Más sutil y difícil de detectar que la falacia naturalista, es un obstáculo para el pensamiento no menos importante que ésta.
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LA FALACIA DEONTOLÓGICA
O la negación de la objetividad por motivos morales
D. D. Puche
@HellstownPost | 26/7/21 | © 2021
Es de todos conocida la llamada “falacia naturalista”, consistente en sostener que de un conjunto de características observables de algo se puede concluir su carácter moralmente “bueno” o “malo”. Ahora bien, la moral sólo es aplicable al ser humano, al menos en principio, en cuanto sujeto activo de la misma; de modo que esta falacia consiste, más específicamente, en sostener que del conjunto de características que una persona o colectivo humano posee necesariamente para ser lo que es (o sea, su naturaleza o esencia), se puede concluir su valor moral, su puesto en una escala ordenada de “moralmente mejor” a “moralmente peor” (y, como consecuencia, se puede decir de los valores, y hasta de las cosas, que son buenas o malas, mejores o peores, en la medida en que sean “naturales” o “convencionales”). Así, por ejemplo, leyendo a Aristóteles uno encuentra ejemplos bastante claros de esta falacia, cuando afirma que el esclavo lo es por naturaleza y debe (en cuanto esclavo, esto es, inferior) servir al ciudadano libre; o que la mujer está naturalmente supeditada al hombre y debe, por ello mismo (en cuanto mujer), someterse y obedecer a éste.
Esta falacia, popularizada por Moore ‒que veía en ella una pretensión “metaética” basada en reducir la ética al tipo de conocimiento propio de la naturaleza‒, hunde sus raíces en la crítica ética de Hume, quien ya criticaba que de cómo es algo se pretenda deducir cómo debería ser, en un sentido moral. No hay que confundir, así pues, la falacia naturalista (que identifica lo natural con lo bueno) con la llamada “ley de Hume” (que prohíbe el tránsito del ser al deber ser). Se podría decir que la primera es una modalidad de la segunda; no obstante, a menudo se confunden, al tomar la parte por el todo, y no es infrecuente encontrar que se llama “falacia naturalista” a la crítica humeana de la deducción de lo deontológico a partir de lo fáctico. Dado que este uso está bastante extendido, y una vez hecha esta aclaración, no veo demasiados problemas en seguir hablando de “falacia naturalista” para referirme a ambos errores éticos en conjunto.
El cuestionamiento de esta falacia, que refleja potentes prejuicios, ideologías y sesgos cognitivos muy arraigados en nuestra conciencia, ha conducido a grandes revulsivos históricos, a menudo a auténticas conmociones socioculturales, y se podría incluso decir que ha constituido la ocasión de grandes “hallazgos racionales”. Cuando Platón defiende la plena igualdad política de hombres y mujeres, cuando Marx critica las condiciones coactivas en que los trabajadores venden su fuerza de trabajo en el mercado laboral capitalista o cuando Boas, Malinowski o Benedict combaten el etnocentrismo en las ciencias sociales, asistimos a momentos cruciales para la racionalidad humana, ganancias históricas que en términos intelectuales ‒en otros sí‒ no tienen vuelta atrás, y que han sido posibles precisamente por cuestionar la falacia naturalista. Según ésta, de dichas situaciones de sometimiento (el de las mujeres, los trabajadores, las culturas no blancas) sólo cabría extraer una clara inferioridad natural (nunca una coyuntura histórica variable) que debe, en un sentido ético, prolongarse en el futuro, puesto que “así son las cosas y así tienen que seguir siendo”. En el fondo, refleja los prejuicios de quien ocupa una posición privilegiada y necesita justificar que la misma no cambie nunca; supone entender como invariable, eterna, la situación que a uno le resulta ventajosa.
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Esto ya no tiene vuelta de hoja; es viejo y está muy trillado. De vez en cuando surgen nuevas formas de esta falacia, que intentan darle una apariencia más sólida, incluso “científica”, pero que invariablemente conducen de vuelta al mismo mecanismo argumentativo. Así, por ejemplo, cuando se fomenta el uso de una única lengua, en un territorio bilingüe, como “la natural” de los que viven allí, la “ligada al hecho de la nacionalidad”, frente a la otra, que se ve como “foránea”, y por tanto “impuesta”, incluso aunque tenga más hablantes y siglos de cómodo arraigo en dicho territorio. Apelar a lo étnico es una forma que se considera, en ciertos círculos sociales, políticos, mediáticos y académicos, preferible ‒por ser más sutil o efectivo‒ a hablar de lo racial; pero así tan sólo se sofistica (término que, en efecto, procede de “sofística”) un poco la misma falacia naturalista de siempre, la que atribuye un deber ser al reconocimiento de un determinado ser. La que considera “bueno” cierto estado de cosas “natural”, frente a la “maldad” de otro estado de cosas “artificial”. El razonamiento moral (falaz) que se hace aquí es el mismo: “eres tal cosa, luego deberías comportarte de tal o cual manera, o dejarás de serlo”.
