¿Pueden unas décadas de educación deshacer el trabajo de
selección artificial de nuestra especie durante milenios?
LO PRIMITIVO EN EL SER HUMANO
La naturaleza humana y los límites de la educación
A propósito de
lo que decía recientemente en Naturaleza, cultura y racionalidad,
y de algunas de las respuestas recibidas, tengo que añadir las siguientes
consideraciones sobre la relación entre lo hereditario, lo adquirido y lo ideal
que, en conjunto, conforman el “fenómeno humano”. La omisión de cualquiera de
estas tres dimensiones ‒omisión que llevan a cabo tanto
el biologicismo (teóricamente minoritario) como el culturalismo (teóricamente hegemónico)‒ conduce a una antropología errónea con inevitables
consecuencias psico- y sociopolíticas.
Me ceñiré al culturalismo,
precisamente por el carácter dominante que posee hoy en las ciencias humanas y
sociales, así como en los círculos político, mediático y educativo. Una cosa que el
culturalismo no entiende,
y no la entiende porque no pueda aceptarla, es que los humanos ‒digámoslo así‒ no somos “lobos”, sino “perros”.
Pero vayamos por partes, porque esto, claro está, sí está dispuesto a
aceptarlo, e incluso lo hace encantado: lo atribuirá, cómo no, a la cultura y
la educación (¡siempre Rousseau!), que en nosotros han reemplazado lo
biológico. Bien. Lo que ocurre es que esto, así planteado, es una falacia. Es aquí
donde está lo que el culturalismo no está dispuesto a aceptar, el meollo del
asunto: que el perro, canis lupus familiaris, no es un lobo domesticado,
es decir, un producto directo de la cultura (“un lobo que ha recibido una buena
educación”), sino el resultado de un largo proceso ‒milenario‒ de selección artificial. O sea,
que es otra especie. Y, si bien donde hay algo “artificial”, su agente,
evidentemente, es la cultura, la materia sobre la que se ejerce dicha
selección no es directamente la conducta del animal, sino su genotipo. Lo
seleccionado, no importa que sea por la selección natural o por la artificial,
son siempre genes.
Ésta es la cuestión: pues lo que
vale para el perro, aunque no nos guste aceptarlo, vale para su homólogo
primate, el ser humano. La cultura ha cribado nuestros genes, escogiendo
diferencialmente unos rasgos u otros, desde hace miles, decenas de miles de
años (al menos, desde el Neolítico). Así pues, cuando los culturalistas dicen
que “todo es una construcción cultural”, por un lado dicen la verdad, pero por
otro, no entienden hasta qué punto es así. Lo es hasta tal punto que
excede lo que aquéllos están dispuestos a aceptar, a saber: que la cultura
ha seleccionado unos caracteres biológicos, que bien podrían haber sido otros,
pero son los que son, y no hay “educación” que vaya a modificar en lo
sustancial las tendencias biológicas de nuestra especie, más allá de ciertos
límites, si no dispone de unos cuantos milenios para “moldearnos” de nuevo.
Este plazo se reduciría drásticamente mediante la bioingeniería, por supuesto; el
sueño del “transhumanismo”, que al fin y al cabo pretende eso, transformar
nuestra naturaleza editando directamente su “código fuente”. Pero nunca se hará
partiendo de la ingenua, precientífica idea, de que la cultura nos ha
“manipulado” para ser como somos, y la cultura nos puede “liberar” de ese
embrujo. Ya pensemos como Rousseau (“somos buenos por naturaleza, la cultura
nos ha corrompido”) o como Hobbes (“somos egoístas y violentos por naturaleza,
y por ello la cultura ha de reprimirnos”), lo cierto es que ese trabajo
cultural no es el de unas pocas generaciones, sino la gran tarea
civilizatoria que escapa a la arbitrariedad de cualquier corriente intelectual
o al proyecto de cualquier generación o ideología. Desde luego,
rebasa de largo ese pueril voluntarismo tan de moda, el imperativo de que los
individuos se “deconstruyan” y aprendan a ser de otro modo, pues, como “todo es
cultura” (o sea, un “texto”), todo puede ser transformado mediante la educación
y diversas formas del coaching.
