Este texto puede considerarse un
resumen de los problemas que abordo, con mayor extensión y justificación, en la
segunda mitad de mi libro Vivir en el desarraigo. La transformación de lo
humano en el siglo XXI. Remito a éste al lector interesado. Asimismo, el
texto me sirve para esbozar ciertas puntualizaciones y desarrollos que pretendo
hacer en el próximo libro en el que estoy trabajando ya, Topología del mundo, del cual he ofrecido algún anticipo en esta página. Agradezco a
los lectores las críticas y comentarios recibidos, que siempre son de utilidad.
A partir de este planteamiento
creo que se puede reconstruir el núcleo teórico del psicoanálisis ‒pienso especialmente en el junguiano‒ sobre una base más sólida, reelaborando la cuestión de la
formación y la dinámica del deseo y su relación con el “inconsciente”. La clave
es que la matriz semántica de las representaciones simbólicas que orientan
nuestra vida (los “esquemas” ya mencionados, que son la base psicobiológica
de los “arquetipos”de Jung) articula una densa red de enlaces hedónicos
(el “inconsciente colectivo”) que, si bien dependen de marcos sociales concretos,
remiten a un sustrato natural anterior a ellos que es preservado así, en forma
de sistema de expectativas y aplazamientos de placeres. Lo que el
psicoanálisis entiende como “el inconsciente”, por tanto, no sería sino el
esquematismo simbólico sociobiológico (esa red de enlaces de
placer/displacer, con sus correspondientes motivaciones e inhibiciones
conductuales y los conflictos entre ellas) resultante del proceso de antropogénesis.
O sea, la síntesis semántica entre el deseo (tendencia biológica hacia el
objeto) y un universo analógico de representaciones de objetos brindado por la
cultura. Ésta le da soporte extrasomático a la información ‒lenguaje, escritura, arte, etc.‒, garantizando su
transmisión intergeneracional y ocasionando, a la vez, todo un sistema de
desplazamientos de los significantes ‒que
cada individuo puede “ensanchar” con los propios‒ validado en última instancia
por su valor adaptativo. Éste es el que “homologa” la sustitución de
representaciones y “fija” los enlaces, haciéndolos transmisibles. El
inconsciente constituye, de este modo, un complejo sistema de analogías (las
“metáforas” a las que las variantes posmodernistas del culturalismo pretenden reducir,
equívocamente, todo pensamiento objetivo y conceptual) que, desde luego, no
debe confundirse con los fenómenos
cerebrales “inconscientes” de procesamiento de la información que estudia la
neurociencia, los cuales serían anteriores y le proporcionarían su base
orgánica (que es la de un cerebro evolutivamente “prehistórico”, del que depende,
por lo demás, nuestro sistema de recompensa). El inconsciente del
psicoanálisis, bien entendido, es el campo semántico fundamental que preserva
simbólicamente, transmitiendo así la carga hedónica del deseo, los fines (objetos)
cuya consecución dio lugar a conductas que resultaron ser exitosas (adaptativas).
Ahora bien, ¿cómo puede un individuo cualquiera, de cualquier lugar o época, saber
eso, y así, disfrutar de ese placer vicario como si él mismo hubiera tenido
antes esa experiencia? La cuestión es que no tiene por qué saberlo; lo
único relevante es que sepa si las representaciones simbólicas que orientan
su deseo se adecúan o no al repertorio simbólico social ‒el acervo simbólico del “inconsciente colectivo” se incrementa
o no en función del éxito adaptativo reconocido públicamente (con verdad o sin
ella) en otras conductas, que se han sabido (o creído) motivadas por determinadas
representaciones‒, del que extraerá la “realidad”
(siempre apreciada subjetivamente) de sus propios símbolos motivadores y la “posibilidad”
de su consecución (también subjetivamente considerada).