Pero, como suele ocurrir con los asuntos humanos, la exposición y señalamiento de la falacia naturalista ha propiciado el nacimiento de una falacia de signo opuesto. Se revela aquí el mecanismo de péndulo (“dialéctico”, preferirían decir algunos) de nuestra psique, que al combatir un extremo tiende inercialmente a irse al contrario sin reparar en sus nuevos excesos (los cuales, en todo caso, ve siempre legitimados). La crítica a la falacia naturalista, a la que las ciencias sociales y humanas, así como los históricamente más recientes estudios culturales (y muy destacadamente los de género), se han dedicado con denuedo, ha terminado por conducir a lo que podríamos llamar la “falacia culturalista”, o si se prefiere, “falacia deontológica”.
Consiste ésta ‒reflejo completamente simétrico de la anterior‒ en sostener que, a partir de cómo deberían ser las cosas, en términos éticos, se puede establecer cómo son de hecho. Y, lo más importante, cuando no es así, cuando no encajan en ese molde, se niega su entidad. Esto es, que la realidad humana (casi por definición se proscribe el hablar de “naturaleza humana”) ha de ser tal, en términos descriptivos, que se ajuste a lo que previamente se ha decidido que el ser humano ha de llegar a ser, en términos prescriptivos. Toda descripción de nuestra conducta, ya sea individual o colectiva, que no se ajuste a esa deontología, es por ello mismo inmoral (¡entiéndase, en cuanto tal descripción!), pues contribuye a alejarnos de esa finalidad y, por tanto, hace peor el mundo. Dicho en otras palabras: se parte de que el ser humano es un ser libre, que se hace a sí mismo a través de sus propios actos; algo indeterminado, un alma, en el fondo, independiente del cuerpo y de cualesquiera condicionantes materiales. Y cualquier descripción del ser humano que restrinja de algún modo esta concepción de la libertad (básicamente, el clásico liberum arbitrium indifferentiae), es por ello mismo moralmente mala. Pero no sólo eso: pues la falacia deontológica extrae la “veracidad” de la “corrección moral”. O sea, que la verdad o falsedad de una teoría sobre el ser humano se hace depender de las consecuencias prácticas que hipotéticamente tendría (de su deseabilidad o indeseabilidad éticas). Y cualquier enfoque teórico que niegue esto es necesariamente falso, porque entonces el ser humano no podría llegar a ser como debe ser. “Eres tal o cual cosa, luego debes actuar de esta o aquella manera”, decía la falacia naturalista; “debes hacer esto o lo otro, luego eres así o asá; y si no estás de acuerdo con esto último, es que te niegas a hacer lo que debes”, reza la falacia deontológica. Éste es su argumento implícito.
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Es importante lo que señalaba sobre lo que “en el fondo” somos; o sea, los presupuestos ontológicos de lo que decimos. Desde el punto de vista de los defensores de la falacia deontológica, nuestro ser es independiente del cuerpo y de cualesquiera condicionantes materiales. Hay que detenerse en esto. En efecto, el ser humano estaría según ellos totalmente libre de lo material, pero no así de lo social, a lo cual le dan una importancia absoluta, hasta el punto de que lo sociocultural ‒una vez negada la naturaleza‒ sería el nuevo “absoluto metafísico” del que mana la realidad. ¿Y por qué niegan lo material mientras tienen en tal consideración lo social? Lo exige la propia falacia; es parte de la petitio principii en que consiste: se debe a que lo natural no se puede cambiar de forma arbitraria, pues responde a su propia legalidad, pero lo social sí ‒por supuesto, en (su) teoría, aunque tampoco en la práctica‒. Y no sólo eso, sino que además esta forma de maniqueísmo permite sostener una polaridad entre el “bien” y el “mal” (partidarios y adversarios de ese cambio, respectivamente, vaya en la dirección que vaya el mismo) sin la cual el propio dispositivo argumentativo no tendría razón de ser. Éste se basa en la eterna guerra del bien contra el mal, de la que el primero deberá salir victorioso algún día; y de hecho, en lo crucial, estaría próximo a hacerlo. Es inminente que ocurra algo decisivo. Está a punto de producirse el acontecimiento. La revolución. De no asumir esto, la falacia se viene abajo enseguida, pierde toda fuerza persuasiva; y lo hace porque necesita ese subtexto. Ciertamente, la falacia deontológica es mucho más sutil y difícil de advertir que la naturalista (aquí la estoy exponiendo de forma muy esquemática, pero no suele ser tan obvia), pues se esconde tras las críticas ‒correctas‒ a aquélla, y además, demuestra su gran eficacia como articulación de un sesgo cognitivo, al cuestionar moralmente a quien la cuestiona teóricamente. Por ello es frecuente hallar mecanismos psíquicos de autocensura en quienes lo intentan, sobre todo cuando pertenecen a ciertas franjas ideológicas. Algo en lo que ahora no viene al caso entrar, pero que sería otro importante problema a analizar, es de dónde se obtiene esa pretendida legitimidad moral, cuál es la fundamentación racional de ese deber ser. No suele aclararse: por lo general, se da por sabido. Quizá se trate de una “intuición” basada en última instancia en lo emocional, como creía Moore; algo que, por definición, nunca podrá ser descrito en términos objetivos (“naturales”). Pero baste aquí con analizar el argumento desde el punto de vista formal, al margen de su contenido concreto.
