¿Es cierto que toda determinación humana es una
“construcción cultural”, o hay otros factores insoslayables de lo que somos y
hacemos?
Filosofía | Artículos
NATURALEZA, CULTURA Y RACIONALIDAD
Los estratos de la existencia humana
D. D. Puche
Publicado en 25/6/21 | © 2021
Este texto puede considerarse un
resumen de los problemas que abordo, con mayor extensión y justificación, en la
segunda mitad de mi libro Vivir en el desarraigo. La transformación de lo
humano en el siglo XXI. Remito a éste al lector interesado. Asimismo, el
texto me sirve para esbozar ciertas puntualizaciones y desarrollos que pretendo
hacer en el próximo libro en el que estoy trabajando ya, Topología del mundo, del cual he ofrecido algún anticipo en esta página. Agradezco a
los lectores las críticas y comentarios recibidos, que siempre son de utilidad.
El ser humano es un ser dual en el que cohabitan la naturaleza y la cultura, es decir, dos modos de transmisión de información; por un lado, los genes, que transmiten información biológica a muy largo plazo (escalas de centenares de miles o millones de años); por otro, los memes, “unidades de memoria” que transmiten información mental en escalas de tiempo relativamente cortas (cientos o miles de años). Los primeros, una vez transmitidos (heredados), son irreversibles, están dados con los efectos que vayan a surtir sobre el individuo. En cambio, los segundos, son variables y muy flexibles, y pueden en gran medida ser sustituidos, superponerse, perderse con el paso del tiempo, etc., sujetos como están a una “selección cultural” análoga a la natural. La cultura, capacidad de transmitir conocimientos intergeneracionalmente, depende de la inteligencia del animal (que mide su capacidad de adaptación al medio), la cual, siendo como es muy elevada en el caso del ser humano, le proporciona a éste una enorme capacidad de transmisión, un repertorio de conocimientos y destrezas inmenso gracias al cual las generaciones anteriores están copresentes entre la actual. Sólo debido a la cultura, en efecto, los que nos han precedido perduran entre nosotros (sin ella, la idea misma del “espíritu” no podría haber aparecido; de hecho, sin ella, evidentemente tampoco habría nadie para pensarla). Constituye, por tanto, una fabulosa forma de “externalización” de la información, que al pasar a ser extrasomática ‒que no “inmaterial”‒, llega adonde no puede llegar la transmisión biológica (genética).
Nuestra conducta, por tanto, está
determinada tanto por el instinto como por el aprendizaje, como la de cualquier
otro animal con un sistema nervioso complejo; pero lo está en un grado mucho
mayor que cualquier otro por el aprendizaje, dado el peso específico que
lo cultural tiene en nuestra especie, lo cual se debe a nuestra elevada
inteligencia. Ciertamente, llega un momento en el que un animal suficientemente
inteligente traspasa ese límite e invierte el peso específico de lo innato y
lo adquirido; límite que cabe situar en el desarrollo de la técnica,
en el sentido pleno de la palabra ‒esto
es: una que evoluciona históricamente, que no está permanentemente repitiendo su
“punto de partida”‒. Una
vez traspasado ese límite, lo instintivo va quedando en gran medida atrofiado,
hasta el punto de que en el ser humano no cabe hablar propiamente de “instintos”
(conductas complejas innatas de carácter adaptativo), sino, a lo sumo, de
ciertos “reflejos” (meras respuestas fisiológicas instantáneas a estímulos
sencillos) y de “impulsos” (tendencias inarticuladas, instintos vestigiales incapaces
de proporcionar respuestas elaboradas si no es por medios adquiridos, es decir,
ya culturales). Tanto peso tiene la cultura en nosotros que ha llegado a
“desconectar” la conducta instintiva, el “programa biológico” con el que vienen
equipados todos los animales para garantizar su supervivencia. El instinto ha ido
siendo sustituido por el aprendizaje, más estrechamente vinculado al entorno,
más plástico y adaptativamente eficiente, y por tanto más relevante para la supervivencia.
No tiene que esperar millones de años para cambiar, lo hace a un ritmo
infinitamente más rápido, interviniendo así en la propia selección natural. Este
“círculo virtuoso” no se inicia con el Homo sapiens, sino que se remonta
a la antropogénesis, y por tanto es acumulativo; recogemos evolutivamente los éxitos
de los homínidos que nos han precedido. Gracias a esta “retroalimentación
cultural”, la selección natural va dejando paso a la artificial y la presión
biológica se relaja, tanto a la hora de sobrevivir como de reproducirse. Cada
vez dependemos menos de lo genético y más de lo adquirido y transmitido por
medios culturales, artificiales. O sea, cada vez dependemos menos de los genes
y más de la información almacenada en el cerebro (memes), por no hablar de
fuentes externas. Así es como el instinto es reemplazado por el
aprendizaje, y no ya “reprimido”, como creía Freud, como si permaneciera en el
inconsciente esperando ser liberado. La cultura es, de hecho, un vasto sistema
de mediaciones y sustituciones. Esta idea es fundamental. En otras
palabras, los seres humanos no somos “lobos amaestrados”, somos “perros”.
