En mi tesis doctoral y en
trabajos de la misma época (1) trabajé mucho sobre la ontología nietzscheana, pero
tengo que decir que desde una perspectiva heideggeriana que hoy ya no comparto.
Cuando digo “heideggeriana” no me refiero a haber seguido la interpretación
heideggeriana de Nietzsche, que siempre he considerado una apropiación
hermenéutica bastante mendaz, sino a pensar desde
Heidegger y contra Heidegger ‒que diría Vattimo‒ a un autor con una
singular afinidad espiritual con él, como es Nietzsche. Hoy, en cualquier caso, me
replantearía considerablemente lo que entonces decía. Mis preocupaciones
filosóficas se han alejado hasta cierto punto de la ontología y la metafísica
que me ocupaban entonces casi en exclusiva, y ahora me inclino más hacia cuestiones
políticas y científico-tecnológicas, desde una perspectiva materialista; sin
embargo, no he dejado totalmente de lado la ontología, aunque sí la
he reelaborado mucho.
En aquel entonces me centraba en
el par Apolo-Dioniso como expresión de la diferencia
ontológica, esto es, entre el ente (lo apolíneo) y el ser (lo dionisíaco).
Esta lectura encuentra su razón de ser en El
nacimiento de la tragedia, donde lo apolíneo es descrito como lo sujeto al
principio de individuación y de causalidad, y constituye el ámbito de la
determinación (límite, pèras)
espaciotemporal y categorial ‒todo esto siendo absolutamente fieles al texto
nietzscheano, si bien no a su “propósito”, que es lo de menos‒. Mientras, lo
dionisíaco constituye lo no sujeto a individuación y causalidad, lo abierto y libre, ajeno a la forma y al límite, esto es, lo indeterminado (ápeiron); un ámbito de pura posibilidad no
constreñida por espaciotiempo ni categoría lógica alguna. El propio Nietzsche,
en esta época, identifica lo dionisíaco con la experiencia del “abismo” (Abgrund) de la naturaleza, por
contraposición al aspecto fenoménico y reglado de ésta; es una suerte de concepto negativo, más allá de toda
experiencia concreta ‒la cual ya sería apolínea, sometida a forma‒, que sólo
puede intuirse de forma efímera en el
éxtasis (el “salir de sí”) de la embriaguez
y la sexualidad desenfrenada. En los términos schopenhauerianos que Nietzsche aún
emplea, lo apolíneo es lo fenoménico, el mundo de la representación, mientras que lo dionisíaco es el Ur-ein, lo “uno originario”, la voluntad primordial.
Este planteamiento inicial de
Nietzsche será reelaborado posteriormente en el contexto de su “ontología de fuerzas”.
Sin extenderme mucho: la voluntad (ahora voluntad
de poder) pasa a ser tanto lo
apolíneo como lo dionisíaco ‒y no sólo lo dionisíaco, con exclusión de lo
apolíneo‒, que son momentos suyos, a
saber, el “tomar forma” y el “perder forma”, en un proceso que es tanto natural
como humano-histórico (o sea, concerniente a toda producción humana, ya sea artística, social, política…), una
especie de motor ontológico de la
realidad. Consiste en el constituirse (Entstehung)
y el decaer (Untergang) de las determinaciones
que se despliegan en el devenir ‒indiferente a sus formaciones‒, el cual puede
ser experimentado en el instante del eterno retorno, que no es otra cosa ‒lo
justificaba en la citada tesis‒ que la
experiencia de lo dionisíaco, el “ver desde fuera” (como si uno no fuera
partícipe) el llegar a / dejar de ser. La vivencia de la necesaria
copertenencia de la muerte y la vida, la aceptación de ese fatum, que no es un “futuro ya escrito”, sino el inevitable ciclo
de creación y destrucción ‒ajeno a todo contenido particular‒ que se repite en cada momento, porque todos son iguales.
Lo “heideggeriano” de aquel
trabajo estaba en entender este juego de lo apolíneo y lo dionisíaco como un
juego de presencia y ausencia, de facticidad y posibilidad; como
la oposición de lo determinado (ente) y lo esencialmente indeterminado (ser),
algo “otro de lo ente” de donde provendría la posibilidad del cambio ‒de la libertad‒ de éste. Pero aquí está el
problema, por lo menos para quien ha abandonado ontologías abstractas en favor
de una materialista: entender así el ser es extremadamente difícil, cuando
no imposible en términos estrictamente racionales y argumentativos (2); el
discurso sobre semejante nada carece
de rigor, y hasta de sentido, no ya
desde el texto nietzscheano ‒que sería lo menos importante‒, sino desde el
conocimiento ganado por la física contemporánea (3). No hay nada carente de
determinación (indeterminado, ¿en qué sentido?, ¿para quién?), y “la nada” no es, ni puede ser, ni es pensable
(Parménides dixit), de ninguna manera;
sólo es una palabra que describe, todo lo más, una experiencia mística, algo
imposible de emplear fuera de un contexto poético, la ambigüedad máxima que
permite salir conceptualmente de apuros en un momento dado. Una conciencia vacía de objeto (ése es el origen psíquico de tal noción o
“experiencia”), pero una conciencia al fin y al cabo, necesaria para pensar tal nada, la cual por tanto no es tal.
