A propósito del pánico que está generando el COVID-19, nos preguntamos si el miedo es lo único que puede ya unir a una sociedad global carente de proyectos colectivos.
Estás en CAMINOS DEL LÓGOS, página web de filosofía y crítica cultural. También es el nombre de la revista digital (ISSN 2659-7489) que publicamos semestralmente.
EL CORONAVIRUS Y LA SOCIEDAD HISTÉRICA
Las transformaciones históricas
que, a lo largo de la modernidad, fueron disolviendo las anteriores comunidades
en una sociedad, produjeron unos efectos psicosociales probablemente
irreversibles y en ciertos aspectos muy dañinos. Naturalmente, éstos son la
contrapartida de otros sumamente beneficiosos, como la creación del Estado de Derecho,
con una isonomía supraétnica, y más tarde el Estado de Bienestar; o un
desarrollo tecnocientífico imposible en aquel marco sociocultural, político y
económico en el que los descubrimientos de investigadores solitarios ‒que trabajaban
sin apenas apoyos institucionales ni económicos‒ no tenían cauces de aplicación
tecnológica a gran escala. Podríamos hablar de muchas otras ganancias
irrenunciables, inseparables de las anteriores (escuelas públicas, redes de
transporte y comercio eficientes, legislaciones laborales, etc.); no es mi
propósito describir de forma romántica y reaccionaria la sociedad moderna. Pero
sí lo es subrayar una serie de aspectos negativos cuyas consecuencias todavía
pagamos, de forma muy elocuente, con crisis de pánico colectivo como la del
coronavirus, que más que una emergencia médica es el espejo en el que se ve
reflejada la sociedad tardomoderna.
Aquellas transformaciones, impulsadas
por el capitalismo y una incipiente globalización hoy ya consumada, rompieron
los lazos tradicionales que mantenían unido el cuerpo social, explicitando su
estructura material, fundamentalmente económica; donde antes había una
mayor unidad, con un carácter orgánico (basado en la pertenencia étnica,
lingüística, religiosa, o simplemente en la proximidad geográfica), pasaron a coexistir
distintos colectivos con intereses divergentes. El Estado es la forma de
organización de ese nuevo entramado que no se circunscribe a los “pueblos” o
“naciones” previos, encerrados en unos estrechos límites que los hubieran mantenido
para siempre estancados en un mundo premoderno y absolutista (pues casi todo lo
que se evoca hoy como “libertades” y “derechos” del pasado resultaría hoy
insufriblemente feudal, comparado con los vigentes marcos
jurídico-políticos irónicamente denostados). Así, el Estado se define
formalmente en relación a unos límites territoriales y una unidad administrativa
que constituyen una ciudadanía ‒¡no un “pueblo”!‒ con los mismos
derechos y obligaciones, con independencia de su procedencia o grupo de
adscripción particulares. Este nuevo espacio jurídico-político conduce a una
gran homogenización sociocultural, y no sólo dentro de cada país, sino
también entre ellos, ya que el mercado que los une ‒a modo de “sistema
circulatorio”‒ trasciende a los distintos Estados (ya de por sí supracomunidades)
y va dando forma a una especie de supraestado global en el que países ‒y
hasta continentes enteros‒ con niveles tecnoeconómicos similares acusan una marcada
convergencia cultural. El mundo, en suma, es cada vez más pequeño y más
parecido. Así que se puede hablar de un “cosmopolitismo” que se extiende
incluso entre amplias capas sociales de los países subdesarrollados,
vinculándolos cada vez más estrechamente a los desarrollados.
No obstante, es obvio que el
pasado perdura y sigue habiendo idiosincrasias locales, si bien son cada vez menores
y están más diluidas. Pero esas idiosincrasias tienden a producir reacciones
identitarias, guiadas por la nostalgia de un pasado que se ve como mejor
que el presente. De hecho, allí donde las expectativas de futuro son peores
que la percepción del presente, se quiere huir hacia el pasado, lo
cual no deja de ser una ilusión. Esas reacciones identitarias ‒en las que, por
otro lado, fácilmente se detectan estrategias de competencia por el poder
de ciertos grupos que parten de condiciones de inferioridad‒pueden ser
políticas (nacionalismos) o religiosas (fundamentalismos), y en cualquier caso,
se constata que una buena situación económica tiende a silenciarlas o suavizarlas,
mientras que la mala marcha de la economía ‒precisamente la que crea esas malas
expectativas de futuro‒ las aviva y puede llevarlas al triunfo (que, por
cierto, jamás cumple sus promesas de regreso al pasado soñado). Aspiran a una
identidad y una armonía social que buscan en el regreso a formas de
organización consideradas “naturales” frente a la “artificialidad” del
presente, o sea, en el regreso de la sociedad moderna a la comunidad premoderna
‒ya de por sí muy idealizada‒; un paso atrás que no sólo no es posible dar,
sino que va unido a la pérdida de todo lo bueno que el mundo moderno ofrece,
sin que se recupere nada de lo que se perdió junto al mundo premoderno.
En este vídeo desarrollamos el asunto del artículo. Échale un vistazo.
