La filosofía tiene como objeto
propio ‒pero el problema es precisamente que no se trata de un “objeto”‒ el mundo. Esto me parece más acertado que
hablar del “ente en tanto que ente”, o del ser, o de la realidad, etc. El
mundo, como Kant ya mostró, no es la totalidad del ente (de la síntesis de
fenómenos, decía él) aprehendida en un concepto determinado ‒así lo quería la
cosmología racional de la metafísica tradicional dogmática‒; pero tampoco es un
flatus vocis, una noción sin
correlato alguno, como sostienen las filosofías postmetafísicas, no menos
dogmáticas (las que le quitan arbitrariamente a la filosofía todo contenido
propio y luego denuncian que ésta no lo tiene). El problema radica, de hecho,
en la operación intelectual específica,
en el uso de la razón, que le
atribuyamos a la filosofía; ahí es donde se juega el quid de ésta, su sustantividad.
Y ello aunque, como decía, su “objeto” no sea tal, y de ahí su eterna problematividad
y el que, desde los tiempos de Sócrates, siempre
se esté acabando: es así para un enfoque de la racionalidad que no se atenga
a esa imprescindible función.
La filosofía es un producto
altamente complejo de culturas que alcanzan niveles extraordinarios de
sofisticación intelectual (siempre acompañada de desarrollos científicos y
técnicos considerables, como fue el caso de Grecia, China o India), y
constituye un ejercicio de reflexión, de vuelta
sobre sí de la propia cultura, la cual, en momentos de crisis, de desfondamiento, busca racionalmente ‒el
escolar “paso del mito al lógos”, que
no se entiende bien si se cree referido a la aparición de las ciencias
naturales‒ nuevas bases para una
autocomprensión y una refundamentación que proporcione criterios prácticos (psicosociales)
de existencia. Esta tarea, por mucho que “siempre se esté acabando”,
siempre será necesaria, pues ha de repetirse una y otra vez, como lo hace el
propio paso del mito al lógos, que
lejos de haberse realizado de una vez por todas en el siglo VI a.C., encuentra
su necesidad en cada época ‒siempre hay formas ideológicas obsoletas que
superar‒. Ese lógos, insistamos en
ello, no es “la ciencia”, pues las explicaciones técnico-científicas nunca le
dicen al ser humano cuáles han de ser sus fines vitales, sino que aportan
soluciones concretas a problemas y medios para la supervivencia y la comodidad.
De ahí, sin embargo, no se deduce ninguna respuesta sobre el propósito que haya de tener nuestra
existencia.
De hecho, las ciencias parten de
la cultura que reflexiona sobre sí (la cual es, como el espíritu hegeliano, sujeto y sustancia) para desmontar las determinaciones
psicobiológicas y socioculturales que impiden comprender la realidad; esto es, las ciencias deconstruyen lo cultural en pos
de su fundamento material (contrastable, predecible, controlable), en
dirección a la realidad. La ciencia es
un ejercicio analítico de la inteligencia,
de lo que, siguiendo de nuevo a Hegel, llamaríamos Verstand. Su cometido es superar la cultura de origen, el sustrato
natal, cancelar aquélla
racionalmente. La filosofía, mientras tanto, representa el movimiento
intelectualmente contrario, pero complementario de aquél, a saber, partir de la
cultura natal (en crisis, amenazada, afectada de desfundamentación, en parte
por el propio ejercicio tecno-científico), para construir una nueva autocomprensión sobre las nuevas bases materiales;
y no sólo eso, sino también para encontrar condiciones
universalistas de entendimiento con otras culturas. Si la ciencia va de la cultura a la realidad, la
filosofía va de la cultura al mundo. Es
un ejercicio sintético, de producción
de conceptos; implica lo que llamaríamos, hegelianamente, Vernunft. La filosofía siempre es idealista, pero ese idealismo,
para ser serio ‒quizá para no reconocerse como tal‒, tiene que partir del
materialismo de las ciencias para no infatuarse, cosa que tiende a hacer con
suma facilidad; aquél es su necesario Leitfaden
empírico, que ata sus conceptos a realidad para que el mundo no sea una
fantasmagoría, sino un entramado de sentido sólidamente erigido. Hacer
filosofía es una forma de crear mundo.
El texto filosófico es ‒y esto lo tiene en común con el arte‒ un cemento que contribuye
a la cohesión de los ladrillos culturales, que de lo contrario corren el
peligro de soltarse; las ciencias, en cambio, no le dan mayor solidez al
edificio, pues lo que les interesa es el solar sobre el que éste se levanta.
Son intereses distintos de una y la misma razón. La filosofía no gira en torno
a la verdad (lo que no quiere decir
que no sea un problema para ella, pero no
es su trabajo establecerla, pues ése es el campo de la ciencia), sino en
torno al sentido, que debe ayudar a restablecer
cuando éste se halla amenazado o incluso se ha constatado como perdido ‒reflexionando
sobre cómo vivir en el sinsentido‒. El filosofar tiene que ver, decíamos, con fines, con lo que queremos o debemos ser, no con lo que somos. Tiene que sugerir
modelos de vida tantos individuales (ética) como colectivos (política), y ello,
insisto, sobre la base de una comprensión de la realidad (ontología) coherente
y sólida, basada en el estado actual de las ciencias, pues de lo contrario, aquéllos
serán mera retórica efectista, teología barata o pésima literatura.