Esa lectura heideggerizante de lo
dionisíaco, además, se topaba con otro problema serio, que es el desdoblamiento
anfibológico de dicha noción en un sentido biológico,
como “manifestación desnuda” de la naturaleza, y otro puramente ontológico, esto es, como “retraimiento”
de la misma; y los intentos por conciliar ambos nunca fueron del todo
satisfactorios. Pero en este tema ni siquiera voy a entrar aquí.
El modo correcto de aprehensión
de esa diferencia ‒que aún pudiera salvar algo de aquella lectura que hacía en
mi tesis‒ formulada por Nietzsche como la de lo apolíneo y lo dionisíaco, y
por Heidegger como la diferencia ontológica entre ente y ser, sería comprender
ambos extremos como momentos cíclicos de un flujo universal, de un movimiento (no
otra cosa es la phýsis) que se repite
incesantemente, con independencia de sus concreciones. La filosofía
tiene que estar en constante diálogo con la ciencia de su tiempo, atenta al
“estado normal” de ésta, y cómo no, a sus posiciones de vanguardia
especulativas ‒lo que no puede es construir un discurso al margen de la misma, que siempre será literario‒. Y la física actual señala como complemento más probable
de la teoría del Big Bang y de la inflación cósmica la teoría del Big Rip, el “gran
desgarro” del universo, una expansión acelerada del espaciotiempo que terminará
por aniquilar la propia materia y reducir ‒antes de lo que preveía la teoría
del Big Freeze‒ la energía a niveles de aprovechamiento nulos (entropía máxima).
En términos físicos esto se entiende como “desorden” absoluto, la incapacidad
de producir trabajo (y con él, cambio alguno: la muerte final del universo), pero ontológicamente (4) bien podríamos
denominarlo “orden absoluto”, entendido como la homogeneidad máxima, la quietud
de la cual nada puede resultar; todo
“diferencial de fuerzas” ‒por usar términos nietzscheanos‒ se habría visto
aniquilado, y con él la phýsis misma.
Así, el universo ‒la naturaleza
en su conjunto, cuanto menos la nuestra‒ sería el tránsito del
desorden inicial al orden final, esto es, del Big Bang (cháos puro) al Big Rip (kósmos absoluto, y por ello muerto), en
un metaproceso que engloba cualquier otro ‒reflejos suyos a ínfima escala‒
según el lógos o legalidad universal.
En la phýsis, como decía Heráclito,
todo deviene, el devenir lo es todo (lo
“invariable” son covariaciones en el
tiempo), si bien éste se encamina a su fin, al orden definitivo que será su muerte (pues toda “vida” o proceso
físicoquímico, y por supuesto biológico, y por extensión cultural, es un cierto equilibrio dentro del desorden,
una efímera armonía en un caos relativo, que es en lo que, dicho sea de
paso, consiste toda belleza).
Ese vasto flujo totalizador puede
ser llamado el Continuo o la Asimetría, dado que en ella no hay un perpetuo “equilibrio
de contrarios” ‒que siempre se neutralizan mutuamente‒, debido tanto a la
expansión acelerada del espaciotiempo como al segundo principio de la
termodinámica: el fluir tiene una dirección determinada, irreversible; todo en él muere, el
propio universo mismo lo hace. Es cierto que a lo largo de su desarrollo
aparecen momentos de desorden (heterogeneidad creciente), pues la materia tiende a organizarse en niveles
de complejidad cada vez mayores, y esto parece ir contra lo anterior; pero tales
niveles se nutren ‒en términos energéticos‒ del propio Continuo, acelerando ‒localmente‒
la propia tendencia cosmológica al orden (que, insisto, la física comprende
como desorden, entropía), contribuyendo
así a él en niveles de organización inferiores. Lo apolíneo (composición) y lo
dionisíaco (disolución), el aparecer y desaparecer de formas concretas, comprendidos en su movimiento, es la única forma
de asumir la diferencia ontológica heideggeriana sin caer en la mística. Una
tendencia a la síntesis y la organización, a la heterogeneidad (representada
por ciertas fuerzas naturales) que se ve compensada ‒sobrecompensada, de hecho‒ por la tendencia opuesta (que establece
una “dirección” última del todo) a la descomposición y la desorganización, a la simplificación y la homogeneidad
absolutas; algo que recuerda al “amor” y la “discordia” de Empédocles,
pensador que introdujo la noción de fuerza
en el estudio de la phýsis. Son momentos
de un Todo que no es estático (eterno), sino dinámico, plástico, cuyo carácter
último se nos escapa; quizá no sea más que una brana en la que un universo “transcurre” hasta ser reescrito por el siguiente, en un nuevo Big
Bang… es imposible saberlo, hoy por hoy, y ninguna ontología puede pretender “adelantar”
a la física en este conocimiento.
