Decía Guillermo de Ockham, monje franciscano
inglés de los siglos XIII-XIV, que “no se deben multiplicar los entes sin
necesidad”. Es la conocida como navaja de
Ockham, o también principio de
simplicidad. Quiere decir que, a la hora de explicar algo, la explicación
que recurre al mínimo número de elementos es la más fiable. Vamos, que no debemos
introducir complejidades en lo que queremos explicar, sino al contrario, simplificarlo.
Es el perfecto resumen del espíritu anglosajón, siempre sencillo, elegante y
pragmático.
Si usted no ha dejado de leer ya,
se estará preguntando a qué viene esto. Pues a qué va a ser. Lo de Cataluña. Se
hace difícil hablar de otro tema, aunque ahora mismo, por ejemplo, nos estemos jugando
el futuro de las pensiones, y aunque la corrupción del país ‒especialmente la
del partido en el gobierno‒ sea tal que el olor llega hasta Islandia, donde
algún pescador estará olisqueando el aire y preguntándose si se le ha olvidado
sacar la basura. Sin embargo, aunque se carguen las tintas sobre este asunto
(el catalán) para tapar otros, el caso es que es gordo, sin duda; está ahí y no
podemos obviarlo, así que volvamos al franciscano.
Formulada en términos políticos,
la navaja de Ockham podría sonar así: “no se deben multiplicar los Estados sin necesidad”.
Poca gente discutirá esto como principio, en abstracto. Lo cierto es que el
Estado ‒y esto lo dice un convencido partidario de su existencia‒ es un
mal menor. En un mundo perfecto no existiría semejante estructura monstruosa,
pero no estamos en un mundo perfecto, y para organizar nuestra conflictiva
existencia es mejor que haya un Leviatán como ése. Niveles administrativos solapados,
burocracia, impuestos, poder coactivo… todo eso es tan malo como necesario
para agrupar a millones de personas dentro de unos límites territoriales y que
la cosa funcione. Nos parecemos mucho más a un rebaño de lo que nos gusta
pensar, y el rebaño humano es inmenso, muy complejo y variado, mucho más que el
ovino y el bovino, así que hacen falta muchos controles y garantías. Hasta el neoliberal
más convencido, en realidad, no se imagina la vida sin organización estatal. Pero
la cuestión es: ¿se gana algo sumando más a los ya existentes?
Los independentistas catalanes hablan
de una identidad, unos símbolos y una tradición diferenciales ‒factores sin
duda importantes‒, y en lo emocional, se consideran menospreciados por el resto
del país (se supone que sus problemas los tienen con el Estado, pero no es
infrecuente que describan a “los españoles” como una horda neolítica de la que
más vale andar lejos). Es verdad que siempre ha habido ciertas fricciones, y
que lo del Estatut fue un error monumental
del PP, partido que además siempre ha sacado rentabilidad electoral de subir el
tono al hablar de Cataluña (al hablar,
no al actuar, porque luego le ha
concedido casi todo lo que le ha pedido). Pero no es menos verdad que hay un
victimismo terrible por parte del catalanismo. Si sus problemas fueran con el
gobierno central, no se explicaría muy bien por qué quieren romper con el
conjunto del Estado, pues ese gobierno cambia cada cierto tiempo. Y en
cualquier caso, la cosa viene de mucho antes: desde los ochenta, la estrategia
del pujolismo ha consistido en decir: “o nos dais más o nos vamos”. Y se les
dio. Ahora, con sus “infraestructuras de país” dispuestas, dicen que se van; el
motivo de la ruptura ‒Estatut,
autoritarismo español o lo que sea‒ suena más a excusa que a otra cosa. La
épica y los agravios con que se adorne ya son cuestión de cómo llenar Barcelona
cada 11-S. Es difícil ver tras el Procés
mucho más que esto: la región más rica de
España se quiere separar del resto
del país, más pobre (Madrid es más rica sólo nominalmente, como sede fiscal
de la mayoría de multinacionales). Lo de la
pela sale siempre a relucir, los famosos 16.000 millones, y parece tener
más peso que cualquier agravio. Que todo esto haya empezado en lo peor de la
crisis, con los severísimos recortes que hizo el gobierno de Mas ‒bajo la consigna
de “España nos roba”‒, y que Mas haya querido blindarse ante la justicia por
los dineros que se evaporaban en Cataluña ‒“en la república catalana los jueces
españoles no podrán tocarme”‒, no es casual. Con una juventud catalana educada en
que España es un país extranjero que los invadió en 1714, la bola de nieve es
imparable. Es sólo cuestión de tiempo: lo que no pase ahora pasará dentro de
cinco años, diez a lo sumo, cuando muchos catalanes “unionistas” hayan pasado a
mejor vida y los adolescentes de ahora puedan votar (de hecho, en su momento querían
adelantar la edad para votar en el referéndum a los 16 años, para ahorrar
tiempo). Es una batalla perdida.
