Hay que diferenciar con cuidado dos cosas que a menudo se
confunden: una es la posmodernidad,
que es el período histórico en que vivimos, con unas determinadas características
socioculturales derivadas del modelo político y económico vigente; de hecho, la
posmodernidad (concepto, en rigor, intelectual y artístico) es el correlato, y
sería más preciso hablar así en general, de “capitalismo avanzado” o “capitalismo
tardío”, aunque no hay denominaciones que convenzan a todo el mundo ‒el objeto
histórico está demasiado cerca para verlo suficientemente en perspectiva‒. La otra
cosa es el posmodernismo, un modo particular
de vivir la posmodernidad que se hace eco de una serie de temáticas y enfoques
para criticar ciertos elementos de la tradición y la conciencia occidentales (normalmente
bajo el rótulo de “la modernidad”) y defender, consecuentemente, maneras
alternativas de articular nuestra existencia. Así, todos seríamos “posmodernos”
‒eso no se elige‒, pero sólo serían “posmodernistas” aquellos que vindican una
forma de pensar que, a trazos gruesos, podríamos identificar con los planteamientos
teóricos de Foucault, Lacan, Deleuze, Derrida, etc. Esta filosofía ‒o,
simplemente, forma de pensamiento‒ es reconocida a menudo como “post-estructuralismo”
o incluso “neo-nietzscheanismo”, aunque estas etiquetas sólo valdrían para algunos
de los miembros de esta corriente. En cualquier caso, dentro de los
posmodernistas yo haría otra distinción, esta vez entre los autores que
desarrollaron este estilo de pensamiento y sus “seguidores”, aquellos que se
identifican con él y lo mantienen como base de su discurso, sin haberlo llevado en lo esencial más lejos de donde lo recibieron.
Este último grupo constituye hoy el sedimento teórico
dejado por el posmodernismo, que fue una radical forma de enfrentarse a lo
establecido en la Academia de los años sesenta y setenta (y todavía algo en los
ochenta), pero ha terminado siendo totalmente
asimilado por ésta. De hecho, en las ciencias sociales y humanas constituye
la base implícita (como poco) del discurso académico estándar, y eso desde los
noventa ‒cuando los que habían sido alumnos de aquéllos llegaron a la cátedra,
y con ello oficializaron un discurso que iba contra toda forma de oficialidad y
normalización‒. Como dice Jameson, el posmodernismo es la “lógica cultural
del capitalismo avanzado”. Y es cierto: las características del posmodernismo
son exactamente las de una “ontología del mundo neoliberal”, reflejo teórico de la volatilidad del capitalismo
financiero (aunque en general sus defensores sean de izquierda y denuesten dicho
capitalismo; al parecer no lo saben, pero
lo hacen, y es curioso que no lo sepan, porque resulta demasiado obvio) que reafirma lo plural, divergente,
fluido, mutable, etc., frente a lo estático, sólido, identitario y demás. O
sea, las características socioeconómicas del mundo globalizado del capitalismo tardío.
Lo que el posmodernismo reclama es lo que
el neoliberalismo ya de por sí persigue; por tanto, no es su crítica, sino su explicitación, aunque lo sea desde la
mala conciencia. Cuando se produjo la transición generacional antes mencionada,
el estructuralismo y el materialismo cultural (de origen epistemológicamente
marxista), que habían logrado una comprensión profunda del funcionamiento del
mundo y de la interrelación de sus fenómenos, fueron desprestigiados (¡por “obsoletos”!)
y reducidos a minoría teórica en la universidad por poderosas influencias institucionales
y culturales, y en su lugar se colocó un modo de pensamiento, no cabe duda, muy
sugerente ‒el cual permitía a sus partidarios
mostrarse “radicales” y “muy críticos” con el sistema‒. Así se sentaron las
bases de la nueva epistéme (en el
sentido foucaultiano del término) o paradigma intelectual, que pronto saltaría
a otros ámbitos.
