Empieza por el principio: lee Apuntes sobre el ser (1 de 3)
3.1. El emerger de lo real va superponiendo niveles (cuántico, físico-relativista, físico-químico, bioquímico, etc.), y de entre ellos surge el nivel de organización en que aparece la vida (biológico), y a partir de ella se desarrolla la inteligencia, y con ésta incluso la autoconsciencia. La inteligencia no es sino un modo de adaptación al medio, o sea, de restablecer un equilibrio con éste que se ha visto alterado, incluso cuando ello supone elevar el balance a niveles de desequilibrio mucho mayores, pero de otro orden ontológico. No otra cosa es la cultura, un complejo de consumo material y energético que establece un relativo equilibrio interno a costa de un desequilibrio externo que sólo se balancea elevándose a nuevos niveles de complejidad. Eso no la libera de la “ley ontológica fundamental”: al movimiento de composición que delimita a todo ente frente a su entorno le seguirá finalmente el de disolución en su entorno, esto es, su ocaso o final. A no ser que, quizá, llegue a ser suficientemente avanzada como para “desmaterializarse” y alcanzar formas de existencia que apenas somos capaces de imaginar, y que hoy por hoy no dejan de ser pura especulación.
3.2. Allí donde hay inteligencia y autoconsciencia (que quizá no tengan que ir necesariamente unidas), surgirá una nueva dimensión, un nuevo nivel organizativo de la materia, que es el mundo. Éste es un ámbito nuevo, el del sentido, en el que la determinación de los entes (como lo son los humanos) no es meramente causal, sino también teleológica, finalística. La inteligencia, llegado cierto umbral (ese en que aparece el mundo), se reorienta hacia fines y obra no sólo causada, sino también orientada a aquéllos. El concepto de “mundo” abre así el espacio de lo que podemos llamar “metafísico”, con un significado, por supuesto, no trascendente, pero sí irreductible a la simple materialidad mecánica y a las puras relaciones causa-efecto. Esto es lo que Heidegger nunca supo o quiso entender de la metafísica, empeñado como estaba en que ésta reducía el ser a ente. Hay un error de raíz en la topología heideggeriana, pues busca en el ser (lo que aquí llamamos así) características que sólo pertenecen al mundo humano, y viceversa; y en todo caso, nunca ve que la filosofía siempre reconoció un doble ámbito, implícita o explícitamente, que él malinterpreta.
3.3. El mundo es un sistema (un nivel organizativo de lo real, él mismo) material-informacional que se divide de facto en múltiples culturas, esto es, modos eco / demo / económico / tecnológicos de configuración, formas fenoménicas de aquél, especies de un género que nunca aparece en cuanto tal. El mundo es, en sus diferentes concreciones, un desarrollo añadido a los niveles biológico, psicológico y lógico (vida, inteligencia y racionalidad, respectivamente). El flujo de información compartida entre individuos (que son sus “células”), fundamentalmente a través del lenguaje ‒pero no sólo‒, delimita un espaciotiempo nuevo, una interioridad, sin embargo, exteriorizada. Ésta es lo que el lenguaje filosófico tradicional llama “espíritu”. Los individuos, así, son nodos de un espíritu sin el que no existirían como tales, sin el que serían meros “aparatos biológicos”; cada uno reproduce en su interior esa exterioridad inmaterial (basada en una materialidad n‒x, por supuesto, sin la cual no se sostendría, y con cuyos cambios se transforma ella misma). El individuo es la concreción material ‒como lo es la herramienta, pero ésta no tiene mundo, sino que pertenece a él‒ de un todo, de su mundo, en el cual se diluye, como todas las cosas en sus respectivas totalidades.
