El gran Tao es un río que
se bifurca, a izquierda y derecha, para volver a reunir sus aguas. Los diez mil
seres viven en su proximidad y él no los rechaza. Hace su obra sin llamar la
atención. Cría amorosamente a los diez mil seres y no se adueña de ellos. Su
perpetua carencia de codicia podría empequeñecerlo, pero, porque vuelven a él
los diez mil seres y él no se adueña de ellos, se acrecenta. Así también, el
hombre perfecto, porque nunca se tiene por grande, logra acrecentarse. (Lao-Tse, Tao Te Ching, 34)
Frente
a las ontologías estáticas (o “sólidas”), una filosofía que no se haya quedado
anclada en ‒ciertos‒ pasados mejores haría mejor en decantarse por una ontología dinámica (o “de flujo”). Las
primeras constituyen lo que, grosso modo,
es entendido habitualmente por “metafísica”, en lo cual ya hay una tremenda mezcla
y confusión de elementos, pero se puede entender de una forma más o menos
abstracta y generalizadora. La segunda representa posturas “alternativas” en la
historia de filosofía, que sólo violentadas hermenéuticamente ‒casi siempre por
aquellos que no dejan de hablar de “violencia metafísica”, etc.‒ son encajadas en
los esquemas al uso: Hegel, Schelling, Nietzsche, etc. Mientras que las ontologías
sólidas no pueden explicar el cambio sino como alguna forma de apariencia o
error, una ontología dinámica tendría la dificultad de explicar lo eterno,
invariable, las constantes universales; pero puede hacerlo mejor que aquéllas
el cambio, mostrando tal “invariancia” como una covariancia en el tiempo. Son los diferentes ritmos de variación en
el tiempo lo que da lugar a la formación de “capas” o “estratos” de realidad
diferenciados ontológicamente. La regulación de esos ritmos de (co)variación es
el lógos, el cual no es fundamento alguno puesto en el origen,
sino el movimiento mismo de lo real. Ese
lógos no es otra cosa ‒¡pero no es
una “cosa”!‒ que lo matemático, y así, explicar las distintas regiones de esa
realidad, cuantitativamente, es el trabajo científico (“ontonomía”), frente a su
descripción cualitativa ‒siempre derivada
de aquélla‒, que involucra la reflexión
acerca de la existencia humana y la orientación de su acción adecuada en ese
flujo del que forma parte, lo cual es el trabajo filosófico (“ontología”).
Quizá
de ahí, sin embargo, provenga la confusión de algunos pensadores, quienes, para
salvaguardar el dinamismo de lo real y la libertad humana en él ‒en ocasiones
más como una petición de principio que como un resultado de la investigación‒, tomaban
la voluntad como medida, como su potencia
fundamental (lo cual propició las no menores confusiones de Heidegger acerca del
carácter de toda metafísica como
discurso de la “voluntad de voluntad”). Entender el continuum que forma el flujo de “lo humano” con el flujo general de
las cosas llevó a psicologizar este último (antropomorfismo), en vez de naturalizar a aquél; de hecho, la
voluntad humana interviene mucho menos en todo proceso ‒y no ya en los físicos,
sino hasta en los históricos‒ de lo que la modernidad quiso creer. Todo es una
suma de azares y contingencias que se yuxtaponen a procesos de inercias casi
imparables, eso sí, desviándolos ligeramente (viene a mientes la idea del clinamen de Lucrecio, a la hora de explicar
el libre albedrío, pero elevado a escalas inmensas), y en última instancia todo
apunta a un equilibrio, a una adaptación al medio que a la vez transforma éste
y lo eleva a nuevas necesidades de reequilibrio a escalas progresivamente
mayores; pero siempre, como el universo mismo, todo tiende a nivelarse, a hallar
líneas y flujos de realidad de mínima resistencia. Por eso, estas ontologías,
bien planteadas, no son de objetos,
sino de relaciones.
Actuar queriendo
conquistar el mundo es, a mi parecer, ir al fracaso. El mundo es un aparato muy
complicado. No se puede manipular. Manipularlo es estropearlo. Cogerlo ya es
perderlo. Las cosas van unas delante, otras detrás; unas soplan suavemente,
otras con fuerza; unas son robustas, otras débiles; unas duran, otras decaen.
En todo esto, el hombre perfecto se cuida sólo de cortar demasías, de quitar lo
pródigo, de podar lo exuberante. (Lao-Tse,
Tao Te Ching, 29)
El
Tao chino (道), al que
estos textos hacen referencia, es el equilibrio dinámico entre opuestos ‒“diferenciales”
sería más exacto‒. No se trata de un estado de equilibrio inicial que se
restituya, siempre igual a sí mismo (no hay tal “mismidad” que recuperar), sino
de la mutua aniquilación de los extremos contrarios, que va resultando en nuevas formas de equilibrio. El Tao no
es fundamento, sino movimiento, desarrollo; la transformación constante ya descrita
en el I Ching, ese compendio de
sabiduría arcaica china de la que Lao-Tse, Confucio, etc., bebieron después. En
ese sentido el Tao es una noción, salvando todas las distancias, homologable a la
del lógos heraclíteo, ese que describía
como “fuego”. Hay líneas de equilibrio, siempre inestable y azaroso (estadístico,
diría la física cuántica actual), del que se alejan constantemente las particularidades
emergentes (como se separan las cosas del ápeiron
de Anaximandro), y al cual deben éstas “pagar” por su exceso, retornando a un
estado de neutralización de diferencias ‒o sea: todo lo que se aleja del “estado
más bajo” (mínima energía) de la región del universo que las rodea‒. Por eso el
Tao es el “río” que se divide, las aguas de las que todo (los “diez mil seres”,
esto es, los entes) emerge, pero para
volver a ellas.
Ese
“gran Tao” (el de la naturaleza) es la lógica que subyace a todo cambio, sin ser algo a priori y ajeno a éste; es
el lógos que les “dice” a las cosas
qué “lugar” ocupar a medida que cambian
‒y esto y no otra cosa es el Absoluto en Hegel, siempre malinterpretado‒. Es el
lógos del cosmos, que el lógos humano (pues hay también un Tao “de
cada cual”) pretende comprender, y llegado el caso hasta manipular, con impredecibles resultados. Sin entrar aquí en lo que
la ciencia no puede dejar de hacer, y que seguramente un Lao-Tse del siglo XXI no
vería con una mentalidad agraria y tradicionalista, quedémonos con que el “hombre
perfecto” (que en otros textos sapienciales chinos es llamado el “hombre noble”,
el “caballero”, etc.) es el que sabe adaptarse
a esa lógica, el que (recordemos al phrónimos
aristotélico; hay también algo evocador del superhombre nietzscheano) huye de
los excesos para atenerse al justo medio virtuoso, al punto de equilibrio. Pero éste se encuentra ahora elevado a virtud ontológica, a equilibrio de y con el
ser, cuya ley fundamental es esa “justicia”, ese reencaminarse al
equilibrio que devuelve toda determinación (también humana, cómo no) al estado
en que menos resistencia ofrece al proceso conjunto del Todo.
Pensar
sobre esto es lo que una filosofía que hiciera honor a su nombre, y que fuera
una búsqueda de la sabiduría (del
orden de nuestra existencia) debería hacer. Y tal cosa es imposible al margen de una ontología. Porque el ser humano sólo
encontrará su camino, tanto individual como colectivo, reconociéndose como una parte
de la naturaleza, del flujo de las cosas que recorre su camino inexorable hacia
el equilibrio.
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