¿En qué medida es la posmodernidad
heredera de una tradición
filosófica de la que en principio parece ser crítica
radical?
FILOSOFÍA | ARTÍCULOS
EL CULTURALISMO,
O IDEALISMO POSMODERNO
Los delirios del pensamiento post-subjetivista (I de II)
Publicado en 6/2/21
El idealismo es una postura filosófica que sostiene que el sujeto construye su propia percepción de la realidad, es decir, que ésta no es algo que existe en sí, independientemente de él, sino un producto de la constitución sensocognitiva humana. Esto quiere decir que captamos la realidad tal y como la captamos, y no como ésta sea al margen de nosotros, lo cual nos es desconocido. En los términos de Kant, sólo conocemos los fenómenos, no la realidad desnuda, por llamarla así; los fenómenos son los objetos de nuestra experiencia tal y como se nos muestran (eso es “fenómeno” en griego: lo que se muestra), y lo son en función de nuestras formas a priori de la sensibilidad (espacio y tiempo) y del entendimiento (categorías). Nosotros sólo captamos dichos objetos investidos, por así decirlo, espaciotemporal y categorialmente. Y como sólo aprehendemos la realidad a través de ciertos aspectos subjetivos (“aspecto” en griego es idea), de ahí el nombre de idealismo, que se contrapone al realismo, es decir, el paradigma que sostiene que conocemos la realidad tal cual ésta es. A pasar del realismo, esto es, de la concepción de un sujeto pasivo que reproduce, que refleja fielmente las cosas, al idealismo, o sea, el paradigma intelectual que sostiene que el sujeto construye su propia imagen de la realidad, lo llamó Kant el “giro copernicano”. Ya no es el sujeto el que se pliega al objeto para conocerlo, sino que pliega el objeto a sí mismo, a unas condiciones de objetividad que le impone. El sujeto es la instancia que determina “lo real” a partir de sí mismo. Hay que aclarar, eso sí, que ese sujeto no soy yo, no es cada uno de nosotros, de modo que cada cual capta su propia realidad, sino que el “sujeto trascendental”, como lo llamaba Kant, es una estructura (onto)lógica universal; si cada cual captara su propia realidad, no podríamos comunicarnos entre nosotros, sería un mundo de psicóticos. Hay un mundo precisamente porque hay una subjetividad trascendental o lógica, y no mil subjetividades psíquicas.
“Las categorías a través de las cuales el sujeto capta la realidad dejan de ser lógicas, y por tanto universales y absolutas, para pasar a ser culturales, unos a priori basados en la tradición, las creencias, el lenguaje, etc.".
El idealismo, así planteado por Kant, fue desarrollándose con las aportaciones de diferentes autores. Hegel dotó a ese sujeto trascendental de historicidad, y por tanto, mostró que la realidad evoluciona a medida que el propio sujeto, al que llamó “espíritu”, la va descubriendo, y con ella a sí mismo, en un proceso histórico de reapropiación de sí; el espíritu se encuentra en un principio alienado, fuera de sí, asumiendo las cosas que capta como algo objetivo, sólido, opaco, independientes de él; pero en su experiencia (histórica, es decir, con el paso de las generaciones y el transcurrir de los siglos) va comprendiendo en qué medida esas cosas son el resultado de su propia interacción con ellas, o sea, que él mismo, el sujeto, está ya presente en todo lo que creía sustancia independiente, la cual altera mediante su trato con lo que lo rodea; y así, comprende su papel esencial en lo real y llega a reapropiarse de sí mismo ‒lo que ahora está de moda decir, traduciendo mal de un mal inglés, “empoderarse”‒. Lo que en Kant era conciencia individual, se revela en Hegel espíritu colectivo, un nosotros que a lo largo de la historia aprende de toda la experiencia acumulada y va modificándose en la medida en que se relaciona con lo otro de sí, incorporándolo a sí mismo como parte de su mundo, creciendo con ello, por así decirlo, según va asimilando y reelaborando desde su estado de conocimiento actual todo el pasado acumulado.
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Marx, que era ‒al menos en su juventud‒ un “hegeliano de izquierdas”, le dará un giro materialista a esta concepción, pero sin romper nunca del todo con ella: hay un esquema teórico básico que sigue operando de fondo en su “materialismo histórico”. Pues la interacción del sujeto con el objeto, que Hegel, como idealista, aún formulaba de una forma abstracta, demasiado teórica y reflexiva, es en realidad la de un determinado colectivo humano que se relaciona con la naturaleza a través del trabajo, de su intervención física en ella, modificándola para satisfacer sus necesidades, en un infinito proceso dialéctico. Por tanto, esa reapropiación de sí mismo que lleva a cabo el ser humano, a partir de una alienación inicial, de un desconocimiento de su propia capacidad transformadora (el cual nos lleva a naturalizar o normalizar las cosas, como si siempre hubieran sido así, al margen de cómo las hacemos ser nosotros), no es tanto un proceso puramente gnoseológico como un proceso económico y político: o sea, que el sujeto, que es un sistema socioeconómico, un modo de producción, está siempre escindido, internamente fragmentado, dividido en clases sociales; hay una parte del mismo que se beneficia de forma inherente de ese trabajo colectivo y otra que siempre pierde con él, que aporta más de lo que recibe; y la dialéctica histórica entre ambas clases sociales o partes del todo debe encaminarse a que la parte trabajadora se reapropie de las condiciones de su propio trabajo para así reapropiarse de sí misma, para superar su alienación, su dependencia, lo cual consiste en una “lucha de clases”, que para Marx es el motor de la historia; una lucha que sólo puede resolverse revolucionariamente para que haya un progreso social hacia una hipotética unidad futura.