En cuanto a sus categorías
fundamentales, el mundo es el “espacio de aparición” en que acontece “lo humano”
(eso que desaparece en cuanto es
analizado por las ciencias, lo cual no quiere decir, pese a todo el pensamiento
posmoderno, que, como el mundo mismo, no
exista), y lo sostiene en su apertura la tensión dialéctica entre dos ejes:
el eje <a, b>, o colectivo-individuo, por un lado, y el eje <x, y>,
o absoluto (“naturaleza”)-relativo (“historia”), por otro. La filosofía es la
pretensión de la razón de localizar el centro,
el lugar del cruce de esos ejes ‒no tan fácil de encontrar ni mantener en la
práctica como en un esquema‒, o lo que es lo mismo, el espacio ontológico de lo que Aristóteles trataba de aprehender en su
doctrina ética como el “justo medio”, que, a más de virtudes cualesquiera, es
el espacio de disputa de lo humano en cuanto tal. Ese centro que la
filosofía pretende mantener abierto (pues de colapsar supone la barbarie
irracional), constituye ‒ahora con Nietzsche‒ un espacio ahistórico, una barrera contra los excesos de lo suprahistórico y
lo histórico, contra la disolución en los extremos, que tratan de ocluirlo con
exigencias tanto mitológicas como ideológicas.
Sólo si ese centro ‒apuntalado
por el lógos‒ permanece despejado se puede
hallar un equilibrio dinámico entre los ejes, un mundo coherente y armónico. No
tiene por qué ser el caso, y de hecho no suele serlo: un mundo (pues no hay
uno, sino múltiples, y por lo general en conflicto entre sí, en la medida en
que son diferentes proyecciones de
sentido) puede estar descentrado, inclinado hacia alguno de los extremos, y
por tanto ser irracional, unilateral, disarmónico. Lo “ahistórico” del centro establece
una exterioridad racional a lo dado, unas
exigencias de la razón (ése es el
sentido de lo “metafísico” en Kant), tomadas en su sistema. Un equilibrio entre lo interior (subjetividad) y lo
exterior (objetividad), un “estilo”, si se quiere, de nuevo con Nietzsche. Las fundamentales
son la exigencia de supervivencia/seguridad
(resultante de los ejes a-x), de justicia
(ejes a-y), de felicidad (ejes b-x) y
de libertad (b-y); si dejamos la
primera al margen, ya que está presupuesta en todas las demás como condición
material básica y no pertenece, por tanto, al campo de la filosofía, nos quedan
los temas por excelencia (justicia, felicidad, libertad) de los que la
filosofía se hace cargo, los cuales delimitan, en proporciones variables, las dimensiones de cada mundo. Un mundo, no
obstante, puede ‒y suele, decíamos‒ estar descentrado,
fuera de los goznes de la racionalidad, en función de la descompensación de sus
ejes, dando así lugar a formaciones fundamentalistas
(hipertrofia de ejes a-x), totalitarias
(ejes a-y), neuróticas (ejes b-x) o nihilistas (ejes b-y). La tarea de la
filosofía es ‒siempre en el plano teórico, por supuesto, que ha de tener alguna
traducción práctica‒ calibrar el mundo, “afinarlo”.
El mundo sí existe, pese a lo que pretendan la tradición empirista y
analítica, y algún enfant terrible del
nuevo “realismo filosófico”. Es un entramado material-simbólico, el escenario
del drama humano, que no ocurre en el vacío; no ser un objeto no es lo mismo
que no ser real, sino que se trata de una estructura,
una forma extremadamente mediada de interacción de lo real, un nivel de
organización de la materia, al fin y al cabo, del que surgen sinergias que
ninguna ciencia particular ‒ni la sociología, ni la psicología, ni la antropología,
etc.‒ podría predecir. El “efecto mundo” trasciende cada uno de sus elementos
objetivos y arroja totalidades de sentido (siempre en disputa) irreductibles a
la materialidad que les sirve de base. El
mundo existe, en el mismo sentido en que existe una novela o una sinfonía
‒no su existencia somática, claro, sino su contenido‒.
Incluso si queremos comprenderlo como mera “información”, igualmente existe, y
no como una mera suma de objetos.
El tipo de operación intelectual
que intenta captar el mundo como totalidad es lo que tradicionalmente se ha denominado
sabiduría, aunque hoy la palabra
suene rancia y pretenciosa. Un tipo de saber, en cualquier caso, que pretende centrar el mundo y orientar al ser humano,
darle un rumbo de acción. La sabiduría es inseparable de la “pertenencia
desprendida” a un mundo, esto es, la distancia
irónica respecto a aquello a lo que, no obstante, no se puede dejar de pertenecer
‒sólo en esa distancia, en ese permanecer
en el centro, puede darse la libertad‒.
Dicha sabiduría no puede quedarse al margen del conocimiento científico (por
eso los primeros filósofos fueron científicos, pero una cosa era la sophía y otra la epistéme); sin embargo,
éste nunca establecerá cómo ha de ser el mundo. Da el fundamento, pero no la finalidad.
La filosofía, por el contrario, es valorativa y prescriptiva, no descriptiva; exige un posicionamiento, que es ya una proyección
de mundo (quizá totalmente impotente, mientras no tenga traducción práctica,
esto es, política: la construcción de
mundo).
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