Salvo para la intelectualidad disecadora,
que abstrae su contenido de las redes socioculturales que lo generan ‒con lo
que, para conservarlo y elevarlo a la universalidad, ha de descontextualizarlo‒,
el sentido, que sostiene el mundo, es indesligable de una serie de
factores sin los cuales deja de ser efectivo. El propósito de la existencia, y esto quiere decir la orientación de nuestra vida en general,
el hilo conductor o narrativa que incardina la repetición de nuestras
condiciones materiales de existencia en algo cuanto menos soportable ‒y nos
revela, quizá, hacia dónde transformarlas‒, posee una semántica (aquella que, reducida a teoría, esa intelectualidad aísla de su contexto), pero también una
dimensión sintáctica y pragmática, a saber: el mito, el símbolo
y el rito, respectivamente.
El primero es despachado, por lo
general, como una forma de “ideología”, la “cristalización de unas relaciones
de poder históricas”, etc., con lo que su auténtica función vital (manipulable,
ciertamente; de hecho, es falso en su
literalidad, pero a la vez es imprescindible
para la vida) se diluye por completo, cae en la ineficacia. La “cultura” es
la muerte de aquella vida que
experimentaba subjetivamente lo que ahora ésta analiza objetivamente. La
aspiración “cultural” básica es sustituir lo mítico por su correlato
intelectual, la theoría, el producto
del lógos, que tan bien funciona en
la ciencia como inútil se muestra a la hora de orientar la vida humana en
general, desde el punto de vista no ya de sus medios para alcanzar fines, sino
del propio hecho de ser capaz de fijarse
fines.
En cuanto al símbolo y al rito, ni
siquiera tienen una sustitución clara; son vistos culturalmente como lo
puramente “folclórico”, a lo sumo cosa “de museo”. Sin embargo, sería digno de
pararse un momento a pensar hasta qué punto esas dimensiones sintáctica
(símbolos) y pragmática (ritos) han sido de hecho sustituidas o absorbidas funcionalmente en las sociedades modernas y desacralizadas por la poíesis (la producción en general, de
carácter material, que genera en torno a sí un halo simbólico, el “fetichismo”)
y la prâxis (una actividad orientada
a fines que ha absorbido en sí toda la ritualidad de épocas anteriores, pero
que, desconectada en gran medida de sus mitonarrativas justificativas, ha
perdido su carácter vinculante, su legitimidad).
Los tres ejes, semántico,
sintáctico y pragmático (es decir, mítico, simbólico y ritual, en sociedades
premodernas, o discursivo-teórico, material-productivo y práctico-legislativo,
en las modernas) articulan la existencia humana (el mundo) de formas muy
diversas según sus relaciones cualitativas y formales. Y hoy no es que éstas sean
diferentes, “nuevas”, no es que haya otra
figura del mundo, sino que nos movemos en la peligrosa línea nihilista de
que el mundo deje de ser mundo,
“orden”, para reducirse al caos; pero no uno coyuntural, de transición ‒como lo
es una posguerra‒, sino un caos permanente
en el que toda forma de vida se queda vacía de propósito, con las consecuencias
individuales y colectivas, psíquicas y sociales, que ello tiene. Una de las tragedias
del mundo moderno es que la reflexión
acerca de nuestra existencia la priva de sentido; que la verdad disuelve
formas de vida basadas en creencias y prácticas que, desde el punto de vista
objetivo, científico, son irracionales; y sin embargo eran funcionales. Tan
inevitable es disolverlas para que haya avances en otros campos (bienestar,
esperanza de vida, crecimiento demográfico sostenible, etc.) como nocivo es hacerlo
para nuestra vida, privada así de propósitos ‒falsos pero eficientes‒ a cambio
de la verdad subjetivamente insuficiente
del mundo tecnocientífico (que destruye las narrativas satisfactorias). Vivimos
en una contradicción existencial que define el dilema ontológico del hombre contemporáneo.
Por ahí iba el Nietzsche de la
segunda Intempestiva, cuando decía
que el historicismo destruye la vida y que ésta necesita un horizonte ahistórico para subsistir. O sea,
un equilibro entre su “exterior” y su “interior”, entre ‒digámoslo así‒ su base
material, ajena a su propia autocomprensión cultural, y dicha autocomprensión,
esto es, su nivel simbólico-identitario; entre lo objetivo y lo subjetivo.
Ambas dimensiones sostienen juntas un determinado mundo, y éste fracasa si una de ellas lo hace. No podemos vivir en
el desierto nihilista de la objetividad pura y desnuda; pero tampoco en el
jardín irreal y fanático del fundamentalismo de las autocomprensiones (que,
además, siempre se legitiman a sí mismas). Ambos son necesarios y encuentran su
momento de verdad el uno en el otro; pero son abstracciones falsas cuando se
los considera por separado, como compartimentos estancos que pudieran subsistir
independientemente. Por eso es necesario abrir espacios de “trascendencia”, de
“ahistoricidad”, en el seno de lo cultural-histórico, o mejor, de lo
económico-productivo. Sin ellos, la vida se seca. En realidad, encauzan,
permiten aflorar controladamente, la animalidad
en nosotros; son la traducción ya cultural de nuestra base orgánica
prehistórica, siempre aplazada, que
se alimenta de satisfacciones de segundo orden, derivadas. Sobre esto he hablado en otros lugares.