Mientras tanto, y al margen de toda la problemática de la
“síntesis” entre naturaleza y cultura, lo específicamente cultural es el
conjunto de lo aprendido y transmitido intergeneracionalmente. Conocimientos,
destrezas, actitudes, etc., marcadamente históricos. Y entre ellos, una
serie de creencias, valores y costumbres que, sin lugar a duda, podemos llamar
también simbólicos; sin embargo, este simbolismo es distinto de lo simbólico
profundo, pues en esta “función secundaria” (referencial) se trata de meros operadores
de significado (igualmente analógicos, eso sí, y con la posibilidad de
conectarse con los anteriores) de carácter básicamente explícito, o sea,
reconocidos como artificiales ‒y que, por tanto, no sirven en
principio para formar enlaces hedónicos‒. La cultura humana en cuanto
tal, más allá de las animales, es acumulativa y cambiante (y por
ello mismo “histórica”): cada generación se beneficia de la información transmitida
por muchas generaciones precedentes ‒potencialmente
todas‒, no sólo por la anterior. Así,
la adaptación al medio se eleva a un nivel mucho más mediado, que permite
intervenir en él de formas exponencialmente más complejas, hasta el punto de llegar
a transformarlo. La cultura humana es por ello un sistema artificial de
satisfacción de necesidades naturales, que a su vez crea otras necesidades
artificiales nuevas. La inteligencia, que es una capacidad adaptativa,
permite poner los medios para la consecución de fines ya dados (en forma
de deseo) por la naturaleza; pero esos medios, a su vez, se convertirán en fines
secundarios para los que se dispondrán ulteriores medios (enlazando nuevos
deseos en una cadena que va perdiendo intensidad), y así sucesivamente. Sin
embargo, lo que sostiene hedónicamente la serie entera, la cadena motivacional ‒con su capacidad anticipatoria‒,
y le proporciona un fin en conjunto (“felicidad”), es la naturaleza. La cultura
no puede fundamentarse a sí misma; depende de algo “anterior” a ella. Así
pues, la naturaleza pone los fines, y la cultura los medios, aunque a partir de
éstos despliega toda una gama de fines intermedios sometidos en principio a
aquéllos ‒lo contrario llevaría,
probablemente, a la extinción‒. La cultura permite un gran
desarrollo en los seres humanos de la voluntad, apenas esbozada en
algunos animales. Consiste ésta en la interacción entre los fines (mediatos o
inmediatos) y una inteligencia biológicamente elevada y culturalmente formada (por
eso sólo se atisba en algunos animales) como medio de satisfacerlos; se concreta
psíquicamente en cada individuo, y está estrechamente relacionada también con
componentes emocionales. La voluntad no debe confundirse con el deseo, como
éste no debe confundirse con el impulso; a diferencia del deseo, la voluntad pertenece
al terreno pleno de la “consciencia”, esto es, de una percepción (descripción) y
valoración (prescripción) de la realidad más o menos clara y explícita, y
conlleva la capacidad de posponer una satisfacción a corto plazo por otra mayor
a largo plazo. Es decir, la capacidad de retener el deseo. Así pues, sólo
gracias a la voluntad hay libertad.
Hasta aquí he hablado de la naturaleza y la cultura,
y del complejo tejido intermedio simbólico que se forma entre ellas,
puesto que el ser humano (un animal “desarraigado”) no puede experimentar la
naturaleza como tal, sino únicamente a través de mediaciones simbólicas, que
son las que constituyen su deseo ‒que no “instinto”‒ como tal. Podría decirse, por tanto, que lo simbólico es
nuestra naturaleza vicaria, lo que culturalmente la sustituye desde el
punto de vista de su contenido, aunque nunca de su forma. En resumen, el ser
humano tiene naturaleza (simbolizada) y cultura (simbólica). Un
simbolismo de “primer orden”, antropogenético, y otro de “segundo orden”,
histórico.
Pero queda por añadir un tercer ámbito a una descripción
completa del ser humano ‒lo cual quiere decir que no
somos “duales”, sino más bien “trinos”‒. La inteligencia, que es una capacidad
biológica adaptativa (la capacidad de emplear la información como instrumento
para la resolución de problemas), puede, una vez desarrollada, reorientarse
hacia fines no relacionados con la supervivencia. Ya lo hace en el ámbito
cultural, por supuesto, que de lo contrario ni existiría (pues depende de la
información almacenada en el cerebro tanto como la biología depende de la
información almacenada en los genes); en este ámbito, la inteligencia se dedica
a poner medios para fines mediatos, sólo indirectamente ligados con la
supervivencia. Pero es que, gracias a esa “plasticidad” (retroalimentada por la
cultura), la inteligencia puede también reorientarse hacia fines supraadaptativos,
no relacionados en absoluto con la supervivencia ‒esto
es, que no son medios para otros fines‒, y así, puede darse sus
propios fines de carácter universalista. Hablamos entonces no ya de
“inteligencia”, sino de “racionalidad”. La inteligencia, elevada a “razón”,
descubre así algo “más allá” de la naturaleza, pero también de la propia
cultura (aquella a la que pertenece). Un ámbito de preocupaciones y propósitos
no dados por la biología, pero tampoco por la cultura ‒aunque desde luego no tendrían lugar sin ésta‒; quizá no tendría que darnos miedo recuperar el término
“metafísico” para referirnos a este ámbito, sin que ello implique entrar aquí
en la cuestión de si se trata de información que la inteligencia descubre fuera
de sí (Platón) o en sí misma (Kant), y las consecuencias que ello
tenga.