De esta manera el nomadismo, la búsqueda de micropoderes y
la deconstrucción (etc.) se convirtieron en la forma de estar contra lo
establecido y a la vez de moda. Esta rebeldía teórica socialmente canalizada ha
desmontado más oposición al sistema que cualquier propaganda neoliberal, y ha
dejado un poso tan denso en la cultura y el lenguaje que disolverlo es
prácticamente imposible, pues ‒al contrario que cualquier otra filosofía
anterior, y aunque sea en un nivel básico, “divulgativo”‒ se ha convertido en tópico de la cultura de masas. El discurso
posmodernista en la universidad (junto con una de sus grandes influencias, la
Escuela de Frankfurt) dio nacimiento a los “estudios culturales”, que
finalmente terminaron por calar fuera de ella, convirtiéndose en la koiné de dicha mass culture. Es lo que llamo la vulgata posmodernista. Estas nuevas “pragmáticas discursivas” abogan
por cualquier lucha transversal que no implique tocar lo vertebral, lo
económico: género, sexualidad, identidad nacional o étnica, poscolonialismo, estética,
ecologismo, discurso y textualidad, etc. Lo esencial es que todos estos “discursos
sectoriales” (cuya “interdisciplinariedad” es más retórica que real) no cuajen
en uno único y potente, en una filosofía sólida o al menos una Weltanschauung que los unifique, y con
ellos a los los sectores sociales que representan ‒aunque sus intereses, por
otro lado, seguramente sean inconciliables‒. Para ello el establishment cultural ya se encargó de declarar anatema el
materialismo (en las ciencias sociales y humanas) y convertirlo en cosa de outsiders,
de “viejos marxistas trasnochados” o “burdos reduccionistas”. El posmodernismo
terminó convirtiéndose en la cultural
oficial de la izquierda posmarxista (o sea, de la socialdemocracia europea y
norteamericana), y hoy ya es la lengua franca de los universitarios y adolescentes
“intelectualmente comprometidos” y “movilizados”, que con toda su buena intención
adoptan acríticamente ese discurso (incluso procedentes del ámbito marxista o
anarquista más ortodoxo), el cual creen “lo último” (aunque tiene ya más de
cincuenta años, en un mundo que ha cambiado bastante desde entonces) y la clave
de la transformación social. Así, estos jóvenes viven en un proceso de (auto)deconstrucción
constante, son nómadas y plurales, irreductibles a la lógica de la identidad y
al pensamiento binario, no tienen ideología (que es cosa de viejos), y en
general son multi-esto y alter-eso y post-aquello, y adoptan palabras nuevas para
decir cosas viejas como quien se cambia de ropa. Carne fresca y predispuesta
para el mercado laboral, que exige de ellos precisamente
todo eso. La vulgata posmodernista ha
destruido las condiciones argumentativas en el mundo actual ‒sustituyéndolas
por lenguajes iniciáticos, privados, en los que no se puede discutir con “el
otro” porque no los habla‒, desarmando
todo discurso (y por tanto, toda práctica) fuerte.
De hecho, ése es el sentido del posmodernismo: desarticular cualquier discurso
teóricamente fuerte (porque eso ya sería una “imposición”) y producir multitud
de jergas que pasan por ser pensamiento “libre”, como si se pudiera ser libre
al margen de una adecuada descripción de las condiciones en que se piensa y habla.
Lo que la vulgata posmodernista hace, y muy bien, es
colar como discurso crítico el más absoluto irracionalismo.
Su principal empeño parece ir dirigido a hacer dudar de toda condición argumentativa
sistemática y coherente, como paso previo para vender un discurso que no se
sostendría en condiciones de estricta validación racional o empírica. De esta
forma, cualquier ocurrencia se abre hueco en la Academia y en esa proyección de
ésta al exterior que llamamos “la cultura”; tales ocurrencias pueden hacerse
pasar por mérito teórico y justificar el estatus intelectual como si se tratara
del trabajo de investigación más serio. La originalidad y la transgresión están
por encima de todo otro criterio, y los neologismos absurdos se pagan al kilo. Es
el diseño trasplantado al ámbito
discursivo, que al fin y al cabo es otro mercado más. En su trabajo de
deconstrucción de la razón, el posmodernismo se apoya sobre una premisa
implícita que revela su mala fe de fondo: “para que yo tenga razón, nadie ha de
tenerla”. Es decir, que para legitimar su propio discurso, por lo general vano
y hueco, artificio retórico que no aporta ningún conocimiento nuevo ni arroja
ningún tipo de reflexión mínimamente útil acerca de nada, tiene que empezar
sembrando la duda en relación a todos los demás. En realidad, quiere tener razón, pero no puede. Por eso
pretende que nadie la tenga. Si otros discursos son sólidos y describen
adecuadamente la realidad, en cualquiera de sus facetas, y conducen a
resultados distintos a los suyos, entonces el pensador posmodernista (que
quiere hablar, pero normalmente no tiene nada
que decir, y eso lo acompleja profundamente) tendría, haciendo caso de
Wittgenstein, que callarse. De ahí sus constantes intentonas de deslegitimación
de la ciencia y de la filosofía “moderna”, o “clásica”, o “dogmática”, que son tachadas
de formas de “violencia” sencillamente porque demuestran o argumentan
lo que dicen, y eso deja a aquél fuera de juego. Tiene que denigrar cualquier
ejercicio de racionalidad homologable porque, ciñéndose a ésta, siempre sale
perdiendo. Así que vive en esa relación contradictoria con lo racional, que
tanto más ansía cuanto más estigmatiza.