Pero, entonces, ¿en realidad lo
natural ha desaparecido y ya no hay tal “cohabitación” como la que
planteaba al comienzo? Ésta parece ser la conclusión a la que ha llegado una
gran parte del pensamiento actual, el “culturalismo” predominante en el ámbito
de las ciencias sociales y humanas, y que monopoliza ‒cómo
no‒ los estudios
culturales, de género, etc. Según este enfoque, el ser humano es el resultado
de una autopoíesis sociocultural absoluta, un producto de la
historicidad que se agota en ésta, de modo que en él no queda ningún resto
biológico relacionado con su conducta. De hecho, intentar vincular la
conducta humana con lo “natural” (ya se trate de los genes, o de estructuras neurológicas,
o del sistema endocrino, etc.) es considerado inmediatamente una forma de
“darwinismo social” sospechoso poco menos que de nazismo. Muy al contrario, se
entiende que somos puras mentes (o entidades sociales) que se autodeterminan
sin relación con lo biológico; identidades en (de)construcción que se definen básicamente
a partir de sus sentimientos (los cuales, una vez más, no tienen base cerebral,
lo cual les impediría ser “libres” y “decididos”); “cuerpos” que,
paradójicamente, no guardan relación alguna con la animalidad. En resumen, que
somos almas, dicho en un lenguaje filosófico (o religioso) clásico. Por
supuesto, esta forma de pensar no existe siquiera en el ámbito de las ciencias
naturales, cuyos miembros, por lo demás, no suelen formar parte ‒no en cuanto tales‒
de ciertas formas de activismo político de carácter claramente redentor.
Sin embargo, aunque desaparezcan las conductas
instintivas debido al influjo creciente de las pautas de comportamiento
adquiridas (en lo cual juega un papel crucial, además, el nacimiento
“prematuro” y la “maduración lenta” del ser humano, inmerso desde que nace en
un intenso y prolongado proceso de socialización), permanece el deseo en
nosotros como resto indeleble de aquéllas. Éste sigue siendo, a pesar de ese
intensivo proceso de socialización, nuestro motor conductual ‒sin el cual, sencillamente, moriríamos, al caer en una
apatía absoluta‒; negar este “anclaje biológico”
del ser humano es teóricamente erróneo y absurdo desde el punto de vista de las
consecuencias socioculturales de la teoría. El deseo es la
representación mental de un objeto (su “fin”) cuya consecución es (o se cree) placentera;
dicha consecución podrá darse o no, pero la representación está ahí y es ya
de por sí placentera, aunque siempre menos (en principio) que el objeto
deseado. Es, en suma, la representación anticipatoria de un placer, que nos
orienta hacia el mismo, en virtud de alguna característica de su objeto que
lo hace “deseable” ‒o, a la inversa, en el caso del miedo,
la representación anticipatoria de un dolor, dolorosa ya de por sí, por
algo que hace a su objeto “indeseable”, esto es, “a evitar”‒. Pero lo más importante aquí es que, gracias a la cultura, el
deseo puede vincularse a nuevos objetos (una sustitución propiciada
por alguna analogía entre ellos); y así, el fin cambia, pero la tendencia
siempre permanece. El deseo, placer anticipado y diferido en su consecución,
puede tener un repertorio de fines alimentado culturalmente, pero su base (activación del circuito cerebral del placer, producción
de dopamina y otros neurotransmisores, posible excitación orgánica) no deja de ser biológica. En el
ser humano, el deseo es a la vez cultural y precultural; de ahí las confusiones
que surgen en torno a él. Hay que
distinguirlo, insisto en ello, del impulso, un instinto atrofiado (alimentación,
reproducción, lucha, etc.) que ha recibido formas sociales normativizadas y pervive
en nosotros como un “marco de respuesta genérico” a ciertos estímulos o
situaciones. El deseo, por el contrario, es más activo (no tiene por qué
ser una respuesta; puede preceder al estímulo o situación), individualizado
(no es una tendencia genérica, sino particular), específico (en cuanto a
su objeto) y mediado (en cuanto a la representación del objeto) que aquél.
