DOS ASPECTOS INSEPARABLES



Una serie de escritos recientes me han hecho ganar los calificativos de “cientifista”, “biologicista”, “determinista” y similares entre algunos lectores. En general, términos que se usan en círculos filosóficos o humanísticos para designar todo aquello que, en relación con las ciencias, no consista en a) un intento de fundamentarlas desde un punto de vista absoluto y privilegiado que le habría sido dado a la intuición del filósofo de turno, o b) en su defecto ‒y es lo más frecuente, porque lo anterior ya está comprensiblemente demodé‒, una crítica de las mismas (que incluye el sostener que “carecen de fundamento”), pues el ámbito humanístico cree que es su deber “criticar” lo tecnocientífico, tanto más cuanto más se ha alejado de su estudio y comprensión, salvo vagas reflexiones de tipo “ontológico” ‒esto es, desde posturas neorrománticas abstractas y (normalmente) pueriles‒. Discursos de filiación nietzscheano-heideggeriana pasados por el tamiz de la posmodernidad, que vienen a coincidir en que “la verdad no existe”, “las ciencias sólo son un relato cultural más entre otros”, “la técnica es una forma de violencia metafísica”, “la tecnociencia es la principal forma de ideología del mundo capitalista globalizado”, etc.

Bueno, yo los comprendo. He tenido mis veinte años, estaba en la facultad, y decía cosas similares. Todo el tiempo. Autocomplacencia absoluta, ignorancia de quien en realidad no aporta gran cosa a la sociedad ‒como son los que sueltan esas peroratas‒, resentimiento propio de la gente de humanidades, que se siente arrinconada (de hecho, lo está), así como la soberbia de pretender poseer el discurso “que pone a todos los otros en su sitio”. Está bien con veinte años, por qué no, y resulta estimulante para llegar, años después y con suerte, a realizar un trabajo teórico serio. A veces esa mezcla de ignorancia y soberbia es saludable. Pero con treinta, cuarenta, cincuenta años, seguir manteniendo esa pose de universitario ‒imposible evitarlo, lo sé, para quien nunca dejó la universidad‒ es síntoma de inmadurez intelectual. Recuerda, en cierto sentido, a las palabras de Gorgias en el diálogo platónico homónimo (aunque él descalificaba el todo, yo me ciño a una parte). Hay que superar el dominio del principio de placer y dejar que se imponga el de realidad. Y para ello hay que confrontarse con ésta.

Si me he ido escorando ‒desde posturas iniciales más cercanas al idealismo alemán y la hermenéutica‒ hacia un discurso en el que lo económico, tecnológico y biológico tienen un papel central, no es porque considere que no hay más verdad que ésa, o que la filosofía debe atarse en corto a estos ámbitos del saber para obtener de ellos su contenido. En absoluto. Es más, no creo ni que pudiera hacerlo, sin dejar de ser filosofía (y no mera epistemología). Más bien se trata de que las ciencias constituyen límites, unos “trascendentales” de la reflexión, dentro de los que ésta debe moverse. Proporcionan una demarcación gnoseológica y epistemológica ‒que ninguna filosofía, salvo la desarrollada por los científicos mismos, puede imponerles‒ que impide al pensamiento caer en extravíos intelectuales estériles (nuestra época tiene sus propias “ilusiones trascendentales”, no necesariamente relacionadas con los clásicos temas metafísicos); nos proporcionan un horizonte estable y valioso. Atan el discurso a la realidad ‒mediante la empeiría, necesaria brújula para especuladores a la deriva‒ y evitan dar vueltas en círculo a una filosofía que hace décadas que decidió que la realidad no le gusta, por lo que va a imaginarse la suya propia jugando a la autorreferencialidad, a confundir el mundo con la historia de las descripciones del mundo dedicándose a la reinterpretación de sus propios textos, donde se siente más cómoda.

