ECUANIMIDAD

 

Ecuanimidad

 

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La participación en las polémicas intelectuales, que en otros momentos de mi vida me atrapó hasta parecerme el centro de todo lo que hacía, el Leitmotiv de alguien que se dedica a la filosofía (el estar implicado"), con el paso de los años ha ido relajando su presión y despierta en mí cada vez menos pasiones. No hablo de la indiferencia ‒mal analista de las cosas sería aquel al que éstas no le importaran, pero sí de una creciente ecuanimidad que lleva comprender por qué cada parte en una confrontación piensa como piensa, a qué responde su postura; y desde el momento en que ésta se comprende, por mucho que uno diste de ella, deja necesariamente de verla con la misma visceralidad del partícipe activo en la discusión, tan involucrado, por lo general, como inconsciente de la particularidad y de los sesgos intelectuales con que la aborda, de las limitaciones de su propia argumentación (lo cual lo lleva a ver en los demás tanta “maldad" y “odio" como hoy ve casi todo el mundo en las opiniones distintas a la propia). 

Entender la postura ajena, pero no como quien entiende el contenido semántico de un enunciado, sino siendo capaz de penetrar por qué alguien piensa así, qué le ha llevado a hacerlo, es algo que sólo permite la formación, una experiencia suficiente de la vida, y cómo no, cierta empatía (puede que la misma de la que esa postura carezca por completo, por qué no). Cuanto menos, la capacidad de distinguir los sentimientos del otro, inseparables de su toma de posición, que nunca es algo meramente “lógico". No hay por qué compartirlos para comprenderlos; es simplemente una cuestión de distancia (hay una empatía que, paradójicamente, sólo se da de lejos) y en eso debería consistir precisamente la theoría, la contemplación. Eso es lo que tiene de sabiduría, precisamente; de lo contrario, sólo es egoísmo que se trata de hacer pasar por objetividad. O simplemente cháchara gratuita y altanería sofisticada. 

Esa empatía sin la cual no hay ecuanimidad posible (entender los sentimientos del otro, por detestables que puedan resultar), tiene el efecto de ir distanciándote paulatinamente de cualquier polémica; poco a poco te hace ver las eternas logomaquias, multiplicadas ad infinitum en la sociedad de la información, como un vano juego pueril de intereses y miedos (a los intereses de los demás) en el que realmente no hay nada que ganar. Tanto en el trato personal como en mis escritos públicos, ya ni siquiera siento la necesidad de contestar a las críticas malintencionadas o de saltar ante impertinencias, como lo hacía en otros tiempos, rauda y estúpidamente, pensando que me jugaba alguna clase de reputación o prestigio (una idea que, ahora, me hace sonreir). Toda esa vanidad ha llegado a darme igual, y gracias a ello vivo muy a gusto.

Asimismo crece mi indiferencia hacia las opiniones, hacia todo aquello que no sea conocimiento demostrado o altamente fundamentado; me resulta fatigoso oír hablar o leer párrafos y párrafos de absoluta vacuidad, sin otro propósito que el de decir: “eh, estoy aquí, hazme caso". La actitud pirrónica, la total e inconmovible suspensión del juicio ante cualquier asunto en el que uno no tenga algún tipo de autoridad legítima, me parece no ya lo más sensato, sino incluso una cuestión de dignidad personal. La necesidad de hacernos oír por aquellos cuya réplica no queremos escuchar (lo cual suele ser el caso habitual) no es sino una muestra de pequeñez intelectual y moral de la que es mejor apartarse. No lleva a nada. 


D. D. Puche
15/02/2021

 

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