Quien ha proyectado sobre un mismo objeto (que bien podría ser una persona; en este sentido, es el objeto más poderoso que hay) su deseo durante largo tiempo, quedando éste embargado, sin retorno al sujeto, y por tanto ha quedado sometido a dicho objeto –y esto quiere decir privado de libertad (pues ésta es la desvinculación del objeto, la capacidad de redirigir el deseo a nuevos objetos) y también de felicidad (en la medida en que el objeto no era conseguido y por tanto el deseo estaba enajenado)–, y después de tanto tiempo comprende al fin que el objeto en cuestión está perdido para siempre, se ve preso de la máxima desesperación. Porque la enorme inversión hecha se ha perdido, y por tanto la vida se ha desperdiciado; el no retorno del propio deseo se convierte en una pérdida total de sí mismo, una desidentificación absoluta. Pues somos deseo antes que intelecto, dado que el intelecto, al conocer su objeto, no queda retenido en éste, sino que de hecho crece, y puede extenderse a cualquier número de ellos; pero el deseo se queda ligado al objeto y tiende a concentrarse en él, y no a extenderse a otros.
El largo camino de vuelta a sí del sujeto, que ha quedado perdido en la irrealización, pasa por la recuperación de la carga desiderativa invertida, pero esto es extremadamente difícil, pues ésta ha de regenerarse, y su pérdida, de hecho, inhibe esa regeneración, entrando en un un círculo vicioso. Cuando se pierde lo que ha sido el centro de todo deseo –cuando se constata que se ha perdido–, se pierde el deseo mismo, sin el cual es imposible la recuperación, por lo menos durante tanto tiempo como aquél estuvo invertido. Uno sólo era "uno mismo" en la síntesis de sí mismo y del objeto con el que se identificaba (pues todo desear profundo supone identificarse con la cosa que investimos con nuestro deseo), y ahora, escindido, ya no puede ser ni siquiera lo que es, porque esa carga se ha perdido, como el tiempo que somos y que hemos gastado con ella. En cuanto que la voluntad es la combinación del intelecto y el deseo, también ésta se ve mermada, inoperante, sin capacidad de enfrentarse a lo que debería para superar el impasse. Toda aspiración y hasta la capacidad misma de querer otra cosa se pierden y se recae en la nostalgia por aquello que no volverá y en lo que vemos reflejado lo que pudimos ser y que ya nunca seremos.
La vida despojada de voluntad carece de sentido, porque el sentido es precisamente la meta determinada por ella; pero ahora, carente de fuerza, aunque puede poner medios, ya no puede, no sabe, establecer fines. Por eso confunde el querer con el recuerdo e intenta sacar del pasado una orientación para el futuro, recayendo una y otra vez en una impotente melancolía. Sin la impresión de estar dando pasos en una dirección, avanzando hacia algo, todo se convierte en repetición. Y estar atrapado en la repetición, en un bucle del que no se ve salida, porque se da la paradoja de que no se quiere querer nada, salvo aquello perdido, es la pura agonía.
© D. D. Puche, 2016
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