Pero un nuevo Estado de siete
millones y pico de habitantes, creado en la actual coyuntura mundial, se va a
encontrar con problemas con los que no parecen contar. El sagrado éxtasis de
fundar una patria no deja pensar mucho a medio-largo plazo. Mismamente, la
pérdida estructural de un 4% del PIB que le pronostican a una Cataluña
independiente los economistas más
optimistas ya es un desastre. Un 4% es lo que ya ha perdido España durante
la recesión, cifra que se duplicaría allí en cuanto a pérdida de servicios y calidad
de vida. Quejarse de cómo “los españoles nos expolian” (¿ya no nos acordamos de
Duran i Lleida hablando de los extremeños y andaluces?) y luego decir que “bueno,
ese 4% no es para tanto, nos apañaremos”, resulta extrañamente contradictorio.
Desde luego, los famosos 16.000 millones ‒cifra no compensada con la balanza
comercial, que es absolutamente favorable a Cataluña‒ no se amortizarán ni de
lejos. Y no hay que fiarse mucho de lo que diga la UE, porque es verdad que hoy
dice que no y mañana dirá que sí la reconoce como Estado, pero para nacer, la
República Catalana tendrá que pedir créditos que la endeudarán por
generaciones. Le costará tanto más pagarlos cuanto que tendrá que derivar gran
parte de sus exportaciones a España a otros países, al probable coste de una
gran devaluación interna. Así que va a sustituir a un parásito (España) por
otros (acreedores internacionales), mucho más duros y exigentes a la hora de cobrar:
que le pregunten a Grecia. Porque no, la comparación no es con Dinamarca.
Dinamarca lleva varios siglos teniendo una de las rentas per cápita más altas
del mundo, conserva todavía hoy cierta importancia colonial (Groenlandia) y posee
algunas de las principales empresas tecnológicas y navieras del mundo. Cataluña
es una región económicamente potente, pero no tanto como presumen los
independentistas, y lo sería aún menos sin el respaldo del resto de España.
Las consecuencias para la España-sin-Cataluña
serían no menos dolorosas cuando perdiera el 15% de su población y el 18% de su
PIB. La cuenta está clara. Habría que ver, de todas formas, cuánto de ese PIB
se quedaría cuando empresas y administraciones españolas cambiaran de proveedores
a otros nacionales; y eso aparte de las más de trescientas empresas catalanas
que anuncian que se pasarán a este lado de la frontera si se produce la
independencia. No obstante, el golpe será tremendo. Por no hablar de lo
emocional, claro: la sensación de decadencia nacional sería difícilmente superable.
Si la pérdida de Cuba, que era una colonia trasatlántica, supuso lo que supuso,
la desmembración de la España peninsular sería letal para la conciencia
colectiva. Estaríamos hablando del final del país, porque a esa fractura le
seguirían otras.
Y todo esto en el contexto
globalizatorio en el que estamos, donde sólo unidades socioeconómicas lo más
grandes posibles pueden mantenerse a flote en el océano del capitalismo
financiero. EE. UU., China y la UE (además de Rusia y algún otro actor
internacional) dándose codazos por el Nuevo Reparto Mundial, y aquí, mientras,
regiones separándose y yendo a lo suyo… En fin, una catástrofe.
No, no deberíamos multiplicar los
Estados sin necesidad. Lo que está también claro, y quizá sea mérito de los
catalanes recordarnos, es que la España actual ‒pero no ya el régimen del 78,
sino la división administrativa hecha en 1833‒, está obsoleta. Entre los entes
que nunca fue conveniente multiplicar están esas entidades administrativas,
prescindibles gracias a comunicaciones y transportes como los actuales, a las
que nos referimos como comunidades autónomas y provincias. Si alguien con
cabeza se sentara en el Parlamento, el debate sobre esta reorganización estaría
sobre la mesa. Habría que pensarse muy seriamente una división Castilla,
Galicia, País Vasco-Navarra, algo parecido a los Países Catalanes, y quizá Andalucía, que tendría más
fundamento histórico y eficiencia que la actual diseminación de territorios. Y
junto a este debate, el de nuestro aproximamiento al país hermano, Portugal,
casi de espaldas al cual vivimos. Integrarse
en unidades cada vez mayores a la vez que se potencia, por abajo, el municipalismo:
no hay otro futuro que sea viable.
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© David Puche Díaz, 2017.
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