Decía Aristóteles que la virtud se halla en el justo medio entre los extremos viciosos, y nuestros medios de comunicación, nuestro sistema cultural y educativo, los opinadores profesionales, y por supuesto los políticos parecen coincidir de forma más o menos unánime en que en el mapa ideológico el justo medio virtuoso ‒el que, por tanto, conduce a la felicidad‒, es el liberalismo económico, único sistema que ha logrado implantar derechos, libertades y justicia en los países en que ha triunfado, frente a los delirios políticos de “los extremos”, el fascismo y el socialismo, que al negar el libre mercado y al individuo (y su “sano egoísmo”) han conducido a distintas versiones del totalitarismo. Se cumple así en la política, como en todo lo demás ‒parece una verdad de alcance ontológico‒, que los extremos se tocan, mientras que, entre ellos, equidistante, algo se mantiene limpio y reluciente, impoluto de vicio.
Esta imagen, que constituye un sobreentendido
sociocultural que cuesta enormemente hacer que alguien se replantee, es tan falsa como necesaria para mantener la
ilusión que el liberalismo económico produce de sí mismo como único sistema
racional frente al que sólo queda el horror. La idea de que el liberalismo
está cercado por dos ideologías que son sus enemigas, la fascista y la socialista,
encubre la falsedad de nuestro modelo socioeconómico y político. Habría que
preguntarse qué extremos son los que en
verdad se tocan; en realidad, el liberalismo y el fascismo son, de consuno,
uno de los dos extremos, frente al
socialista. Lo que diferencia al liberal del fascista (o del nazi, que tanto da)
no es algo cualitativo, profundamente ideológico, sino una cuestión únicamente de grado: el liberal es un fascista que
se mantiene en perfil bajo cuando la economía va bien y los beneficios se pueden
repartir más, fase en la cual las libertades y derechos son tolerables y hasta
necesarios como parte del sistema productivo (pues activan la economía y producen
más beneficios); el fascista es ese mismo liberal ‒uno de ellos, en todo caso‒ cuando
la economía falla, y entonces se exalta, y quiere recortar inmediatamente
derechos y libertades porque van contra el bienestar… de su clase social, se
entiende.
Lo que diferencia, en el fondo, al liberal del fascista
“de corazón” es tan sólo que este último no ha cobrado consciencia de lo anterior (“no lo
saben, pero lo hacen”); en cuanto lo hace, nada cambia ‒véase la Transición española‒,
pero al menos es más honesto consigo mismo, se cree menos su propio discurso ‒ironiza
más al respecto‒, y se comporta claramente como el oportunista que es.
Esa convertibilidad,
rápida y fácil, del liberalismo en fascismo ‒y viceversa‒, es lo que ocurre hoy
en día y explica el extraordinario auge de la extrema derecha en Europa y
Estados Unidos, que tanto sorprende a los incautos. Un fenómeno social surgido
al calor de la crisis económica (que ya en sí misma no ha sido otra cosa que
una ofensiva neoliberal, un proceso de concentración de capital en
el contexto del cambio de peso en la economía global de estas regiones del
mundo, frente a nuevas potencias, especialmente China), que hace que el vecino,
el compañero de trabajo o el cuñado, “conservadores” de toda la vida ‒lo mismo
hasta “socialdemócratas”‒, de repente se hayan transformado en unos sujetos
ultranacionalistas y xenófobos. El fascismo, en los años treinta como hoy, es
la ideología de la pequeñoburguesía (o simplemente de la clase media que ha
dejado de serlo) que se siente amenazada por el Otro. Es la articulación política del miedo. Por eso
las grandes fortunas no suelen ser fascistas; el capital es liberal, se ve
libre de ataduras y no siente miedo del que llega en patera. No. El capital flota
cual aceite por encima del fascismo, del cual se aprovecha, cuando no lo
fomenta. Le viene bien (como a la Iglesia), siempre han trabajado bien juntos.
Lo que no le viene bien, la única amenaza que puede hacerle sentir miedo ‒poco,
en estos tiempos‒, es el socialismo. Es el único que alguna vez le ha hecho
daño. El fascismo, nunca.