Casi desde los orígenes de la
filosofía, la ontología ha pretendido ser la “ciencia del ente en tanto que
ente”, la comprensión de las cosas no en cuanto “esto” o “lo otro”, sino en
cuanto son, es decir, aprehendidas
desde la máxima abstracción; y ello
con el fin de hallar los puntos cardinales para un mapa completo de la realidad.
Hace ya cuatrocientos años que el ser humano sabe ‒como especie, y ello con independencia de los que quieran
mirar para otro lado‒ que “lo que es, en tanto que es” es la materia, que después hemos sabido convertible con la energía, y a la que habría que sumar el espaciotiempo (que no es su
“receptáculo vacío”, sino tan parte del Continuo y sujeto a sus avatares como aquélla).
El Todo está en un constante proceso de ordenación y posterior desordenación;
el sujeto de ese proceso, de ese
juego de formas (= niveles de organización), es “el ente”, o sea, el Continuo (materia,
energía, espaciotiempo). Las posibilidades
de que “algo pase” ‒los distintos grados
de interacción entre partes‒ crecen en paralelo a sus niveles de
organización, van alcanzando ciertos límites, llegados los cuales decrecen, y aumentan
de nuevo al pasar al siguiente nivel formal. Sin embargo, entender el Todo como
Asimetría implica que irán decreciendo en
conjunto (sistémicamente siempre es así). Concretarse como “existente”
sobre ese flujo “de fondo” ya es tomar
algo de él que debe ser compensado,
lo cual decide su final ‒que puede ser pospuesto por subsiguientes niveles
organizativos, pero nunca evitado‒, la injusticia
que se ha de pagar según el orden del tiempo… (5) De hecho, se pagará con el tiempo mismo, que tanto más se
acerca a su final cuanto más ocurre en él, aunque su fecha de término exceda
toda preocupación humana. Es el destino de cuanto existe: cada concreción material-energética
acabará siendo destruida; la “flecha del tiempo”, la entropía, la homogenización
irreversible, lo aniquila todo. Y el propio desgarro del espaciotiempo mismo aguarda en el fin del universo, como una
sentencia que hoy por hoy parece ineludible.
En el sentido en que la filosofía
‒y aún lo hace así Heidegger, pero no entremos en su artero juego de “ser o no
ser-ya-un-metafísico”‒ habla de “ente” (como sinónimo de “cosa”, de tóde ti), dicho “ente” sería cualquier momento del Flujo, del Continuo
que nunca se presenta en cuanto tal,
porque es el movimiento de las determinaciones, la (co)variancia de las mismas.
Éste es en rigor lo que “existe” (el darse
mismo de la existencia, con sus determinaciones), en el cambio y como cambio; es
el arché griego o el Tao chino. Pero en
él, digámoslo una vez más, no hay simetría
que valga: hasta el propio Todo, la phýsis
misma, acabará siendo aniquilado, y lo que venga “después”, si es que la
palabra misma tiene sentido, no es representable por nosotros, como no lo es el
“antes”. ¿Acaso serán una misma cosa?
(1) PUCHE DÍAZ, D., La ontología de la historia de Nietzsche, Madrid, UCM, 2010 (ISBN:
978-8469363379). Pronto publicaré una nueva versión muy depurada de la misma,
de forma independiente. En cuanto al contenido de esta entrada, es un adelanto de
un artículo también de próxima publicación. Todos mis artículos publicados por
revistas profesionales están disponibles en Academia.edu
(2) No es causal que Heidegger
huyera deliberadamente de ellos hacia un pensar
poético, “prelógico” ‒con obvios tintes místicos‒, que no se siente
obligado a rendir cuentas en este sentido. Esto es inaceptable para la
filosofía actual.
(3) La filosofía va, en cada
época, más allá de lo que la ciencia es capaz de demostrar, pero no puede ir
‒sin hacer el ridículo‒ contra lo que la ciencia ha demostrado falso, y esa
“nada”, esa ausencia de materia, energía
y espaciotiempo, es un concepto inadmisible.
El recurso heideggeriano de que la ciencia se ocupa del ente, mientras que el
pensar se ocupa del ser, inaprensible para aquélla (porque “no piensa”) resulta
risible, una licencia teológica
inasumible para un discurso homologable hoy en día.
(4) Diferenciaría la ontología
hecha por científicos, básicamente por físicos, de la filosófica, que se mueve
en un nivel mucho más abstracto y extrapola los resultados a otros campos de
forma especulativa ‒en el sentido filosófico del término‒. Mientras que aquélla
es cuantitativa, ésta es cualitativa. Sería más riguroso denominarlas
ontonomía y ontología, respectivamente.
(5) Esta ontología valdría, cómo
no, para las culturas humanas, que no
serían una excepción dentro del universo: se trata de formas de organización muy
complejas, de entramados
energético-materiales sujetos al mismo proceso de composición, crecimiento
(aumento de posibilidades, heterogeneidad), agotamiento progresivo de las
mismas (homogeneidad) y disolución final.
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