El Quijote sería la genuina Biblia española, como dice Unamuno, si no
fuera porque traspasa, con mucho, los límites de nuestro país y de nuestra cultura.
Es universal, arquetípico ‒en el sentido más junguiano del término‒, y ahí
radicó el inmenso logro de Cervantes, que supo beber de esa fuente suprema. De
hecho, el Quijote y Sancho deberían contar de forma explícita entre esos
arquetipos (cuya lista siempre ha sido rapsódica), se presenten bajo el aspecto
en que se presenten. No son personajes, ni siquiera tipos de personajes ‒o de personas‒:
son facultades del espíritu humano, en el sentido más técnico de la
palabra “facultad”, tal y como la emplea el idealismo alemán (Vermögen). Una dýnamis o potentia, la
capacidad de incoar cierta actividad;
un determinado tópos de la subjetividad
(ontológicamente comprendida) con una función muy precisa. Por eso, don Quijote
y Sancho están en cada uno de
nosotros, por eso somos Quijotes y
Sanchos, todo a la vez.
De un lado, el Quijote, la
razón (Vernunft), la capacidad de pensar, que aspira a elevarse hasta lo
infinito, incondicionado, liberándose de todo límite empírico, de todo
constreñimiento material, para disponer de sí misma en su pureza y mismidad.
Cabalga sobre su corcel especulativo, famélico; no podría ser de otra forma («metafísico
estáis»; «es que no como»), pues no tiene contacto con la materialidad. Y va
armado con su lanza y escudo, con los que se enfrenta a la realidad que niega,
porque está mal, porque es imperfecta
y absurda y no realiza lo racional. La razón traspasa lo dado y se niega a
reproducir dicha realidad, pues ella misma la
produce, tal y como debería ser si el mundo fuera verdadero y justo y bello.
Del otro lado tenemos a
Sancho, el entendimiento (Verstand),
la capacidad de conocer ‒que no es lo
mismo que pensar‒, que acompaña a la razón siempre un paso por detrás. Se ocupa
de lo concreto, limitado, distingue (separa)
todo aquello que la razón unifica, pues ésta lo ve todo desde la inmensa
distancia de la theoría (contemplación),
y por eso termina confundiéndolo. El entendimiento, al contrario, entiende de
compromisos con lo particular, sabe de límites y resignaciones. No aspira a la
perfección ni la pureza absolutas, se conforma con un poco de goce y con satisfacciones
más efímeras. Adaptativo por naturaleza, se conforma con no ser apaleado por la
realidad que la razón quiere transformar. De ahí que monte el asno del sentido
común y que demuestre una mayor humildad. Lo suyo no es luchar, sino más bien plegarse a una realidad que sabe imperfecta, pero también la única
que hay.
Puede parecer paradójico decir
que el Quijote es la razón, pero así es: se trata de una capacidad de manejar ideas
más allá de sus condiciones empíricas de aplicación. Precisamente por eso, tiende
a conducir a la “locura”, esto es: genera fantasmas
constantemente, ilusiones trascendentales,
al creer haber alcanzado lo absoluto, la pureza, la identidad perfecta consigo misma; se ensoberbece con facilidad y da
por lograda su meta, la realización de lo racional en lo real, el reino de los
fines. Mientras tanto, Sancho, el entendimiento, abandonado a sí mismo, a su sano
sentido común, termina perdiendo de vista toda finalidad, todo propósito,
atrapado como está en condiciones empíricas de las que se considera un efecto
más, sin alternativa a ser como es. Para él lo real ya es racional, y por eso
no concibe que deba dar un paso más allá. Todo está bien como es, aun en su
imperfección.
Cervantes expuso, que no explicó ‒ésa
es la diferencia entre la literatura y la filosofía‒, la dialéctica del
idealismo y el realismo, los cuales llegan a cambiarse los papeles cuando el
otro sucumbe. La razón debe aceptar constreñimientos materiales, la llamada al
sentido común del entendimiento, porque de lo contrario creerá haber transformado la realidad hasta reparar en que no ha hecho
nada, que su actividad es puramente virtual. Pero el entendimiento que ha
probado el sabor de la trascendencia, de fines que no son la mera reproducción
de lo empíricamente dado, no puede conformarse ya más con la realidad
irracional. Ha sido arrastrado al viaje (filosófico),
que jamás hubiera emprendido solo, y el viaje lo ha transformado. Es en esta
dialéctica entre ambas facultades, donde se encuentran y chocan y se contaminan
mutuamente, donde se define lo que es ser humano.
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