El trato estrecho con esas disciplinas inserta a la filosofía en el mundo real y actual, la obliga a comprometerse con el presente y le da herramientas para plantear hipótesis sobre el futuro del ser humano en términos intelectualmente homologables; la hace salir de ese ensimismamiento estético en que se encuentra hace tanto tiempo. Semejantes “trascendentales”, como los llamaba, son a su vez históricos, es decir, no se trata de estructuras a priori del pensamiento, sino de construcciones a posteriori de éste, resultantes de la interacción y revisión de miles y miles de expertos (cabezas bastante mejor amuebladas de lo que la petulancia de cierta filosofía quiere admitir). Así, evolucionan para definir, en cada momento, estados de vigencia del conocimiento humano más allá de los cuales no podemos conocer ‒sólo especular, lo cual es válido siempre que se reconozca como tal y se apoye en una base sólida‒, y “contra” los cuales resulta ridículo ir. El espacio de inmanencia que delimitan, en constante crecimiento, genera múltiples problemata con los que el pensamiento puede (debe) ocuparse. Ése y no otro fue el espíritu de la filosofía en su cuna griega ‒y en su brillante resurgir moderno‒, que no se desentendía de la ciencia para “pensar”, sino que iba en paralelo a ella. No se nos olvide que los propios científicos eran los filósofos ‒aún no separados por la especialización contemporánea‒; pero una cosa era la contemplación (theoría) de la physis y otra las consecuencias que se extrajeran de la misma en relación a la rectitud de la vida humana (prâxis). El tiempo ha terminado por escindir ambos aspectos, y hoy el segundo está amenazado por la ilusión de que es independiente del primero. Pero la filosofía, es vital recordarlo para no perder el norte, no tiene contenido propio, no es un saber sustantivo, sino un modo específico de hacerse cargo de problemas brindados por el “mundo de la vida” y por otras ramas del saber. Reducirla a “cosa de letras” o “humanidades”, y en esa medida, enfrentada a las ciencias, es su suicidio intelectual. El camino más rápido, al parecer voluntariamente escogido, a la total obsolescencia.

Pero insisto, no quiero decir con esto que la filosofía deba limitarse a ser epistemología. No, la ciencia debe ser un constante referente de la reflexión, una fuente de información y problemas, un límite a las pretensiones de un saber que tiende a creerse independiente, pero nunca dotará a la filosofía de contenido. Éste es el contenido de nuestra experiencia, de nuestro mundo, y debe ser elaborado a partir de conceptos propios (lo “propio” de la filosofía no es su objeto, sino el modo de relación con él). Donde las ciencias describen, la filosofía propone, busca fines de la existencia que los hechos nunca pueden darnos. Es la reorientación de la razón ‒que así demuestra ser algo más que una función meramente adaptativa‒ hacia metas no causales. Descubre que hay exigencias que van más allá de la supervivencia y la comodidad, las cuales pueden ser descubiertas sólo cuando éstas están aseguradas. Constituye el ámbito del sentido (eso fue siempre la metafísica), que quizá tenga más que ver con la religión y con el arte (que la filosofía conceptualiza) que con la ciencia, circunscrita al ámbito de la verdad. Pretende comprender el kósmos, el orden, la totalidad (querer hacerlo al margen de las ciencias es pura vanidad), y con éste, cómo plantear nuestra vida, tanto en su aspecto personal como en su organización social.

No dan ya más de sí ni la actitud del antimetafísico ‒por “analítico” o por “postmetafísico”, que al final tanto da‒ que reniega del sentido esencial de la filosofía, ni la del pensador rancio que sigue creyendo que nuestra “situación espiritual” es la de un alemán de finales del siglo XIX o principios del XX (y que no ha superado, por tanto, el estado de cosas que vienen a resumir Heidegger, Thomas Mann, Benjamin, Zweig, etc.; algo que ni en Alemania interesa hoy, pero nosotros, como no lo hicimos en su momento, queremos todavía hacerlo: el deseo insatisfecho de la infancia que siempre regresa). Cuestionarnos nuestro modo de vida y sugerir otros nuevos: ése es el cometido de la filosofía, la teoría del sentido ‒del ser, de la vida, como se quiera‒, hermana de la ciencia (la teoría de la verdad). La primera no se puede reducir a la segunda (sus preguntas no son deducibles desde ella), pero pretender que exista al margen de o en rivalidad con ella es un complejo de superioridad ‒o sea, un complejo de inferioridad sobrecompensado‒ que se debe superar cuanto antes, sobre todo porque, si no, nadie le hará ya caso ninguno. Tanto los epistemólogos obtusos como los irracionalistas neorrománticos (por lo general, hermeneutas y posmodernos) son lados unilaterales de la filosofía, y como tales, perniciosos. Que cada cual purgue sus pecados de juventud, y para ello, que se incline ahora del lado que toque. Yo lo estoy haciendo. Normalmente, que te señalen tus complejos de superioridad suele provocar reacciones muy airadas, a la defensiva, pues nos recuerdan lo poco que esconden. Es un camino muy difícil. Discúlpenme si a veces mi gesto es vehemente. Pero no va contra nadie más de lo que va contra mí mismo.



 

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© David Puche Díaz, 2017.
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