El circo montado en el parlamento catalán en las últimas semanas –consumación
del circo político de los últimos meses, reflejo a su vez de las fuerzas sociales
exaltadas sin control en los últimos años– ha terminado en ópera bufa. Una
formación política que afirma ser de extrema izquierda, anarquista y
anticapitalista le da el poder a una coalición liderada por el partido
neoliberal que ha llevado a cabo (culpando al Estado de todo, aunque ha ido mucho más lejos que éste en sus
medidas) los recortes sociales más grandes de toda la actual democracia. Un
partido, además, que ha protagonizado algunos de los escándalos de corrupción
más graves que se recuerdan. Y la CUP lo hace, además –después de marear mucho
la perdiz–, pactando la presidencia de un diputado al que los votantes no
conocían, al que nadie ha votado para ser
presidente (para ser más exactos, era el número tres por Gerona, de la que
era alcalde). Pero es que, por si fuera poco, lo hace cediéndole, a cambio de
la cabeza de Mas, dos de sus escaños a dicha coalición y comprometiéndose a que
el resto nunca votará en su contra, aparte de cortar dos cabezas de entre sus
propios diputados, que tendrán que ser sustituidos por su “excesiva
beligerancia”. Nunca he visto humillación política como esta a la que se ha
sometido voluntariamente la CUP. Nunca. Con semejantes “antisistemas”, el
sistema está más a salvo que con la más feroz guardia pretoriana. Si yo fuera
votante de la CUP estaría preguntándome a quién demonios le he dado mi voto. O
no, cualquiera sabe; estos partiditos que tanto más se llenan la boca diciendo
que son de izquierdas cuanto más defienden “su patria” con exclusión de los
demás, lo primero que me provocan es una desconfianza absoluta, aparte de la
antipatía natural que siento hacia todo nacionalismo.
Por supuesto, lo que representan el PP o su marca blanca Ciudadanos también
es nacionalismo. Puro y duro, de derechas, del de toda la vida. El espíritu “Santiago
y cierra, España”. Esa derecha que cuando se ha hecho con el poder lo ha
ejercido de forma totalmente autoritaria –por no decir otra cosa–; que no ha dejado
de causar problemas en la periferia del país por sus imposiciones y por su modo
de entender la vida en común, como un “ordeno y mando”. Una política que se
resume en “español será lo que yo diga, como y cuando yo lo diga; y si no te
gusta te vas de mi país”. Éstos son
los que han retroalimentado el separatismo en los últimos años, sólo porque les
beneficiaba electoralmente. Como la derecha da por perdida Cataluña,
se caga y se mea en ella, porque cada vez que lo hace gana votos en la Meseta y
en las regiones culturalmente más atrasadas del país. A veces no puedo evitar
pensar que si fuera catalán y la independencia pareciera alcanzable, también
querría irme, porque vivir en un país gobernado –aunque sea cada varios años– por
esa derecha es insoportable. Representa
ese país donde la incultura está bien vista y hasta es recompensada (en otros
países es sinónimo de fracaso), un
país de toros y fútbol, de folclore chovinista oficializado, de defraudadores
fiscales que presumen de ello en el bar entre aclamaciones, un país de
capillitas que quieren que la Conferencia Episcopal legisle; un país con muchas
más cosas en su historia reciente de las que avergonzarse que de las que
sentirse orgulloso. Un país socialmente atrasado que vive de una épica imagen
falsa de sí mismo y de su pasado, y en el que el “progreso” no es otra cosa que
la privatización de lo público y el pelotazo económico. Y es un hecho que cuando
ha gobernado el PP el independentismo se ha disparado, al contrario que cuando
no lo ha hecho. Tumbar el Estatut en
2010 fue un error de proporciones históricas –entre otras cosas el
Constitucional se mostró como un órgano políticamente tendencioso, lo cual lo deslegitimó
en cuanto “árbitro” de estos conflictos– que está pasando factura (sobre todo
porque compartía gran parte del articulado con el Estatuto valenciano o el andaluz, que no
fueron impugnados), y el argumento de los nacionalistas catalanes de que ellos
sólo ponen pasta pero políticamente son de segunda clase se ve así justificado.
