En la celebración de la Navidad, como en otras tradiciones religiosas afines ‒con la coincidencia además de estas fechas, próximas al solsticio de invierno‒, se conmemora algo vestigial, algo arcaico en nosotros que toda la civilización, todo el desarrollo tecnocientífico y cultural, no podrán erradicar jamás. Ni sería deseable, por otro lado. Ése es el matiz, no académico, sino moral, que uno aprende con los años. Da igual que lo que se conmemora no haya ocurrido en realidad (Jesús de Nazaret es un personaje histórico, pero las circunstancias de su nacimiento pertenecen a esas investiduras mitológicas añadidas por la tradición); da igual que lo que se celebra sea una "construcción cultural" entre otras muchas. Porque, en efecto, cada cultura tiene sus propios relatos sobre nacimientos extraordinarios de dioses y héroes, pero eso no quiere decir que sean "falsos". Tampoco es cierto, por supuesto, que esos relatos revelen una verdad trascendente (el tópico "Dios existe, pues toda cultura cree en Él de algún modo"). No. Lo que esas coincidencias señalan es que hay una verdad inmanente que nada, ningún poder histórico, es capaz de crear ni de eliminar; a lo sumo de moldearla, de hacerla evolucionar en su fenomenología, esto es, el acontecimiento concreto narrado (mito) y el modo en que es festejado (rito). Pero el hecho es que hay algo ahí, una verdad profunda. Una verdad existencial.
Somos memoria de un pasado histórico, datable, reconstruible en términos científicos y objetivos. Negar esto último es de necios, por más que dicho pasado se falsifique a diario con intereses políticos. Pero también somos memoria de un pasado prehistórico que no se puede "reconstruir", sino a lo sumo componer, en el sentido en que componen los poetas, en el sentido en que crean los artistas. Ellos, de hecho, son los que elaboraron ese pasado durante milenios, hasta ser sustituidos por los funcionarios de la mitología, los sacerdotes. Cuando hablo de un "pasado prehistórico" no me refiero a lo que los historiadores llaman Prehistoria, a ese inmenso tramo de la historia anterior a la escritura. Aquél es tan reconstruible, científicamente, como la "historia" en sí, sólo que resulta más difícil por la ausencia de documentos. Al hablar de algo "prehistórico" me refiero más bien a lo que Nietzsche llamaba lo ahistórico (y Freud el ello), es decir, eso que ha quedado en nosotros de vestigial, de primigenio. Un sustrato animal, natural, desde el que nuestro atrofiado instinto todavía nos habla, aunque lo hace en formas culturalmente investidas, pues para poder hablarnos, de hecho, lo primero que necesita es una traducción lingüística, y ésta siempre será ya cultural. Pero ese estrato existencial biológico, que nos susurra en el lenguaje onírico del mito ‒de la narración sobrenatural que remite a un pasado ideal‒, siempre estará ahí. No podemos extirparlo. Y no debemos. Le da sentido a nuestra vida, la orienta. Le da puntos de reinicio, ocasiones de renacimiento, nos permite perdonarnos ritualmente de modo periódico para aspirar a nuevos comienzos, libres del infinito peso del pasado real. Y sobre todo, nos da fines. Nos religa con el mundo y con la vida. Eso es lo que Jung (con independencia de sus aciertos o errores metodológicos) describió como el "inconsciente colectivo", en el que halló unos arquetipos que vertebran nuestra existencia, unas formas a priori filogenéticas de la psique que cada cultura llena de particularidades, pero que contienen lo estructurante, lo universal de nuestro ser. Eso es lo que la mitografía comparada de Eliade ha sacado a la luz en tantos análisis concretos. Eso es lo que analiza, en su forma más depurada y esquemática, el "viaje del héroe" de Campbell. No debemos intentar eliminar ese sustrato; por otro lado, ni siquiera podemos hacerlo. Otra cosa es que tampoco debamos entenderlo literalmente. El otro polo del nihilismo, de la vida desprovista de sentido, es el fundamentalismo, la vida atrapada en un sentido falso. Sólo de su adecuada comprensión simbólica (y para eso está la filosofía, a caballo entre religión y ciencia) provendrá el sentido válido para una época.
Hoy, 25 de diciembre, se conmemora unos de esos eventos de la memoria. Tan falso en un sentido como verdadero en otro. Hoy se escuchará a muchos cínicos recordando que los acontecimientos históricos que relata el texto del Evangelio son ficticios, lo cual es cierto desde un punto de vista empírico, histórico, particular; y sí, las coincidencias con los mitos de Osiris, Mitra, Zagreo y tantos otros están ahí están para evidenciarlo. Como la coincidencia cronológica con el festival del Sol Invictus de los romanos. Pero no menos cierto es que eso que es falso desde un punto de vista particular, es verdadero desde un punto de vista universal. El nacimiento del arquetipo humano (el hombre-dios) que une en sí dos mundos (y sólo por eso perdona el pecado original, esto es, redime la existencia), celeste y terrestre; nacimiento acaecido entre el espíritu (ángeles) y la materia (animales), en un pesebre, rodeado de testigos humildes; el Niño (ser humano sin pasado, sin culpa) perseguido sin embargo por la ley, cuyos padres tendrán que emigrar... Etc., etc. Eso es lo conmemorado, ésas son las fiestas de la memoria, en las que una vida histórica y entregada, como lo está hoy, al más absoluto nihilismo, puede encontrar asideros en algo ahistórico, y por ello mismo, revitalizante. Algo conmovedor. Porque lo que se rememora hoy ‒el significado profundo del mito, no el superficial, doctrinal‒ es que Jesús (el "Hijo del hombre") somos todos, que hoy renacemos todos. Al menos, como posibilidad existencial, como decisión. Nunca infravaloremos lo que puede provocar en nosotros propósitos de enmieda, lo que puede despertar una buena voluntad. Quizá sólo sean efímeros chispazos, y mañana todo volverá a ser igual, despiadado e inhumano. Pero sin estas reconciliaciones periódicas, puede que todo fuera mucho peor. [Audio en Youtube] [Audio en iVoox]
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