Si nos preguntamos qué une hoy en
día, más que ninguna otra cosa, a las sociedades modernas, supracomunitarias, una
respuesta obvia sería los intereses comunes: un orden de seguridad y paz
que dé cabida al mayor bienestar material que sea posible y a las mayores
libertades individuales compatibles con ese bienestar. Ahora bien, cuando esos
intereses comunes se rompen, como empezó a pasar en el mundo desarrollado, de
forma explícita, con la crisis de 2008 (porque cuando no hay recursos
materiales para todos, las obligaciones empiezan a aumentar y las libertades a reducirse,
y los diferentes colectivos entran en conflicto entre sí), las tensiones
internas van desgarrando ese tejido social tan frágil. Éste ya no posee los
elementos cohesionadores de la sociedad tradicional, esos fundamentos sólidos
que la hacían mucho más resistente ‒aunque también fuera mucho más injusta e
incómoda‒ a los embates de la historia. Entre ellos, la familia y la religión,
que hoy padecen una tremenda merma en su capacidad de crear vínculos (aunque siguen
siendo relevantes, no cabe duda).
Así pues, ¿qué es capaz de
vertebrar hoy la sociedad? ¿Cuál es el “pegamento” que la sigue manteniendo
unidad incluso cuando lo demás falla? Y la respuesta no es otra que el miedo.
Éste despierta nuestros instintos, adormilados bajo gruesas capas de
condicionamientos milenarios y reactiva nuestra conducta más primitiva, tribal;
es cierto que lo hace siempre bajo investiduras que a su vez son culturales,
pero su base no deja de ser biológica (por más que todo el irracionalismo posmoderno
se empeñe en negar que lo biológico nos determine en grado alguno). Nada es
mejor para producir la sensación de pertenencia a un colectivo que la
percepción (verdadera o falsa) de una amenaza, ya sea externa o interna, macro
o microscópica. El pánico, más contagioso que cualquier virus, hace que siglos
de educación fracasen en cuestión de semanas o meses; moviliza comportamientos preilustrados
que creíamos más que superados ‒pero en el ser humano nada del pasado está
superado‒. Hasta los mercados, que la teología económico-política dominante
cree la encarnación de la racionalidad colectiva, se revelan tan irracionales
como en realidad son. Lo que suelen ser no es racionales, sino predecibles:
y cuando pierden hasta eso y ya no se puede anticipar el riesgo, se produce el
caos, con devastadoras consecuencias.
El arte político ha sabido
siempre del poder cohesionador del miedo, de su capacidad para sujetar a las multitudes;
basta con leer los textos clásicos para verlo descrito a la perfección. Hoy en
día, la “doctrina del shock” lo ha elevado a niveles de ingeniería
social, de verdadera industria del miedo, que encuentra su apoyo en los mass
media y las redes sociales. No obstante, no hemos de conceder a la paranoia
conspirativa, a las agendas secretas, a una inteligencia superior, lo que a menudo
es simplemente el resultado de la ignorancia o la estupidez. Que, en el caso del
COVID-19, se trata de esto, lo demuestra el hecho de que nadie gana con el
caos económico que pueden generar el pánico a un virus que paraliza las
importaciones, el turismo, la salida al mercado de nuevas tecnologías
anunciadas, etc. Ni siquiera crear un estado de excepción para justificar
determinadas políticas (restricciones migratorias, emisiones de CO2,
etc.) explicaría algo así, en términos de teoría de juegos. El pánico al
coronavirus parece espontáneo, y si alguien sale ganando con él, desde luego no
es ningún bloque geoestratégico; a lo sumo, los medios de comunicación, que ya
sólo viven del clickbait y están obteniendo cuantiosos ingresos publicitarios
con los clics y el seguimiento masivo de las noticias acerca de la nueva plaga
del siglo XXI, tan devastadora como cualquier campaña de la gripe común, por no
decir que bastante menos, de momento.
La cuestión de fondo aquí es ésa,
la del miedo como lo único capaz de unir un mundo globalizado sin proyectos
comunes. El último, tal vez, fue el de la Unión Soviética, y después no ha
habido más empresas políticas de esa envergadura: tan sólo el mercado, es
decir, pura inercia y nihilismo. La crisis del coronavirus no ha detonado
el pánico social, simplemente le ha dado otra oportunidad de manifestarse;
ha sido el disparador en esta última ocasión. Porque cada vez hay más
sobrerreacciones histéricas ante cualquier coyuntura que se presente en un
mundo que no sabe hacia dónde va ni lo que aspira a ser (salvo que hablemos de satisfacciones
hedónicas a corto plazo). Una sociedad que no es más que un agregado de
individuos, aislados entre sí por el progreso, que son el pasto ideal para
reacciones propias de un rebaño aterrado que entra en estampida cada vez que ve
a alguien correr. Parece que sólo entonces nos sintamos unidos en algo, en
el miedo. Únicamente entonces corremos en la misma dirección. No, no es el
coronavirus. Somos nosotros, asustados de nuestro propio mundo, vaciado
de todo sentido.
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