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La
historia de la humanidad muy bien puede entenderse no como una sucesión de
reinos e imperios, guerras y conquistas, legislaciones, etc. (básicamente, una
suma de personajes y acontecimientos relevantes), sino, más sencillamente, como
la historia de la técnica, esto es,
del desarrollo instrumental humano en su relación con el medio que debe adaptar
para sobrevivir ‒y cuya adaptación a sí
constituye el campo antropológico,
frente al meramente biológico de la
adaptación al entorno‒. La utilización de materiales cada vez más eficientes (resistentes,
ligeros, baratos, etc.) y la producción y almacenamiento de cantidades cada vez
mayores de energía, es lo que sostiene el mundo
humano como una burbuja artificial dentro de la naturaleza (aunque dicho mundo,
en cuanto tal, debe guardar el mismo equilibrio ecológico con ésta que
cualquier especie orgánica mantiene de forma directa, “desnuda”). Ésta es la
constante tras todas aquellas variables ‒personajes, acontecimientos‒, lo que perfila cada edad, era o época tanto o
más que otros hechos sociales o decisiones políticas. A medida que la técnica
se desarrolla, la propia historia se “acelera” (o se ralentiza con ella, si es
el caso inverso), es decir, ocurren más transformaciones capaces de empezar algo “nuevo” en menos tiempo, lo que explica que
cada período en que dividimos la historia dure por lo general menos que los
anteriores. De hecho, el mundo contemporáneo ha experimentado los mayores cambios
de la historia debido al “boom
tecnológico” que comienza con la primera Revolución Industrial (RI), y las que han
venido después.
La
1RI (finales del siglo XVIII y primeras décadas del XIX) vino precedida por
adelantos como el telar mecánico, pero el desarrollo técnico fundamental fue
sin duda la máquina de vapor, que comenzó a sustituir el trabajo basado ‒desde
hacía milenios‒ en la manufactura y la tracción animal por la fabricación
industrial en grandes cantidades y el transporte de mercancías y pasajeros
mucho más rápido; el barco y el ferrocarril de vapor permitieron viajar en unos
tiempos antes imposibles y las comunicaciones y el comercio mundiales dieron un
salto cualitativo. La producción industrial consagró el capitalismo como
sistema económico hegemónico y fue el fin definitivo del Absolutismo, basado en
un modelo económico ‒con las relaciones de dependencia social que éste originaba‒
casi exclusivamente agrario. Con ello se produjo un inédito trasvase de
población del campo a las ciudades (poniendo en marcha unos movimientos
sociales, también inéditos, que reivindicaban alimentos, salubridad y derechos
laborales y civiles) y una explosión demográfica que retroalimentó la necesidad
de producción a escala industrial. El mundo nunca había cambiado tanto como lo
hizo en apenas cuarenta años; la fisonomía misma de Europa occidental y
Norteamérica se transformaron hasta hacerse irreconocibles.
Tras
unas décadas en las que no hubo grandes avances adicionales, y la situación
socioeconómica parecía estabilizarse en unos nuevos estándares, la 2RI (mediados
del siglo XIX-principios del siglo XX) trajo consigo un nuevo terremoto histórico. Todos los cambios
anteriores se aceleraron. Los motores de combustión interna ‒que permitieron la
aparición del automóvil‒, la amplia sustitución del carbón por el petróleo, el uso
industrial de la energía eléctrica, los comienzos ‒todavía muy rudimentarios‒
de la aviación, el teléfono y la radio, etc., permitieron ampliar enormemente
la escala de la producción y el transporte, y modificaron sustancialmente los
sectores laboral, científico y educativo. La producción en masa y el consumo crecieron
exponencialmente y se transformó el tamaño y las formas de gestión de las
empresas, lo que tuvo un inmenso impacto sociopolítico, que incluyó una
desconocida conflictividad social. La cultura de masas daba comienzo, aunque
todavía quedaba un giro adicional impensable en este momento… como lo fueron
las dos Guerras Mundiales que vinieron a continuación.