No hay mayor enemigo de la democracia y de las libertades
que el capitalismo financiero, cuyo heraldo es el neoliberalismo que empezó una
campaña de deconstrucción del Estado de Bienestar en los setenta y no ha hecho
sino ganar batallas desde entonces (le queda poco, de hecho, para ganar la
guerra). Éste, desde sus medios de
comunicación ‒pues prácticamente todos son suyos, incluso los más
progresistas‒, think tanks y lobbies, crea la opinión pública, y
consigue hacer todo lo que quiere con una población a la que constantemente se
asusta con “el lobo”, que por lo general es el socialismo, siempre acechante
para “robar al trabajador sus ahorros” o “nacionalizar su pequeña
empresa” (expropiaciones que, por otro lado, suele llevar a cabo el banco
capitalista). Es curioso que todavía hoy el capitalismo tenga que justificarse
ideológicamente criticando un sistema socioeconómico que parece haberse hundido
definitivamente hace ya más de veinticinco años; quizá lo lleve a ello el temor
de que pueda resurgir como la alternativa
lógica a sus prácticas de explotación; pero no deja de ser elocuente que,
habiendo en el mundo problemas como los que hay, existiendo regímenes con una absoluta
ausencia de derechos humanos como el Saudí (aliado natural de los oligarcas
capitalistas), dándose una flagrante conculcación del derecho a la vida digna de
decenas de millones de personas en países como EE. UU., siendo partícipe la UE
(junto al anterior) en mortíferas guerras de invasión por intereses
geoestratégicos ‒como las de Afganistán, Irak o Siria, por citar sólo las
últimas‒, habiéndose dado el régimen turco un autogolpe de Estado para
justificar la abolición de facto de la democracia, con todo esto y más, no se
hable sino de Venezuela, Cuba o Corea del Norte, países cuya peligrosidad para
terceros es nula, y de los cuales ni nos acordaríamos si no fuera porque se ha
decretado pintarlos como un “Eje del Mal” que amenaza la paz mundial. Sin embargo,
ésta no conoce amenaza mayor que el FMI o los próceres que se reúnen en Davos
todos los años para decidir cómo van a seguir expropiando el trabajo colectivo
y programando la opinión pública más de lo que ya lo está.
Aun así, mucha gente se pregunta por qué hay quien
defiende el socialismo, esa “ideología mortífera”, causante de “más de cien
millones de muertos” (¡esa cifra sin pies ni cabeza!), mientras que hasta hace
relativamente poco tiempo parecía haber cierto reparo en presumir públicamente de
ser de derechas ‒no digamos ya de ser fascista‒. Esto revela que la
manipulación no ha calado hasta el fondo, pese a todos los empeños contraeducativos del neoliberalismo. “¿Por
qué defienden esa ideología liberticida, con los estragos que ha causado?”, se
preguntan tantos señores y señoras bienpensantes. La respuesta es sencilla: porque
se sabe que el socialismo no defiende en la
teoría lo que algunos han hecho en su nombre en la práctica, mientras que
el liberalismo sí coincide con lo que
hace el capitalismo ‒y los resultados no son menos horribles‒. El dicho de
los países exsocialistas, “lo malo es que nos mintieron sobre el comunismo, lo
peor es que nos habían dicho la verdad sobre el capitalismo” sigue cumpliéndose
el día de hoy, en que amplios sectores de esos países evocan los “tiempos
mejores” del socialismo, que garantizaba las necesidades materiales, la
seguridad y unos servicios de calidad, frente a la libertad y la igualdad en la más absoluta pobreza que ha traído
el capitalismo, cuyos estándares de vida son altos sólo en ciertas regiones del
mundo (sedes de las multinacionales); para el resto sólo queda la ruina de ser
proveedor de materias primas y mano de obra barata, la cual no llega a ver ni
de lejos la cacareada redistribución de la riqueza a través de la “mano
invisible” del mercado. Países que expolian y países expoliados, eso es todo lo
que hay. Y de puertas adentro, lo mismo: el capitalismo dice ser la defensa de
la propiedad privada, pero la expropia
cuando quiere de maneras siempre legales, porque hace la ley para favorecer
(hasta para forzar) esas coyunturas.
Violencia estructural, muy distinta de los tanques soviéticos en Praga, pero
igual de efectiva.
La historia del capitalismo es una historia de horrores
inconcebibles, de una violencia
originaria ‒que de “estructural” no tuvo nada‒ que sólo la historia ha cubierto
con una capa de indulgencia y olvido. Critica ferozmente que el socialismo, en
su fase inicial, haya recurrido a la violencia para conseguir objetivos
estratégicos (como la colectivización de los medios de producción en los países
socialistas, que difícilmente podría haber sido pacífica, y que fue imprescindible
para alcanzar altos estándares de vida posteriores), pero no hay nada atroz que no haya hecho para llegar a triunfar. Sin el colonialismo
no podría haber existido, lo que quiere decir que explotó y esclavizó continentes
enteros (África, Asia, América Latina) durante varios siglos para levantar su
riqueza y poner en marcha el mercado internacional, que necesitaba inmensas
acumulaciones de capital imposibles de producir en las metrópolis. La Revolución
Francesa, de la que el liberalismo se siente tan orgulloso, fue un baño de sangre
al que siguió el Terror (los primeros “terroristas” fueron los liberales
vencedores sobre el Antiguo Régimen) y acontecimientos como la Guerra de la Vendée, el primer
genocidio moderno (más de 100.000 muertos civiles). Las Guerras del opio ‒de
las que nace el HSBC‒ o las Guerras bóeres son sólo dos ejemplos de cómo se
forjó un imperio capitalista como el británico, con procedimientos que a la
larga costarían decenas de millones de muertos (de los que la “historiografía
popular” o “periodística” no habla nunca). Genocidios como el de los belgas en el
Congo (ocho millones de muertos) son equiparables al Holocausto judío, pero
parece como si nunca hubieran ocurrido ‒salvo si vives en África, claro‒. Lo
mismo vale para los franceses, que mataron al 15% de la población de Argelia
a partir de 1945. Hambrunas como la propiciada por los británicos ‒una vez más‒ en
Bengala (más de tres millones de muertos) en 1943 son equiparables al Holomodor
ucraniano, pero mientras que se habla de genocidio en este último caso ‒y se
cuenta entre los “cien millones de muertos” del socialismo‒, se atribuye a un “error
de planificación” en el primero, y en todo caso, nadie diría que “el
capitalismo asesinó a tres millones de indios”. Del socialismo sí se habla en esos términos, mientras
que los horrores del capitalismo parecen siempre meras catástrofes naturales. Éstos
son sólo un puñado de ejemplos muy representativos, pero los
siglos XIX y XX están atestados de otros similares; y eso por no incluir en el
haber del capitalismo las dos Guerras Mundiales, causadas por el agotamiento
económico de las potencias capitalistas.
