LA IRONÍA CERVANTINA

LA IRONÍA CERVANTINA
o SOBRE LA FILOSOFÍA TRAGICÓMICA (1 de 3)
 
 
D. D. Puche
© 2021 | Publicado en 27/11/21
 
 
La ironía cervantina | Caminos del lógos. Filosofía actual.


  
  
 
Hay, en la filosofía de los últimos años una filosofía de tiempos de crisis, un marcado regreso a posturas teóricamente no muy elaboradas, que huyen de grandes cuestiones ontológicas o epistemológicas (y hasta políticas) y se centran más bien en la actitud ante la vida que puede o debe mantener el individuo en un mundo que hace aguas. Si en otros tiempos se da un perpetuo y cíclico resurgir del platonismo o el aristotelismo, del kantismo o el hegelianismo, etc., esta última década, sobre todo, ha visto un renacer de lo helenístico, de las filosofías propias de la decadencia de la antigua pólis (debida a su integración en sucesivos imperios), del ocaso del individuo-ciudadano y su transformación en simple número-súbdito. Lo helenístico se vende hoy muy bien como nuevo existencialismo. Están de moda el estoicismo, el epicureísmo y el cinismo; basta con ver la cantidad de nuevos títulos que se publican al respecto. Yo mismo he hecho en ocasiones algunas proclamas más o menos estoicas ante lo que hay y, presumiblemente, va a haber.

Pero, afinando la cuestión, creo más bien que mi actitud vital ante lo que pasa, mi enfoque filosófico “mundano” ante los acontecimientos que hoy nublan las esperanzas y aplastan toda dimensión colectiva del ser humano, no tiene tanto que ver con lo griego un retorno quizá demasiado manido ya como con el viejo estilo castellano, que tiene algo de ascético y caballeresco, de melancólico y burlón. La filosofía implícita expuesta ante todo en la literatura del Barroco español, de aquel Siglo de Oro tan espléndido espiritualmente como hambriento materialmente, es una fuente de indicaciones para el presente tan buena o mejor que el más distante y ajeno mundo griego. Y, desde luego, la encuentro más cercana a mis propias raíces biográficas, a mi forma de ser, que algo que he estudiado teóricamente, pero nunca vivido en primera persona. Es un sustrato que perdura en el alma de una sociedad, incluso tapado por tantos sedimentos de esnobismo de “nuevos ricos” propios de la España posterior al ingreso en el marco común europeo y de la mala sangre que, desde el siglo XIX, se viene acumulando entre derechas e izquierdas, nacionalistas centrípetos y centrífugos, el norte y el sur, etc.. Pero hay algo que se respira al pasear por el casco viejo de cualquier ciudad de estos antiguos reinos, al tomar unos vinos en una taberna, o en las fiestas de los pueblos; hay algo, en suma, en la actitud fundamental de la gente ante la vida con independencia de militancias políticas o creencias religiosas o de la geografía de origen, una “filosofía espontánea”, popular, una predisposición, que refleja lo que trato de decir.

En esa actitud hay alegría, un joie de vivre que compartimos con franceses o italianos, y que es lo que encuentran aquí los visitantes y tanto parece agradarles; pero convive con otra cosa soterrada, emparentada con la saudade de los portugueses (o con la morriña gallega). Cómo no iba a ser así, con el paisaje y la historia que tenemos en común con unos y otros… Hay un fondo trágico de nuestra existencia, que tan bien supo ver Unamuno, aunque lo ató demasiado en corto a lo católico, y de ahí no quiso salir; yo creo que seguramente hunde sus raíces en algo más profundo y antiguo, en algo probablemente precristiano, y hasta prerromano. Pero no seguiré por aquí, no es lo relevante. Lo relevante es la actitud como tal. Esa actitud que conjuga la alegría y festividad con un talante resignado y fatídico; el entusiasmo trágico que explica, p. ej., la trascendencia cultural de la Semana Santa (es decir, de la faceta de la religiosidad popular que afronta la muerte, y del culto que realmente se practica aquí, que no es tanto el de Cristo como el de la Mater dolorosa). La actitud que a menudo ha sido señalada y criticada como la “pasividad” de los españoles, su mansedumbre ante los abusos y las cacicadas interrumpida sólo ocasionalmente por súbitas explosiones de rebeldía y conflictividad; pero aquélla remite a estratos psicosociales anteriores a lo sociopolítico, y tiene más que ver con un fondo existencial, con la articulación profunda entre lo sagrado y lo profano, esto es, con nuestra relación con la vida y sus límites, con el modo en que concebimos y sentimos éstos.

Entre los referentes obvios del Siglo de Oro, a quién mencionar mejor que al propio Cervantes. Él plasmó como ningún otro ese temple fundamental del alma castellana. De nuevo, Unamuno vio esto mejor que nadie: tal y como señaló, el Quijote es ciertamente nuestra Biblia. Pero, una vez más, no es en su dirección hacia donde quiero dirigirme. Se ha dicho todo lo que se puede decir sobre don Quijote, la criatura, pero quien me interesa ahora es Cervantes, el creador, siempre eclipsado por su hijo literario. La filosofía a la que hacía referencia al comienzo es lo que podría llamarse “ironía cervantina”; es más en el escritor que en el personaje donde yo localizaría ese espíritu primordial. [Sigue leyendo la segunda parte.]
 
  
 
 
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