3.4. Construido mediante un tejido narrativo (que a su vez remite a anclajes materiales), el mundo brinda un horizonte en el cual ex-istir, una burbuja dentro de la materialidad crasa. El individuo se adapta a su mundo, no ya al medio natural, y es el mundo en su conjunto el que se adapta a dicho medio (o lo transforma, creando diferenciales, gradientes ontológicos, cada vez mayores), para lo cual debe mantener un equilibrio material-energético con él. Pero esto abre un espacio de libertad, de indeterminación en su interior (siempre relativo). En la mente inteligente ‒y porque lo permite la estructura del cerebro, por supuesto‒ que habita un mundo, se da una curiosa modulación de la tendencia ontológica, propia del ente, a aumentar su determinabilidad, y es que los márgenes de indeterminación de la materia, rompiendo su inercia, crecen de nuevo, en vez de reducirse y tender a cero. En el mundo, “teniendo mundo”, las determinaciones que los individuos (y los colectivos, aunque con éstos aumenta de nuevo la determinación) se dan a sí mismos responden, al menos en parte, a un para qué, no sólo a un por qué; se ponen fines que no tienen que ser necesariamente la reproducción de lo dado, el mero equilibrio funcional. La inteligencia suficientemente desarrollada es capaz de proponerse metas no causadas, que incluso pueden entrar en conflicto con el equilibrio sistémico conjunto (éste, ciertamente, tiende a eliminar las que más lo desestabilizan); o hasta pueden llegar a cambiar los parámetros iniciales de éste, aunque el nuevo desequilibrio resultante habrá de cobrarse de una exterioridad espacial o futura. Esto es: el desarrollo tecnológico permite incrementar esos márgenes de variabilidad, pero sólo para crear un desequilibrio de otro orden y que aumente la inadaptación del conjunto (entropía), que tarde o temprano tendrá que readaptarse (salvo que siga creando desequilibrios crecientes). El espacio de inmanencia que ‒por el momento‒ puede mantenerse independiente de la exterioridad material ‒el “espíritu” que llega a creerse ajena a ésta‒ alberga unas conductas no simplemente antropotécnicas, sino antropopoéticas, a saber, las que tienen que ver con la belleza y el bien, irreductibles a mecanicismo. Islotes de inmaterialidad en el seno de una materialidad que siempre amenazará con anegarlos (y, llegado el momento, lo conseguirá).
3.5. El ser, el Continuo o Flujo, la natura naturans, constituye por tanto una unidad-totalidad de la que los seres inteligentes y autoconscientes son su propia consciencia, si bien confusa, opaca. Cuanto más conocemos el Todo más nos conocemos a nosotros mismos, y viceversa, pero tenemos que aprender a pensar más allá de la particularidad óntica (ya sea como individuos o como colectivos: siempre se trata de ínfimas fracciones) que nos caracteriza, esta perduración en el tiempo como parte segregada del Continuo, que habrá de regresar a él por la propia “justicia” restablecedora de éste. En nosotros el ser se piensa a sí mismo, aunque no todavía como tal ser, sino como ente. El ser, en sus distintos niveles ontológicos de organización, constituye nuestro inconsciente; no sólo uno psíquico (nivel ya muy sofisticado), sino también integrado por las distintas capas de emergencia que lo sostienen. Tras todas las investiduras simbólicas, culturales, de nuestros pensamientos y voliciones, e incluso tras el espesor de lo meramente animal, biológico en nosotros, hay una vinculación con lo oceánico, la disolución en el ser que puede ser vislumbrada aquietando el ruido óntico que ocupa nuestra mente, esa mente capaz de altos niveles de indeterminación ontológica, de reproducción de lo originario, el arché, el des-fundamento de todo. Pero el paso de lo simbólico-cultural a lo ontológico, la experiencia del ser a través de la propia existencia, no ha sido aún bien dado; ha sido abordado desde distintos puntos de vista, todos ellos unilaterales e insuficientes, desde la mística a Heidegger pasando por el psicoanálisis (Jung mejor que Freud). Estas páginas sólo son una contribución a ese trabajo, el esbozo de una dirección en la que mirar. Sólo en esa conexión hallaremos el genuino sentido, quizá ya perdido para nosotros, de lo que era la sabiduría, el criterio de orientación en la existencia que la filosofía siempre buscó, disputándoselo a la religión. Quizá esta reflexión, que aspira a pensar lo unitario, tenga mucho de panteísmo, ciertamente; un intento de concebir, de experimentar, de intuir desde uno mismo (desde la propia interioridad) lo que el conocimiento objetivo sólo puede abordar desde su exterioridad. Un intento de sentir la comunión con lo que la ciencia sólo puede mirar, con admiración, pero únicamente como espectadora, no como partícipe. Hay quien verá lo divino en todo ello. Puede ser. Dios no sería otra cosa que el ser, entendido desde el punto de vista de nuestra participación en él, de nuestra religación, y por tanto comprendido desde nuestra propia experiencia. Sin nosotros, sin seres racionales autoconscientes, Dios no sería Dios.
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