La
3RI no puede entenderse al margen de dichas guerras, o lo que es lo mismo, al
margen de la crisis de crecimiento a la que las anteriores revoluciones
tecnológico-económicas habían conducido, y de las subsiguientes transformaciones
sociales y políticas (expansión económica diferencial de naciones occidentales,
comienzo del agotamiento del modelo colonial, incremento de la presión
demográfica, carestía de ciertos recursos materiales y/o energéticos, etc.). Se
entra de lleno en ella durante la Segunda Guerra Mundial, momento del mayor
salto tecnológico conocido, y sigue su desarrollo durante los años cincuenta y
sesenta, momento de un crecimiento económico también sin precedentes. El desarrollo
de la energía nuclear (con usos tanto civiles como militares), la proliferación
de los vehículos con motor de combustión interna ‒con la correspondiente
dependencia creciente del petróleo, que ya empieza a verse como problema económico
y geopolítico de primer orden‒, la consolidación de la aviación como medio de
transporte, la aparición de la televisión, los comienzos de la informática ‒e
incluso de internet, aunque todavía esté “en pañales”‒, y otros avances, junto
con la mejora de salarios y derechos lograda por los trabajadores en Occidente,
así como el acceso cada vez mayor a la educación superior (necesario para
mantener el desarrollo científico-tecnológico y el correspondiente nivel de
gestión política y empresarial), establecieron nuevos parámetros sociales y
dieron una vuelta de tuerca a la cultura de masas, convertida ya en forma social estándar del mundo altamente
tecnificado.
La
4RI (desde los años ochenta-noventa hasta hoy, y presumiblemente aún durante
una o dos décadas más) marca el paso a la “sociedad de la información”. La
crisis del petróleo del 73 y el comienzo de la ofensiva neoliberal de la era
Reagan-Thatcher, así como el colapso de la Unión soviética, son el escenario de
nuevos enfoques tecnológicos y rendimientos económicos que responden a distintas
necesidades sistémicas, dada la constatación del agotamiento del modelo vigente
(siempre negado por sus defensores, que anuncian como cénit lo que ciertamente parece
ser el comienzo de su ocaso). Los analistas
que consideran que la anterior RI en realidad fue parte de la segunda, llaman a
ésta 3RI, pero considero más adecuado separar aquéllas y llamar por tanto
cuarta a ésta. La 4RI es la revolución digital o “de la inteligencia”, y
obviamente está protagonizada por el desarrollo de la informática y las
telecomunicaciones. El descubrimiento civil y comercial de internet, sumado a
procesadores cada vez más pequeños, eficientes y baratos, y a la informatización
de procesos que primero fueron puramente mecánicos (1-2RI) y después electromecánicos
(3RI), transforman de golpe todos los
demás elementos tecnológicos, y con ello producen a la vez grandes
transformaciones sociales. A esto hay que sumar los avances en energías
renovables, habida cuenta de que el agotamiento de las energías fósiles está
cerca. La robotización de la producción y los procesos “inteligentes”
(edificios, redes de distribución energética, logística comercial, etc.),
imposibles sin la informatización, han llevado a inmensos cambios empresariales
y a una nueva aceleración socioeconómica. La telefonía móvil e internet han propiciado
un verdadero entorno global por lo
que respecta a la información, las comunicaciones y las finanzas. La interconexión
e interdependencia mundial es ya total.
Hay
quien señala, como una “cuarta” revolución que ya estaría empezando (yo la
llamaría “quinta”, pero ni siquiera lo hago), la tendencia creciente a la
automatización y el intercambio de datos dentro de las tecnologías productivas
y de distribución (“fábricas inteligentes”). Esto incluye sistemas
cibernéticos, el comienzo de la robotización del sector servicios, el internet
de las cosas (IoT) y la computación en la Nube. En general, una tremenda
descentralización de los modelos empresariales. Pero no creo que ésta sea siquiera
la “quinta” revolución, sino más bien el final y la consecuencia lógica de la
cuarta; no la llamaría 4.0RI, como hacen sus defensores, sino a lo sumo 4.1RI.