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La “gran política” de la que
hablaba Nietzsche, la “crianza” del ser humano, define inercias históricas
materiales que van más allá de la capacidad de anticipación de cualquiera. No
es cosa de cambiar los libros de texto de las escuelas; tiene más bien que ver
con un cambio civilizatorio completo. “El hombre no tiene naturaleza, tiene
historia” es una frase verdadera, siempre que entendamos que tenemos una
“naturaleza histórica”, o una “historia natural”. Es la que es, nos guste o no;
podemos conocerla e intentar hacer lo mejor posible con ella, o vivir
negándola. Lo primero es el camino que ha emprendido desde siempre cualquiera
forma de sabiduría; lo segundo define un proyecto político-cultural (que
hoy se dice, encima, “biopolítico”, sin entender siquiera el alcance de las
palabras) condenado de antemano al fracaso.
Nadie negaría hoy, como se quiso
hacer en tiempos del entusiasmo socio-darwinista (que avalaba “científicamente”
las tesis sobre un progreso irreversible), el papel central de lo cultural en
la configuración de lo humano; el simple intento de hacerlo ‒en favor de lo biológico‒
sería tildado inmediatamente de “nazi”, dados los peligrosos antecedentes
históricos por todos conocidos: justificación biológica del racismo, legitimación
del belicismo como forma de “selección natural”, etc. Pero hoy nos topamos
con el extremo contrario como hegemonía discursiva, a saber, la “posmodernista”
(palabra muy gastada en las polémicas actuales, pero no por ello menos
acertada, pues al fin y al cabo el posmodernismo es la oposición no
conservadora a todos los ideales modernos). Esto es, que en lo humano sólo
interviene lo cultural, transmitido socialmente, y que lo natural (lo genético,
neurológico, etc.) no tiene ninguna importancia. Es más, tocar estos
temas fuera del ámbito estrictamente académico ya de por sí te convierte en
objeto de sospechas y recelos, como al herético medieval; el posmodernismo mezcla
siempre lo científico con lo político (“narrativas”, al fin y al cabo, en una
realidad donde “todo es interpretación”), y enseguida saca a relucir los epítetos
“biologicista”, “cientificista”, etc., que ciertamente no definen ya al que niega
lo cultural, sino más bien al que simplemente recuerda que no todo es
cultural. Pero éste es el hecho que hay que negar para mantener esa vulgata
discursiva basada en la relatividad normativa absoluta, en nombre de un
“multiculturalismo” que refleja la mala conciencia del Occidente poscolonial;
el culto a una diversidad que, lejos de ser enriquecedora per se, suele
ser solidaria de la (paradójica) homogenización total exigida por el mercado:
todos estéticamente diferentes, todos iguales en cuanto consumidores; la
diferencia como el producto por antonomasia, elemento justificador del
propio consumo y a la vez del statu quo del “intelectual” crítico-con-el-sistema-del-que-vive.
Es cierto que la cohabitación de
lo natural y lo cultural ‒así como de lo racional, ese
ámbito de “autoconsciencia de la naturaleza” propiciado únicamente gracias a la
cultura‒ es compleja, a menudo
agonística; pero eso no nos puede llevar a negarla, basándonos en no se sabe
qué principios morales que autorizan a “cancelar” la realidad cuando no encaja
con los propios desiderata sociopolíticos (de esto he hablado también en La
falacia deontológica). Sobre todo cuando, además, así se demuestra un
extraordinario desconocimiento de la materia de la que se habla, frecuentemente
excusado bajo el pretexto de que el ámbito cultural es un “reino independiente”
de las ciencias naturales del que los únicos con derecho a hablar (pero, ¿no es
todo una “interpretación”?) son unos supuestos “expertos en la cultura” que, por
ello mismo, pueden sostener cualquier afirmación gratuita.
Nunca entenderá nada quien no
entienda la continuidad que hay en la naturaleza, de la que somos inseparables
por más que las nuevas teologías políticas, caracterizadas por su inmaterialismo,
se empeñen en negarlo. Su concepción espiritualista y evanescente del ser
humano sólo es el pensamiento mágico de siempre, llevado a la política que
quieren cambiar con el embrujo de las palabras. Ajena a todo esto, la vida no
es otra cosa que materia que ha desarrollado memoria, la cual, a su vez,
se expande en formas cada vez más eficientes de almacenamiento y transmisión.