Su actitud recuerda el pasaje bíblico del juicio de Salomón, en el que dos mujeres se disputan un niño después de que una de ella haya perdido el suyo. La falsa madre, la que se quiere quedar con el hijo de la otra, está de acuerdo en que sea partido en dos ‒un criterio, además, muy “democrático”, como lo es el posmodernismo: “ni para mí ni para ti: las dos tenemos razón”‒ y se le dé una mitad a cada una. Mientras, la auténtica madre exclama que se lo quede la otra, con tal de que no lo maten. La falsa madre resume la actitud del posmodernista, que se ha desvinculado de la verdad; niega que ésta exista, y por ello hay que hacerla pedazos, no es más que un acto de violencia y disciplina. Todas las posturas son homogéneas, están al mismo nivel, repartamos legitimidades. La segunda actitud es la del desfasado e intelectualmente reaccionario defensor de la existencia de la verdad, de una verdad (que se podrá decir de muchas maneras, pero éstas tendrán que converger de algún modo), ya sea tildado de “cientifista” o de “metafísico” (tanto da) por la vulgata posmodernista. Porque tanto uno como otro son “platónicos”, en suma: preferirían, como la madre del juicio, no tener la razón, pero que alguien la tuviera y poder aprender de ello. Saben que sólo si conocemos bien la realidad ‒que es terca‒ podremos cambiarla, pero nunca si nos relacionamos arbitrariamente con ella.
Su actitud recuerda el pasaje bíblico del juicio de Salomón, en el que dos mujeres se disputan un niño después de que una de ella haya perdido el suyo. La falsa madre, la que se quiere quedar con el hijo de la otra, está de acuerdo en que sea partido en dos ‒un criterio, además, muy “democrático”, como lo es el posmodernismo: “ni para mí ni para ti: las dos tenemos razón”‒ y se le dé una mitad a cada una. Mientras, la auténtica madre exclama que se lo quede la otra, con tal de que no lo maten. La falsa madre resume la actitud del posmodernista, que se ha desvinculado de la verdad; niega que ésta exista, y por ello hay que hacerla pedazos, no es más que un acto de violencia y disciplina. Todas las posturas son homogéneas, están al mismo nivel, repartamos legitimidades. La segunda actitud es la del desfasado e intelectualmente reaccionario defensor de la existencia de la verdad, de una verdad (que se podrá decir de muchas maneras, pero éstas tendrán que converger de algún modo), ya sea tildado de “cientifista” o de “metafísico” (tanto da) por la vulgata posmodernista. Porque tanto uno como otro son “platónicos”, en suma: preferirían, como la madre del juicio, no tener la razón, pero que alguien la tuviera y poder aprender de ello. Saben que sólo si conocemos bien la realidad ‒que es terca‒ podremos cambiarla, pero nunca si nos relacionamos arbitrariamente con ella.
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© David Puche Díaz, 2017.
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Excelente crítica... [lo que viene es sólo para jugar (ya que el autor, según se ve, entro en el juego posmodernista]... !aunque no deja de comerse los pies¡ o dice alguna verdad diferente de argumentar contra-de.
ResponderEliminarBien, si quiere detallar cuáles son esas verdades, encantado. Seguramente haya mucho que corregir o matizar.
ResponderEliminarEsas verdades, o cuestiones prefiero decir, respectan acerca del mal moral, las ciencias y el contexto civilizatorio global (social, político y económico), con el fin de dimensionar el panorama de fondo sobre el cual hemos llegado a preguntarnos ¿Puede llegar a ser posible el desarrollo democrático sustentable en el panorama de la crisis global bajo el influjo del mal moral, en sus dos vertientes: a) político-económica: las fuerzas de la divergencia y la desigualdad en la distribución del conocimiento y las riquezas; y b) individual: la firma psico-energética de lo que denominamos patología de la distorsión? La relevancia de esta cuestión es evidente. Todos esos problema o cuestiones se enhebran armando la malla de nuestra actualidad, referirse a algo por separado, me parece, es ya una fragmentación o deconstrucción.
EliminarNo dudo de la relevancia de estas cuestiones, tal y como las planteas. Lo que no veo claro es la relación con este texto, del que, entiendo, dices que son sus insuficiencias.
ResponderEliminarTampoco las veo. No expresé que el texto era "insuficiente".
EliminarComo dije, me pareció una excelente crítica, es más, una lúcida lección. Sólo quisiera indagar esos principios de los que carece el posmodernista, a fin comprender mejor su pensamiento,más allá de su artículo. Entender si es que se halla más cerca de lo moderno, o de lo posmoderno, o sigue alguna interpretación dialéctica de estas épocas. A fin de poder entender mejor el hoy. Pues todo lo que se critica del posmodernista, si ha de tener un asidero histórico, es el síntoma concreto en el que se manifiesta hoy la tensión y la construcción que se da entre la conciencia y lo que decimos de la realidad.
EliminarEl escritor me encantó, me hizo reír y repensar. Delicioso! El sr Viguera es un ejemplo maravilloso para el Escritor.
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