“En todas estas formas de idealismo ‒o mejor habría que llamarlo construccionismo, para incluir las versiones materialistas del mismo‒, hay un presupuesto ontológico común, y es que no hay una realidad al margen del ser humano".
Otras corrientes filosóficas posteriores, como los neokantianos ‒Cassirer, por ejemplo, ya en el siglo XX‒, volverán al modelo inicial de Kant, pero modificando algo muy importante: las categorías a través de las cuales el sujeto capta la realidad (las “gafas”, por así decirlo, que se pone para verla) dejan de ser lógicas, y por tanto universales y absolutas, para pasar a ser culturales, unos a priori basados en la tradición, las creencias, el lenguaje, etc., que modifican drásticamente el modo en que diferentes colectivos humanos entienden la realidad; o incluso ese mismo colectivo humano cuando es tomado en distintos momentos de la historia, puesto que esas categorías pasan a ser flexibles, móviles, y cambian lentamente con el paso del tiempo.
LA TRANSFORMACIÓN DE LO HUMANO EN EL SIGLO XXI
ISBN (papel): 9798695923155
ISBN (digital): 9781005138646
En todas estas formas de idealismo ‒o mejor habría que llamarlo construccionismo, para incluir las versiones materialistas del mismo‒, hay un presupuesto ontológico común, y es que no hay una realidad al margen del ser humano. Nos relacionamos como nos relacionemos con ella (ya sea como puros sujetos cognoscentes a partir del modelo de la física newtoniana, o como pueblos históricos forjándose a sí mismos en disputa con los demás, o como clases sociales en pugna dentro de un mismo sistema socioeconómico, o como diferentes culturas entendiéndose en un mundo global y plural, etc.), lo que implica, y ésta es la cuestión clave, que la realidad no puede ser independiente de nosotros, porque entonces sería invariable; y no puede serlo, porque entonces no seríamos libres. Ésta es la premisa, el concepto de libertad, que no debe ser entendida como resultado del proceso, sino como su causa; desde un punto de vista lógico, es toda una petición de principio. Se asume que sólo somos libres ‒ésta es la idea común a todas estas formas de construccionismo‒ si podemos transformar la realidad, si ésta no es algo dado, un reino de necesidades más allá de nuestra capacidad de intervención. Y tenemos que ser libres: luego es así. Todo idealismo, o mejor dicho, todo construccionismo (también el materialista, como el de Marx), parte de esta asunción: el ser humano es dueño de su destino. Quizá no de su presente, pero sí de su futuro; quizá no absolutamente, pero sí en gran medida. Pero hay un trabajo histórico que realizar, un trabajo de reapropiación de sí mismo del sujeto (sea éste el que sea), ya sea a través de la ciencia, del trabajo, de la política o de la cultura. En eso coincidieron las más grandes corrientes del pensamiento de finales de la Modernidad y hasta bien entrada la Edad contemporánea: la Ilustración, el idealismo alemán, el socialismo, la filosofía de la cultura de comienzos del siglo XX… La clave de bóveda es la libertad; ésta es el factum que sostiene toda la comprensión de la realidad, la cual gira en torno a ella. Es verdad que esta idea fue oscureciéndose progresivamente, fue quedando cubierta bajo cada vez más capas de discurso, como disimulando esa asunción originaria, que en Kant era explícita ‒la libertad es un “postulado de la razón”‒ y en sus herederos se presupone como algo evidente. Pero la idea fundamental que comparten todos estos discursos construccionistas es ésa: el sujeto precede ontológicamente al objeto, y por tanto, la libertad a la necesidad. Por eso el ser humano siempre podrá crear una realidad a su imagen y semejanza. Porque el ser humano determina desde sí mismo lo real.
“Ello implica, y ésta es la cuestión clave, que la realidad no puede ser independiente de nosotros, porque entonces sería invariable; y no puede serlo, porque entonces no seríamos libres".
Este marco teórico ha dado los mejores frutos del pensamiento occidental, probablemente, desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Sin embargo, de él ha nacido ‒ésa es la tesis que sostengo aquí‒ una filosofía, que actualmente predomina en los medios académico y cultural en general (de forma explícita o implícita), y que es intelectualmente mucho más pobre y frágil de lo que fue el idealismo kantiano y sus sucesores. Se trata de lo que, en un sentido amplio, entendemos como “posmodernismo”. Por lo general, una vulgata de universitarios y ensayistas de escasa formación científica y con demasiada carga de activismo. El posmodernismo es la koiné, la lengua teórica común que une hoy a diferentes corrientes intelectuales que se caracterizan por querer romper con la Modernidad (de la que, sin embargo, no pueden escapar, pues su discurso se alimenta exclusivamente de criticarla) y por desafiar las pretensiones racionales y sistemáticas del pensamiento “tradicional”, que consideran una forma de imposición, de “violencia teórica” (ya sea metafísica, política o del tipo que sea). Todo lo precedente es un constructo teórico que nos ha sido impuesto y que nos impide ser libres a través de sus dispositivos discursivos; relatos que proyectan una realidad que no nos gusta, y que por ello mismo es falsa. Así que cambiando éstos, cambiando el discurso hegemónico, se modifica la realidad. Forzando la sintaxis del lenguaje somos capaces de romper las cadenas con que retiene nuestras mentes; modificando arbitrariamente la semántica podemos darnos cuenta de lo que antes era imposible pensar, porque las propias palabras nos lo impedían. O sea, aquello de Nietzsche de que «mientras sigamos creyendo en la gramática, no nos libraremos de Dios».
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