Pero no es menos cierto que en Cataluña se da otro falseamiento histórico
de dimensiones superlativas, porque aquí no se escapa nadie de ladrón y
mentiroso, y los gobiernos catalanes saben mucho de eso. El “paraíso catalán”
ha resultado ser uno de los mayores nidos de saqueadores de España, que ya es
decir (hasta que se demuestre lo contrario siguen siendo españoles, y de hecho
lo demuestran por su corrupción, sus no menos bárbaras fiestas taurinas, etc.).
Su victimismo histórico es clamoroso, y seguir predicando aquello de que en
1714 fueron “invadidos por los españoles” es tan mendaz y mezquino como lo
fueron los acontecimientos que llevaron a la caída de Barcelona. Que una entidad
territorial e histórica –“nación”, si se quiere, a mí me da igual– haga
exigencias políticas y sobre todo económicas basadas en acontecimientos de hace
trescientos años no es tan distinto a la reivindicación de al-Ándalus que hacen
ciertos grupos fundamentalistas islámicos (comparo la pretensión, no a Cataluña
con éstos). ¿Cuánto tiempo ha de pasar para que vivamos en el presente? Como
dicen los alemanes, “la historia demuestra lo que a uno le interesa”, y
ciertamente es el caso, pues se hace una revisión absurda de la historia de los
Països Catalans (esa impostura con la
que se pretende rebautizar la Corona de Aragón, única entidad histórica real) en la que se pretende amparar privilegios jurídicos y económicos. Lo
que está claro es que los catalanes no pueden jugar la carta de ser un pueblo
oprimido o una colonia, porque no son ninguna de las dos cosas. Por tanto, el
derecho de autodeterminación (que se aplica por el derecho internacional
únicamente a colonias) difícilmente puede ser invocado. De hecho, una gran
parte de su riqueza se la debe Cataluña al resto del Estado, que durante décadas
ha invertido allí de forma preferente, debido a la situación geográfica de
Cataluña (puente a Francia, y contando con Barcelona, principal puerto español del
Mediterráneo), en perjuicio del resto de territorios. Un argumento caro a la
derecha de este país no deja de ser cierto: durante el Franquismo, el mayor
peso de la inversión, con diferencia, se fue a Cataluña, creando allí unas
infraestructuras que sólo treinta o cuarenta años después han llegado al resto
del país –ese que algunos catalanes creen que vive lujosamente a costa de
ellos; quizá deberían pasearse por Extremadura, Andalucía o La Mancha–. Así
pues, en el caso de una eventual secesión catalana, ¿se van a quedar con todo
el fruto de ese esfuerzo colectivo? Entiendo –aunque no deseo– que llegaran a
separarse, pero entonces habría que ver qué se llevan consigo y qué sigue
siendo del Estado; y no precisamente como lo plantean muchos independentistas cuando
se preguntan a qué parte tocarán del patrimonio nacional, sino más bien a la
inversa: ¿qué parte de la industria ubicada en Cataluña, cuyas condiciones de
creación han sido sostenidas en gran medida por el conjunto del país (y que no
habría prosperado sin los obreros que emigraron desde toda España,
especialmente del sur), debe quedarse –fiscalmente– en el actual Estado?