Lo “otro” a lo que remiten es en
realidad la “mismidad” aplazada del ser humano, siempre pospuesta en favor de
objetivos culturales más inmediatos que la desalojan al ser incompatible con ellos;
sin embargo, no puede ser extirpada porque está en nuestra constitución
biológica, genética. Pero, en la forma de eso
otro siempre ausente, míticamente evocado, la cultura preserva,
irónicamente, y hasta alimenta, aquello que se ve obligada a negar para poder sostenerse
(lo que el psicoanálisis llama el inconsciente,
que no es algo psíquico-individual, sino sociológico-colectivo). Esto es lo que
la “racionalidad pura” querría negar, pero no puede: una parte de nuestra
existencia tan real como ausente, tan necesaria para vivir (no ya sobrevivir)
como lo es su otra base económico-tecnológica. Algo a lo que podríamos llamar,
con Otto o Eliade, lo sagrado, sin lo
cual no podemos, no sabemos orientar la existencia. Algo anterior y diferente a
cualquier religión concreta, que un racionalismo juvenil siempre verá con malos
ojos, pero al cual la experiencia termina viendo imprescindible. Algo, por
tanto, que no remite a nada “verdadero” en términos empíricos, históricos, pero
que es absolutamente real (pues
produce efectos) desde cierta
economía simbólico-emocional de la que sólo podemos fingir que podríamos prescindir. La alternativa, como decía, es el nihilismo, el sinsentido. El sentido, ciertamente, no puede ir contra las
condiciones materiales que lo sustentan, pero tampoco se reduce a ellas, como
un subproducto suyo; no “mana” de ellas, por así decirlo. Procede de otro tópos ontológico.
Y así, entre un saber de medios, como es la ciencia (que no
sabe nada del sentido de la existencia, ni del mundo, pues se atiene en
exclusiva a la realidad), y un
discurso de fines, como lo son la
religión y el arte (que, a su vez, no entienden de medios de realización, sino
solamente de exigencias absolutas e inmediatas o de utopías), la filosofía
aparece como un tertium quid, como un
discurso productor de sentido, el cual le disputa a la religión y al arte en la
medida en que lo integra en la verdad científica, proponiendo modelos de existencia, esto es, proyectos de mundo concretos. En eso
tiene, en efecto, algo de religión, al proponer un modo de vida correcta, así
como los principios normativos que justifican por qué lo es; pero también tiene
algo de arte, desde el punto de vista formal, de los medios de expresión,
comunicación y persuasión a los que recurre, pues no es, desde luego, pura
lógica (y sin embargo, tampoco puede renunciar a la racionalidad en los medios de realización). Lo humano, que debe hacer presente, se
lo impide, pues no somos máquinas de cálculo, sino algo a medio camino entre el
animal y otra cosa que aún ‒siempre‒ desconocemos.
La filosofía, decía, produce el sentido, y para ello ha de propiciar
espacios de trascendencia, ahistóricos, o lo que es igual, de lo sagrado en lo
profano. ¿Qué quiere decir esto, si no ha de caer en nuevas mitificaciones? La filosofía
no produce los mitos, sino que debe ser un
trabajo de traducción de lo mítico-simbólico-ritual (lo “religioso-artístico”)
al lenguaje de la razón. Una traducción ‒no un “paso”‒ del mito al lógos que sería quizá mejor llamar “exducción”
(pues no es pasar de un lenguaje a otro, sino intentar mostrar lo que no tenía lenguaje, aflorar lo que
siempre está aplazado por estar dicho en lenguajes que nunca le son propios). El
lógos puede tener su propio contenido,
como es el caso de la ciencia, pero puede
ser también la forma de un contenido
ajeno a él mismo, y ésa es una
función de la filosofía, por lo menos de la parte subjetiva de la misma: llevar a cabo la exducción de lo sustituido
culturalmente (pero que no deja de producir efectos desde su ausencia), traerlo
a un lenguaje asimismo cultural, único en que se puede mostrar. Esa parte subjetiva
de la filosofía constituye su región propiamente relacionada con el sentido de
la vida y sus fines, esto es, la sabiduría,
y cabe llamarla “mitosofía”. La triple dimensión semántico-sintáctico-pragmática
de la existencia es lo que el psicoanálisis creyó encontrar dentro de la mente humana cuando está fuera, en los sistemas de transmisión socioculturales,
inseparables del aparato económico-productivo. Lo primitivo, atávico, no es lo vivencial
reprimido (Freud); tampoco es la forma a priori de la psique, independiente de
lo histórico, transmitida filogenéticamente (Jung). Es más bien el resto supraestructural de modos de vida
anteriores, heredado por nuevas infraestructuras materiales y convertido en
“naturaleza” (“lo siempre pasado”) desde éstas. Es decir: lo biológico,
sustituido por sistemas antropológicos socio-productivos produce una imago supraestructural de sí, que a su
vez será sustituida, pero conservada como “recuerdo” (anámnesis) ‒al modo de la Aufhebung
hegeliana‒ por la propia cultura, que no puede terminar de expulsarla de sí.
La “naturaleza humana”, que hoy
se quiere negar por el culturalismo
dominante, es la sustitución cultural de
lo que hubo antes (que fue a su vez otra sustitución cultural, etc.), lo
cual sin embargo no deja de tener ciertos efectos, y de hecho coexiste con lo nuevo y lo altera,
porque lo que queda en la memoria mítico-simbólico-ritual se vincula “para
siempre” a placeres sublimados y a determinada forma de satisfacción de
necesidades no materiales (“espiritual”), que no es eliminable ‒aunque
evoluciona‒. En el saber escuchar y
exducir esa voz silente a nuevos lenguajes, esto es, en el trabajo de la mitosofía, radica el único paliativo contra el
nihilismo, contra el sinsentido, la fragmentación del mundo, que nos devora.
Hay que traducir aquélla, precisamente, para evitar que termine desbordándose y
nos arrastre en sus formas biopolíticas más crudas, pues lo primitivo y
salvaje, lo pueril y tribal, siempre está ahí ‒en nuestro genes, en nuestro
cerebro‒ y amenaza con retornar.
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