No debería, así pues, sorprender a nadie que en períodos
de incertidumbre el capitalismo derive en fascismo, siempre en la forma de un
“rearme moral” de la sociedad liderado por algún iluminado carismático que dice
ir contra las “élites económicas” (de entre cuyas filas perfectamente puede haber
salido, a las cuales sirve en cualquier caso) y habla de superar el “relativismo
moral”, la “decadencia”, el “olvido de nuestro pasado”, etc. Pretende
refundarlo todo… para dejarlo como estaba. El
fascismo es la puesta a punto del capitalismo cuando éste ha entrado en insolubles
espirales de improductividad por sobreabundancia ‒la cual hay que destruir‒; es el botón de Reset del
capitalismo cuando éste asume que se ha vuelto altamente inestable y que las
élites económicas podrían perder el control en favor de un nuevo sistema de
organización. El fascismo es parte del
plan, algo tan sistémico como las
propias crisis recurrentes. Por eso en la Alemania nazi, teóricamente antiliberal
‒y los liberales, en un alarde de cinismo, no dejan de decir que el fascismo,
al fin y al cabo, es socialista‒, los grandes grupos económicos alemanes salieron
claramente reforzados (Porsche, BMW, Bayer, Hugo Boss, Thyssen, Krupp, Allianz,
Siemens, o la Volkswagen, creada por el propio régimen). El fascismo es el brazo de hierro del capitalismo contra su propia
población, cuando teme que ésta se rebele contra la explotación.
Por eso vuelve ahora con fuerza; de ahí el terrible auge
actual de la extrema derecha, de los nacionalismos (centrípetos y centrífugos, no
importa mucho) y del integrismo religioso (hablo ahora del cristiano, no del
islámico, que por cierto hunde sus raíces en lo que el capitalismo hizo en
Oriente Próximo y Medio durante la Guerra Fría). A los menos inteligentes, que
son la mayoría, se les ha vendido la pretendida “crisis de valores” del mundo
actual como causa de todos los males, de los cuales sólo se podrá salir con el
violento regreso a estándares de vida del pasado. Al parecer, los inmigrantes, el
aborto o la homosexualidad han provocado la crisis económica, y no las
prácticas bancarias y las desregulaciones públicas. Millones de personas lo
creen así, y reaccionan contra los “males seculares” responsabilizándolos de su
malestar ‒igual que en los años treinta se hizo con los judíos‒, pero éste lo
causan, en realidad, los mismos que los azuzan contra terceros para desviar la
atención de sí mismos.
El mundo entra en una nueva fase, la del “capitalismo
autoritario” o “posdemocrático”, en la que a las potencias occidentales se les han
sumado China y Rusia y otros actores menores. El escenario histórico es nuevo,
pues nunca antes el mundo había estado globalizado como lo está ahora, tan
comunicado e interdependiente; no se pueden hacer comparaciones fáciles con el
período de las Guerras Mundiales, pero existen analogías nada tranquilizadoras.
De momento, una nueva Guerra Fría y nuevas formas de macartismo están en marcha;
en las naciones occidentales, antes orgullosas del Estado de Bienestar, las libertades
retroceden al mismo ritmo que la calidad de vida, si no más deprisa. Y como arrastrados
por un instinto gregario, por algo salvaje y atávico, grandes sectores de la
población están de acuerdo con esa bajamar de la libertad. El fascismo vuelve a llamar a la puerta; da mucho miedo pensar en lo
que está por venir. Tanto más cuanta más consciencia se tiene de hacia dónde
van las cosas. Veremos repetirse acontecimientos que creíamos que eran historia
y advertencia para las generaciones futuras, porque la memoria histórica no existe y todo lo malo regresa.
© D. D. Puche, 2017.
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