Cataluña, con independencia de que tenga razón al denunciar ciertos
agravios –como el del Estatut–, ha
hecho del victimismo histórico una forma de entender la política. Su narración
de la historia, en efecto, siempre la dibuja como la víctima de la Guerra de Sucesión, o de las Guerras Carlistas, o del
Franquismo, cuando lo fue tanto como otras regiones, cuando no menos. En cuanto
a los Decretos de Nueva Planta de Felipe V y la disolución de las Cortes Catalanas
en favor de un modelo centralista del Estado (acontecimiento que es entendido como el
gran agravio nunca reparado), el primer paso ya se había dado
en Castilla por parte de Carlos I, con la Guerra de las Comunidades de Castilla,
dos siglos antes (ciertamente Castilla, que es hoy claramente la nación disuelta, fue la primera víctima
de la creación de España). La historia de la actual democracia española ha sido
en gran medida la historia del chantaje de Cataluña al Estado (“o me das más o me
voy”, y “si a los demás les das esto, a mí me tienes que dar un
plus”, como dejó claro Maragall; y por supuesto, cuando ya tengo lo necesario, “ahora
ya puedo irme”). Ahí radica la cuestión
esencial en relación al independentismo catalán, la que hace que personalmente lo repudie, pese a ese supuesto “derecho a la libertad de los pueblos” tan invocado por
la desorientada izquierda española: la cuestión no es otra que una región rica que se quiere separar del
resto más pobre. Es puro y simple egoísmo, camuflado tras toda clase de
excusas, aunque algunos sectores independentistas –especialmente de la derecha–
no tienen reparos en reconocerlo: “nuestro dinero para nosotros”. Recordemos
que Mas da el volantazo independentista cuando el gobierno central le niega el
concierto fiscal especial que él solicitaba (después de haber llevado su comunidad prácticamente a la quiebra). De la misma forma que el rico no quiere pagar impuestos para que el
pobre tenga cobertura social, las regiones ricas (algunas, al menos) no quieren ser solidarias con las
desfavorecidas –esas que les suministran materias primas y mano de obra–. Todo se resume en esto.
Aquí es donde retomo mi idea inicial, que gira particularmente en torno a
la CUP. Modélica para unos por su funcionamiento interno, su compromiso y su
coherencia, temible para otros por ser la izquierda radical y anticapitalista…
Yo la veo como un grupo de charnegos
avergonzados de serlo. Gente con dos apellidos castellanos, de los que de toda
la vida han sido catalanes de segunda,
porque los de dos apellidos catalanes han dominado siempre el establishment cultural y político y los
han despreciado. Era imposible llegar alto en el statu quo de allí (al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en
Madrid) sin ser “catalán viejo”. Esto es un hecho. La CUP es de creación
relativamente reciente; su área dominante, los cinturones obreros que rodean
Barcelona, era el bastión del PSC. Pero éste casi se ha desintegrado, como probablemente
le va a pasar al PSOE (cuando tus políticas económicas son de derechas, la
gente termina votando a la derecha de verdad). Y a los charnegos se les ha concedido
una oportunidad de ser “catalanes de verdad”: ser más independentistas que los nacionalistas catalanes de toda la
vida. Sólo siendo más papistas que el Papa los aceptarán, incluso podrán
alcanzar grados de estatus social que allí estaban vetados al típico Paco
Rodríguez López. Y así han surgido estos grupos asamblearios (que, por cierto,
han estado jugando con los votos de sus electores de una forma muy poco respetuosa,
por no decir muy poco democrática) que se dicen de izquierda, pero anteponen el
principio nacional a cualquier otra consideración ideológica. Eso no es ser de
izquierdas: la izquierda nacionalista para la que lo primero es la patria y
después viene la redistribución de la riqueza tiene otro nombre, conocido por
todos. Cuando tienes más en común con un pijo de CDC que con un obrero de Soria
o Almería, tienes que hacerte mirar esa supuesta ideología de izquierdas. Hay
algo enfermizo en una formación anarquista que cede todo poder al liberalismo bajo la promesa de que éste le proporcione
un Estado. Es demencial.
En cualquier caso, el problema es complejísimo. Lo cierto es que hoy en día
España no es una nación, se mire como
se mire. Una nación, como diría Ortega, es un proyecto común, y éste está totalmente resquebrajado, con independencia
de quién tenga la culpa –seguramente todos, centrífugos desleales y centrípetos
autoritarios–. Unos pretenden dinamitar lo que queda de esa muy dañada “comunidad
de sentimientos”; otros quieren imponerla como se impone el código penal, y eso
es imposible. Una nación es ante todo posibilidad
de futuro, no evocación del pasado, y lo primero que habría que preguntarse
es si España no es sólo una idea que parece estar más en el discurso de
Nochebuena del rey que en la conciencia de la calle. Si España ha de tener un
futuro, habrá que reconstruirla sobre una
base nueva. Los que quieren hacer como que aquí no pasa nada, y a lo sumo
parchear un poco una Constitución que está totalmente obsoleta, no van a
arreglar el problema, que es ya crítico. Hay que reformular el concepto de España (que no es ninguna
esencia eterna e imperturbable, sino, como toda realidad histórica, algo que
nace, crece, y si no se cuida, muere), y eso pasa por reescribir la Constitución. Los que se niegan cerrilmente a ello, un
día se levantarán y verán que Cataluña se ha ido. Sin más. Porque no es cuestión de legalidad, sino de fuerza.
