I
La filosofía, que en otro tiempo definió su papel frente a la religión, debe hoy definirlo frente a las ciencias. No porque se oponga a ellas, por descontado –y en la medida en que algún “filósofo” lo haga, sólo está haciendo el ridículo más espantoso–, sino porque tiene que demostrar su carácter específico e irreductible frente a un saber demostrativo que, unido a exigencias institucionales y productivas, pretende reducir toda forma de conocimiento legítima a su propio ámbito. Así, la filosofía se ve hoy en la difícil y peligrosa situación de tener que enfrentar el lógos –que de un modo ya de por sí un tanto legendario opuso en sus orígenes al mito– al lógos mismo. E insistamos en ello: esto sólo puede significar, si no hemos de caer en absurdas mistificaciones, que ha de mostrar cómo la razón no se reduce únicamente a la razón instrumental que el actual monopolio intelectual impone por doquier. Pero es un camino muy arduo éste, pues supone enfrentarse a la casi imparable inercia del mundo actual y, además, tener que guardar distancias con los incómodos compañeros de camino (pensamiento filosófico dogmático, reacción intelectual filoteológica, paraciencias de todo tipo, vendedores de paz espiritual y realización personal) que, anunciando algo parecido, únicamente quieren destruir el pensamiento racional o saltar gratuitamente por encima de sus límites.
La tarea de la filosofía, sin embargo, radica en mantener abiertas las vías de un pensamiento que no se deje reducir a lo cuantificable, y ello sin caer en el pozo de lo irracional y arbitrario. Ello supone moverse en los límites de la razón misma, en la región especulativa donde ésta amenaza con perderse, allí donde se aproxima a lo otro de sí que para ella resulta inefable y tan sugerente y peligroso como el canto de las sirenas –pues atrae a la razón de tal modo que, sin las debidas precauciones, terminaría por destruirla–. La filosofía es ante todo, así pues, autocrítica de la razón, defensora de su plurivocidad; pero también ha de oponerse firmemente a la intromisión de cualquiera de esas “razones” en los ámbitos que no les corresponden.
II
El principal problema con el que se encuentra la filosofía en el presente (un presente que se prolonga ya desde hace cosa de un siglo, que es a lo que estrictamente deberíamos llamar “filosofía contemporánea”) es su progresivo vaciamiento de contenido, debido a la emancipación de las ciencias. Si en otro tiempo “filosofía” fue sinónimo de “ciencia”, y los científicos se presentaban a sí mismos como “filósofos de la naturaleza” –así, por ejemplo, Newton–, tal cosa no es ya posible. Primero la escisión de las ciencias naturales del conjunto de conocimientos teórico-prácticos que formaba la filosofía, y después la escisión de las ciencias sociales, han dejado a la filosofía como la madre (viuda, por lo demás, de la religión, desde el momento en que se constata la muerte de Dios) cuyas hijas se han ido de casa y a la que ya sólo le queda hablar sola o desempolvar viejos álbumes de fotos del pasado, cuando sus hijas aún eran pequeñas y dependían de ella. Cuando todos los saberes empíricos se han desvinculado ya de su proyecto integrador, y teniendo en cuenta que todo saber pretendidamente “puro” acerca de lo real (excepción hecha, por supuesto, de lo lógico-matemático) ha sido desterrado del acervo científico, la filosofía queda obsoleta. Durante algún tiempo se la ha respetado, por decirlo de algún modo, y se le ha concedido aún un papel –más honorífico que otra cosa– como “matriarca de las ciencias” (emérita ya, por supuesto) y legitimadora académica de un determinado modelo sociopolítico al que aún le convenía respetar su existencia para dar cuenta de su carácter “humanista” y “racional”.
Ahora bien, dicho modelo está en proceso de liquidación y con él la propia filosofía, cuyo destino estaba atado en corto al de aquél tras el descrito vaciamiento de contenidos científicos. Y así es como, con la implantación definitiva del actual modelo tecnocrático de sociedad (consumación del descrito por Weber y por la Escuela de Fráncfort), regido exclusivamente por criterios mercantiles, la filosofía se muestra como algo totalmente inútil y es desalojada no sólo del ámbito científico, sino hasta del académico.
III
La filosofía, desde sus orígenes, ha tenido siempre tres ejes discursivos: 1) el ethos, o dimensión individual, esto es, la reflexión acerca de la conducta correcta, virtuosa o simplemente exitosa; 2) la polis, o dimensión colectiva, a saber, la reflexión sobre el gobierno de la comunidad con la mirada puesta en el bien común o cuanto menos en el mantenimiento de la estabilidad, o incluso del poder; 3) la phusis, o dimensión objetiva, es decir, la reflexión sobre la realidad y el lugar que el ser humano ocupa en ella.
Naturalmente, estos ejes jamás fueron independientes: el primero, o sea, el ético, no puede desvincularse de la comunidad sólo dentro de la cual tiene sentido; de la misma forma que el segundo, el plano político, no puede ser ajeno a consideraciones morales ni tampoco –no para un griego, desde luego– a la naturaleza humana y del mundo en general; por último, el tercer eje, que podríamos llamar ontológico, tampoco es comprensible al margen de los horizontes psicosociales y tecnológico-culturales desde los que semejante interrogar se lleva a cabo. Individuo, colectivo y naturaleza son inseparables para la filosofía griega, al menos hasta la segunda mitad del siglo V a. C. Después, la gran filosofía ática (Sócrates, Platón y Aristóteles) no será otra cosa que el intento de cerrar la herida, la escisión producida entre aquéllos por las transformaciones socioeconómicas y políticas de la época y elaborada teóricamente por la sofística –que por eso es vista como la “exterioridad” a la filosofía, y no como una teoría filosófica más–. La filosofía siempre ha pensado la unidad perdida, si bien no necesariamente como una identidad originaria, como el pensamiento posmoderno en general insiste en decir (lo cual es cierto solamente para ciertas formas de filosofía, y no precisamente para la platónica, a la que siempre se le atribuye ese empeño). El reconocimiento de las diferencias dentro de esa unidad ha sido históricamente un motivo teórico tan importante como la aspiración a ésta, que ha de entenderse en términos de relación, y no de mera asimilación.
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© David Puche Díaz, 2017.
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