Por tanto, y aunque de un modo altamente
mediado por la cultura, la naturaleza sigue operando en nosotros en forma de
deseo, de tendencia hacia algo, hacia un determinado fin. La cultura
puede influir en la concreción de ese fin, pero hay un “esquema de
satisfacción” ‒ligado al tipo de necesidad
biológica‒ que no
puede ser producido por la cultura; ésta lo “llena”, pero no lo crea. La
cultura, al fin y al cabo, no es una isla ajena al mar que la rodea, que baña
sus costas. Más bien al contrario, la cultura es una función de la naturaleza,
en el sentido matemático del término. Una forma artificial de satisfacer
necesidades naturales, que sólo después crea nuevas necesidades artificiales
(con sus respectivas formas de satisfacción, etc.), limitada por factores
ecológicos, demográficos, económicos y tecnológicos. Pero las necesidades originales
permanecen, y con ellas el deseo ‒cuyos “esquemas” están inscritos
en nuestros genes‒, que aspira al placer
correspondiente a su satisfacción. La representación finalística en que
consiste puede ser reemplazada analógicamente (a partir de similitudes, permutaciones,
correspondencias, etc.) por la cultura, pero nunca eliminada; debido a
los “esquemas”, tampoco puede ser reemplazada de un modo totalmente arbitrario:
el deseo puede estar culturalmente “orientado”, incluso puede ser “engañado”,
pero sólo dentro de ciertos límites. Un reemplazo que se aleje demasiado, en
sentido semántico, de su objeto, no resultará convincente, no creará un enlace
hedónico sólido, por más que obtenga otro tipo de recompensas
(satisfacciones). Desde luego, no de forma estable. Quedará como un deseo
frustrado, no se asociará con la recompensa proporcionada, desajustada con
el “esquema”. Esto es importante: como modos de transmisión de información que
son, la cultura (el modo adquirido y reversible) no puede “deconstruir” la
naturaleza (el modo heredado e irreversible), sino a lo sumo “modularla”. Y
ello pese al culturalismo actual, empeñado en que somos seres única y
totalmente “históricos”, productos de “relaciones de poder” coyunturales, etc. No
funciona así. Lo cultural no puede darle cualquier contenido a lo natural.
No nos hemos desprendido
de todo suelo biológico, como una planta que ya no hundiera sus raíces en la
tierra, y probablemente ‒esta vez contra el pensamiento transhumanista‒ nunca lo hagamos.
Hay, siguiendo con lo anterior,
una semántica fundamental, producto evolutivo de la propia antropogénesis.
Esto nos introduce en el terreno de lo simbólico, una dimensión
primordial de lo humano que encontraría en el planteamiento que propongo una
nueva fundamentación. Lo simbólico ha sido visto siempre como lo cultural
por antonomasia, pero creo que, en realidad, lo simbólico ‒en su “función primaria” (mítica)‒ es un puente tendido
entre lo natural y lo cultural; el vestigio vivencial y subjetivo de lo
biológico, de la pertenencia irreflexiva a la naturaleza, que perdura en el
mundo cultural como depósito de representaciones enlazadas con un
posible placer o dolor (y por ello mismo inseparables de lo emocional; de la esperanza
o el miedo). En lo simbólico se efectúa la síntesis o traducción (“sinducción”)
entre los flujos de información natural y cultural ‒en
cuanto red de representaciones (materializables extra-psíquicamente) enlazables
con el deseo‒,
dando así continuidad a ambos niveles. Así como el símbolo es una
representación enlazable con el deseo, el deseo, a su vez, siempre es
simbólico; por ello precisamente esa representación, en cuanto anticipación
hedónica que motiva (proporciona un fin) la conducta, siempre es sustituible
por otra análoga. Por más que los reemplazos simbólicos sean
culturales, sociohistóricos, han de tener algún encaje semántico en los
“esquemas” de la especie, adaptativos y heredados; con ese fondo precultural
que se “realiza” así materialmente en el mundo cultural. Una “codificación” de
lo biológico en un lenguaje ya cultural, que sustenta una red de
significantes universales (traducibles entre sí) capaces, al ser reemplazados,
de desencadenar conductas específicas en individuos o colectivos ‒cultura y naturaleza constituyen “contenido” y “forma”,
respectivamente‒. Así
es como, p. ej., puedo experimentar una gratificación en la idea de la “patria”,
sólo por cuanto ésta remite a la “tribu” (mi “familia”, “los míos”) arraigada en
nuestro repertorio simbólico ‒enlazado con satisfacciones
biológicas‒; o puedo sentir una
satisfacción por determinadas convicciones ideológicas, en la medida en que encajan
con sentimientos de empatía hacia mis congéneres, considerados en abstracto
‒empatía hacia la cual estoy
“predispuesto” biológicamente, como miembro que soy de una especie sociable‒; o puedo gozar de la fe, que ‒a través de las figuras
simbólicas de Dios o los dioses‒ enlaza con una sensación
de pertenencia a la naturaleza, de “religación” con la totalidad de la que estoy escindido, y por ello mismo
doliente, etc. (Puedes leer la segunda y última parte de este texto en este enlace.)
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