Podemos,
por último, hablar del futuro. No como ciencia ficción, sino como asunciones
absolutamente realistas de las tecnologías
de las que dispondremos porque se está trabajando en ellas y, en muchos casos,
existen ya, aunque no de forma económicamente rentable. Cabe así hablar de
una 5RI (ahora sí) basada en el uso de la energía de fusión nuclear (así como en
la difusión y optimización de otras energías renovables), la bioingeniería, la nanotecnología,
la expansión de la cibernética y la hibridación de lo digital y lo orgánico (tendente
a una desaparición de dispositivos electrónicos para convertirse uno mismo en un
“terminal” con capacidades potenciadas), y con ella la vida en red (cerebros conectados a internet, acceso instantáneo y
ubicuo a información y comunicaciones, realidad aumentada integrada, etc.). Cada
vez más sectores laborales se verán robotizados y se prescindirá de inmensas
cantidades de trabajo humano. Se utilizarán nuevos materiales
ultrarresistentes, ligeros y con memoria (materiales programables), como el
grafeno; se desarrollará la computación cuántica y muy probablemente se
alcanzará la inteligencia artificial real
antes de que acabe el siglo XXI. Todo ello se aplicará, entre otras cosas, a la
creación de nuevos y revolucionarios entornos urbanos inteligentes (autorregulados,
“orgánicos”). Y probablemente se establecerán las primeras colonias fuera de la
Tierra ‒en la Luna y Marte, quizá en algunos satélites del sistema solar‒ y
habrá ensayos de terraformación. Todo esto empezará a verse de aquí a veinte o
treinta años, aunque algunos de estos avances (especialmente la IA y las colonias
extraterrestres) tardarán más tiempo.
Como
consecuencia de estas transformaciones tecnológicas se producirán cambios
psicosociales de un alcance impredecible. Una
modificación inédita de “lo humano” (que es siempre resultado de la tecnología con la que interaccionamos con
el medio y las relaciones socioeconómicas a las que ésta da lugar), que será radicalmente distinto de todo lo
conocido hasta ahora. Cambios seguramente mayores que los que produjeron las
anteriores revoluciones. Si Zygmunt Bauman hablaba de “sociedad líquida” ‒frente a la
solidez de antaño‒, de una sociedad en la que nada tiene tiempo de asentarse,
que obliga a vivir readaptándose constantemente, quizá se vislumbre ya una “sociedad gaseosa” (como la propia Nube), extremadamente volátil, donde
el ritmo de transformación rebase la capacidad emocional y cognitiva de
adaptación del cerebro humano. Aunque éste, claro está, una vez “mejorado”
o “ampliado” con implantes cibernéticos, conectado en red o modificado mediante
bioingeniería, podría alcanzar capacidades que vayan mucho más allá de sus
límites biológicos actuales; podríamos estar a punto de alcanzar una condición suprahumana (¿el Übermensch llegará a nacer gracias a la
tecnología?), un nuevo salto evolutivo… si es que éste no es la propia IA que
se vislumbra en el horizonte. Habrá que ver si
es posible vivir en la trasformación constante, y ello si este futuro es sostenible y no colapsa o da lugar a nuevos
modelos tecno-económicos no competitivos y ecológicamente más asumibles,
que podrían dar paso a un “frenazo tecnológico” y a una desaceleración
histórica, destensando psíquica y socialmente al ser humano y permitiéndole
readaptarse a una nueva estabilidad, y tener así expectativas de un futuro más
o menos predecible ‒sin el que probablemente viva en el más absoluto nihilismo.
De
lo contrario, y suponiendo una naturaleza humana más o menos previsible, similar
a la actual, habrá una creciente
desorientación y una subsiguiente anomía
social que producirá reacciones patológicas tanto individuales (estrés,
ansiedad, depresión, y seguramente nuevos trastornos) como sociales
(fundamentalismo religioso, reacciones nacionalistas, estallidos
indiscriminados de violencia, y demás). Pensemos, por ejemplo, en los efectos
de la automatización de la producción y los servicios: cientos o miles de
millones de seres humanos podrían quedarse sin trabajo, con los efectos que
esto a su vez tendría sobre los mercados de consumo. Que se produzca una involución catastrófica o que se encaucen
adecuadamente esos problemas dependerá en gran medida de la correcta
comprensión que tengamos de esos fenómenos, y de decisiones políticas certeras que
se vayan tomando con suficiente antelación. Que el futuro a largo plazo se
parezca más a Star Trek o a Mad Max es algo que se empieza a jugar
ya mismo; menos de medio siglo nos separa del agotamiento de este modelo
socioeconómico global, pues sus límites ecológicos, energéticos y demográficos
se empiezan a hacer sentir. Se hacen necesarios nuevos y distintos fines humanos ‒para lo cual la filosofía
puede ser de gran valor‒ si hemos de estar a la altura de los tiempos venideros.
Pero, no lo olvidemos, éstos habrán de ser acordes con los medios tecnológicos
disponibles.
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© David Puche Díaz, 2017.
Contenido protegido por SafeCreative.
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