La voluntad (deseo + inteligencia) se halla así tensionada
entre unos fines biológicos (inmediatos), otros culturales
(mediatos), y unos terceros racionales, que son de un tipo de inmediatez
diferente de los biológicos; algo, como decía, que se “descubre” en lo cultural
y gracias a lo cultural, pero que está más allá de este ámbito como tal. (Podría
ser compartido, hipotéticamente, por una especie inteligente no humana ‒p. ej., extraterrestre‒, con una base biológica
distinta a la nuestra y patrones culturales totalmente heterogéneos.) Estos
fines racionales no suelen ser los que determinan la conducta; no, al menos, la
mayor parte del tiempo. Lo que sí suele darse es una “racionalización” del
deseo (trabajo de la inteligencia, en cualquier caso, pese al término), que
hace pasar el propio interés por un fin “objetivo”; en este caso nos topamos
con una serie de investiduras simbólicas ‒ya sean esos símbolos de tipo mítico
o histórico‒ que hacen muy difícil
diferenciarlos.
Lo natural, insisto en ello, perdura en forma de representaciones
simbólicas placenteras en sí mismas, si bien menos que la consecución de su
objeto; la representación en sí (contenido) es cultural, pero la satisfacción
ligada a ella (forma, “esquemas”) es de origen biológico e inextirpable. Para
evitar muchos problemas que aquejan a la filosofía actual, e incluso a las
ciencias sociales, habría que distinguir cuidadosamente este orden simbólico
(anclado en nuestra naturaleza, cuya forma de expresarse “mítica” sólo muy a la
ligera puede considerarse “irreal”) del ideológico (estrictamente
cultural) y del metafísico (dependiente de la racionalidad; éste sería
el campo de trabajo “propio” de la filosofía). Frente a lo ideológico, que es
plenamente histórico, tanto lo mítico-simbólico como lo metafísico-racional
revelan dos formas de “eternidad” en nosotros: la de lo “siempre pasado” y lo
“siempre futuro”, respectivamente. Formas de interpelación de lo real,
“llamadas” al ser humano, que distintas filosofías han confundido
sistemáticamente (p. ej., la de Heidegger, cuya obsesión por el ser proviene
básicamente de ahí), del mismo modo que las ciencias sociales confunden una y
otra vez lo simbólico y lo ideológico, cerrándose la comprensión a una parte
esencial de lo humano.
En cualquier caso, esos tres órdenes se disputan la
voluntad humana. De ahí la importancia de conocerlos bien y de saber dónde
termina uno y empieza otro, cosa que el culturalismo ya mencionado se muestra
absolutamente incapaz de hacer. Y ése tiene que ser, precisamente, el trabajo
de la filosofía, que en esto se muestra juez y parte: pues, por un lado,
debería establecer esos límites (tarea “crítica” o “negativa”), pero por otro,
tendría que hacerse cargo del tercero de esos órdenes para explorarlo (tarea
“metafísica” o “positiva”); una tarea, sin embargo, a lo que parecen haber
renunciado la mayoría de los que hoy presumen de aportar algo a esta
disciplina. Ese tercer orden existe con independencia de la filosofía, y reclama
igualmente al ser humano en cuanto animal racional ‒lo cual significa mucho más que “animal inteligente”‒; no obstante, su cultivo (en el sentido más agrario del
término) sistemático y organizado, esto es, la historia de la filosofía, es lo
único que permite que llegue a tener un profundo calado sociocultural. Gracias
a esta última tarea “positiva”, en efecto, la filosofía añade posibilidades
de resolución al repertorio de la voluntad humana (y con ellas, incrementa
su libertad), atrapada siempre entre fuerzas, tanto naturales como
culturales, que pretenden determinarla por completo.
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