la multiplica y difunde,
aunque sea en cuanto mero contenido: sin
embargo, siempre habrá alguien que sepa
qué hacer con él y mantenga en pie el pensamiento no utilitario. Sobrevivirá,
no me cabe duda, como ya lo hizo en la Edad Media –habrá nuevos “monjes” que preserven
el saber que la sociedad desdeña–, a este nuevo medioevo neocapitalista y
ultratecnificado, resultante del colapso del Imperio de los Estados-nación y su
fragmentación en los feudos líquidos y ubicuos del capital.
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