Y Cataluña la tiene: aporta el 19% del PIB. La invocación de la ley es inútil
llegado cierto momento, porque para el Estado que sufre el desgajamiento
la secesión siempre será ilegal, pero será perfectamente legal para el Estado
emergente. De acuerdo al derecho, los EE. UU. seguirían formando parte del
Imperio Británico. La historia se hace así, no por lo que digan las leyes; la “constitucionalidad”
nunca ha sido un principio que haya regido su curso. Una ley no vale porque sea ley, sino porque hay un
poder capaz de hacerla cumplir. ¿Lo tiene España? La política es un
equilibrio de fuerzas que en condiciones de “normalidad” –un cierto equilibrio mantenido
en el tiempo– produce normatividad jurídica y ética. Pero ante un desequilibrio
prolongado, dicha normatividad se diluye; invocarla como algo sagrado, que se
da “de suyo”, sólo es una señal de impotencia.
Así que, por mucho que el problema catalán se haya alimentado en gran medida con falsedades (como la de los 16000 millones de euros que cada año salen de allí y no retornan, cifra mágica absolutamente inventada), la situación es la que es, y no se
va a arreglar mientras los catalanes no estén satisfechos con su estatus en
España. El tribunal de la historia lo constituye el poder, no la verdad. Y, ¿cómo
van a vivir a la fuerza en un Estado al que no quieren pertenecer, pudiendo no hacerlo? Un referéndum a
tiempo, con una fuerte campaña en favor de que votaran seguir unidos (como se
hizo en Escocia), probablemente hubiera tenido éxito, y el “plebiscito” del
27-S lo confirma; al fin y al cabo, perdió el independentismo, que ahora está gobernando en contra de la mayoría de
su población. Esa consulta, hecha legalmente por el Estado, es lo único que
muchos catalanes piden. No quieren tanto la separación como ser consultados al respecto. Sentirse interpelados.
Que todos los catalanes quieren la independencia es la ficción autocrática a
partir de la que una minoría está dirigiendo un proceso que no es más que una
huida hacia delante –con la comodidad que da, también hay que decirlo, el que
la mayoría unionista no abra la boca–. Pero el inmovilismo del Estado sólo juega en
favor del independentismo, y el tiempo también: cada año morirán más catalanes
que aún se sienten españoles (los viejos emigrantes) y seguirán saliendo de las
escuelas más jóvenes catalanes que no se sienten españoles en absoluto. ¿Cómo
vamos a pretender que sigan siéndolo? Hay que ofrecer un proyecto de
España que sea sugerente y dé esperanzas de futuro. Eso es lo que ahora mismo
tienen varios millones de catalanes (un proyecto sugerente de Estado catalán),
aunque estén –como lo creo– engañados en cuanto a la viabilidad de su plan. Pero
el caso es que tienen algo por lo que
luchar. ¿Qué ofrece España, mientras tanto? ¿El relato de su grandioso
pasado? Aquí nadie construye un relato, una narrativa que incardine identidades
y voluntades; nadie pone sobre la mesa un proyecto convincente. Y desde luego,
las dos lacras de este país, PP y PSOE, nunca lo harán. Otros, quizá. Pero
seguir intentándolo con lo que siempre ha fallado es propio de una población
cobarde y tutelada, que se mueve por pura inercia y ha rechazado toda
responsabilidad sobre su propio destino. Estamos ante la hora decisiva de
replantearnos nuestro marco constitucional, nuestro modelo social, instituciones y
hasta símbolos comunes (a lo mejor habría que crear una nueva bandera y un
himno, pues los actuales no unen a todos los
españoles). Si desaprovechamos la ocasión no es que nos vaya a ir mal; es
que lo que hemos entendido como “España” va a desaparecer. Porque ciertamente, sin
Cataluña, España no es sostenible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu opinión, ¡gracias!