Esta falacia responde a lo que llamaba Durkheim el “postulado antropocéntrico”, del cual decía que era uno de los principales escollos en el camino de la ciencia. Según él, el ser humano tiende a negar todo aquello que sugiera que carece de un poder ilimitado sobre sí mismo y sus circunstancias; que le recuerde que está sometido a fuerzas que no puede modificar. Y por tanto, ha de negar «una naturaleza que no depende de la arbitrariedad de los individuos y de la que derivan relaciones necesarias». Se trata de la «ilusoria posesión» de una «omnipotencia» que constituye un «deplorable prejuicio», al fin y al cabo (Las reglas del método sociológico, Prefacio 2ª ed.). Ésa es la cuestión. La ciencia (que siempre es materialista, y ello pese a Durkheim, cuya escuela lo niega) aparece como la principal enemiga de la falacia deontológica porque describe un ser sin propósito moral (sin un deber ser). Por eso hay que negar sus resultados. Mientras no afecte a las tesis sostenidas por la falacia, se puede tolerar, y hasta defender; pero en cuanto una ciencia demuestre algo que suponga una objeción ‒siquiera intelectual‒ para el proyecto sociopolítico que se pretende instaurar, de repente se vuelve “ideológica”, “un constructo del poder”, “un órgano del capitalismo”, o “del cisheteropatriarcado”, o lo que toque. La ciencia pretende “imponernos” cómo ser, al afirmar que hay un sustrato de lo que somos. Y por ello, muy destacadamente, son objeto de desautorización y de ataques teórico-políticos la biología, la genética y la neurociencia, que representan, en este sentido, una amenaza para el discurso de la total y libre autopoíesis (trans)humana. De hecho, entre los defensores de la falacia deontológica ‒que, como ya dije, son legión en ciencias sociales y humanas, así como en los estudios culturales y de género‒, llamar “cientificista” o “biologicista” al adversario teórico se considera ya en sí mismo una refutación.
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Por lo que a mí respecta, lo tengo muy claro: quien se enfrente a la ciencia es alguien de cuya parte no puedo estar, pues de sus tesis siempre resultarán falsedades, y nada verdadero ni bueno puede levantarse sobre éstas, sobre todo cuando se es consciente de que lo son. Sólo entenderemos del todo las consecuencias de esta nueva teología irracionalista, me temo, cuando nos haya acercado un paso más a la barbarie que parece avecinarse, y a la cual contribuye no poco. Es, no me cabe duda, uno de los tres pilares del desmoronamiento sociocultural y político que se cierne sobre nosotros, junto al desarraigo nihilista del capitalismo tardío y a los autoritarismos posdemocráticos tanto políticos (neofascismo, nacionalismo) como religiosos (fundamentalismo). En realidad, las tres formas de barbarie ‒la que fomenta la izquierda, la que fomenta el liberalismo y la que fomenta la derecha, respectivamente‒ se retroalimentan. Son partes de un mismo proceso de descomposición sistémica. La falacia naturalista es falsa; pero la deontológica, a menudo, resulta contradictoria, al destruir las condiciones mismas de objetividad que permitirían fundamentar sus propias exigencias prácticas (lo cual no permite criticarla, de modo que se pone por encima de lo racional). Esto permite, de hecho, que sus argumentos contra “lo dado” sean perfectamente reversibles y se puedan emplear en favor de posturas morales contrarias ‒como muy bien ha aprendido a hacer la alt-right‒. La “cultura de la cancelación” no es más que una consecuencia práctica de esta falacia, y aún está por ver adónde nos puede llevar este peligroso sendero del más puro macartismo cultural.
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