Encontramos así la secuencia genes / sistema nervioso / cultura (nótese que la existencia
de memoria es condición fundamental para que surja la autoconsciencia, y no al
revés), que no se puede entender sino a la luz de la mencionada continuidad; y a
ésta habría que añadir también los más recientes productos culturales, o sea, las
tecnologías de la información y la comunicación que ya dominan nuestro mundo (las
cuales, presumiblemente, tendrían sus homólogos en cualquier otra civilización
inteligente lo suficientemente avanzada, dado que tanto en este planeta como en
cualquier otro hay unas limitaciones materiales y energéticas que llevarían a
cierta convergencia tecno-cultural, por más que los inicios bio-culturales sean
muy distintos).
Cada uno de los anteriores niveles
de desarrollo supone diferentes ritmos de funcionamiento y grados de
eficiencia, pero, en cualquier caso, actúan todos simultáneamente, en
paralelo; no “se pasa” de uno a otro, sino que el ser humano ‒o cualquier otro‒ “está” en todos ellos a la vez,
pues conviven en unas mismas formas de vida. Esa convivencia (que enmarca la
cohabitación de lo natural, lo cultural y lo racional de la que hablaba antes)
da lugar a solapamientos y decalajes entre ellos, lo cual puede llevar a
pensar, como le ocurre al culturalismo, que los niveles “anteriores” han
quedado “obsoletos” y “superados”, o sea, sustituidos por el ámbito histórico-cultural.
Pero no es así y jamás podrá serlo; antes bien, coexisten, aunque sea interfiriéndose.
No es que el culturalismo no advierta este antagonismo, por supuesto; pero lo
explica falsificándolo, velándolo: quiere entender esas interferencias ‒para así poder justificar su propia visión de la realidad
humana‒ como conflictos dentro de un
mismo nivel (el cultural), y por tanto, como algo subsanable dentro de
éste mediante la praxis político-educativa. Sin embargo, las interferencias
proceden de otros niveles, ontológicamente anteriores, que no pueden ser cancelados
por los que dependen de ellos.
Como decía Freud, que en esto
acertaba, lo primitivo nunca puede ser expurgado, y siempre retorna, y
lo hace de modos tanto más descontrolados cuanto más se haya intentado
ocultarlo (reprimirlo sin más), en vez de darle las formas (sublimaciones)
adecuadas. Es por eso que toda praxis político-educativa encuentra tarde o
temprano los límites de su eficacia, más allá de los cuales no puede ir, se
torna inútil y provoca, incluso, efectos contrarios a los deseados. A nuestra
época le falta la sabiduría que otras sí demostraron a la hora de lidiar con
sus demonios, lo cual nunca consistió en negarlos. La educación
y la cultura permiten realizar enormes cambios, pero éstos siempre son reversibles
y están perpetuamente amenazados, pues el sustrato moldeado por ellos permanece
ahí; ha sido formado, pero no erradicado. Todo lo ganado se puede
perder en unas pocas generaciones de involución catastrófica, de las cuales ya
hemos conocido unas cuantas. Y aún nos deparará otras nuevas nuestra atávica
naturaleza, lo “prehistórico” en nosotros, si no sabemos convivir con ello. Si
no lo actualizamos de algún modo.
La
transformación de la humanidad a través de la educación ‒esto
es, la Ilustración‒ no se puede dejar de
intentar (es una exigencia de nuestra racionalidad), pero hay que ser realistas
y recordar aquello de que homo sum, humani nihil a me alienum puto. Y,
en cualquier caso, hay que educar no sólo lo intelectual y emocional, sino también
lo simbólico, que media lo natural en nosotros, lo traduce a un lenguaje
cultural. Esto no puede hacerse, como pretende el posmodernismo
culturalista, inventándose símbolos nuevos y arbitrarios que no vinculan
al ser humano; sino conociendo los antiguos ‒en vez de intentar borrarlos de
la memoria colectiva, lo cual siempre causa una fuerte reacción‒ y sabiendo cómo operan sobre nuestra conducta y por
qué. Sin ese trabajo de mediación (del que tradicionalmente se han hecho cargo la religión y
el arte), hay cosas que nunca cambiarán. La otra alternativa, como decía antes,
es la manipulación genética directa: la consumación de la selección artificial
no como “crianza”, sino como bioingeniería; el camino que defiende el transhumanismo.
Pero no voy a entrar en valoraciones ahora. Sólo señalo que éste es el dilema.
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