o SOBRE LA FILOSOFÍA TRAGICÓMICA (1 de 3)
Hay, en la filosofía de los últimos años ‒una filosofía de tiempos de crisis‒, un marcado regreso a posturas teóricamente no muy
elaboradas, que huyen de grandes cuestiones ontológicas o epistemológicas (y
hasta políticas) y se centran más bien en la actitud ante la vida que
puede o debe mantener el individuo en un mundo que hace aguas. Si en otros tiempos
se da un perpetuo y cíclico resurgir del platonismo o el aristotelismo, del
kantismo o el hegelianismo, etc., esta última década, sobre todo, ha visto un
renacer de lo helenístico, de las filosofías propias de la decadencia de la antigua
pólis (debida a su integración en sucesivos imperios), del ocaso del
individuo-ciudadano y su transformación en simple número-súbdito. Lo
helenístico se vende hoy muy bien como nuevo existencialismo. Están de
moda el estoicismo, el epicureísmo y el cinismo; basta con ver la cantidad de
nuevos títulos que se publican al respecto. Yo mismo he hecho en ocasiones algunas
proclamas más o menos estoicas ante lo que hay y, presumiblemente, va a haber.
Pero,
afinando la cuestión, creo más bien que mi actitud vital ante lo que pasa, mi
enfoque filosófico “mundano” ante los acontecimientos que hoy nublan las
esperanzas y aplastan toda dimensión colectiva del ser humano, no tiene tanto
que ver con lo griego ‒un retorno quizá demasiado
manido ya‒ como con el viejo estilo castellano,
que tiene algo de ascético y caballeresco, de melancólico y burlón. La
filosofía implícita ‒expuesta ante todo en la
literatura‒ del Barroco español, de aquel
Siglo de Oro tan espléndido espiritualmente como hambriento materialmente, es
una fuente de indicaciones para el presente tan buena o mejor que el más
distante y ajeno mundo griego. Y, desde luego, la encuentro más cercana a mis
propias raíces biográficas, a mi forma de ser, que algo que he estudiado
teóricamente, pero nunca vivido en primera persona. Es un sustrato que perdura
en el alma de una sociedad, incluso tapado por tantos sedimentos de esnobismo
de “nuevos ricos” ‒propios de la España posterior
al ingreso en el marco común europeo‒ y de la mala sangre que, desde
el siglo XIX, se viene acumulando ‒entre derechas e izquierdas,
nacionalistas centrípetos y centrífugos, el norte y el sur, etc.‒. Pero hay algo que se respira al pasear por el casco viejo
de cualquier ciudad de estos antiguos reinos, al tomar unos vinos en una
taberna, o en las fiestas de los pueblos; hay algo, en suma, en la actitud
fundamental de la gente ante la vida ‒con independencia de militancias
políticas o creencias religiosas o de la geografía de origen‒, una “filosofía espontánea”, popular, una predisposición,
que refleja lo que trato de decir.
En esa
actitud hay alegría, un joie de vivre que compartimos con franceses o
italianos, y que es lo que encuentran aquí los visitantes y tanto parece agradarles;
pero convive con otra cosa soterrada, emparentada con la saudade de los
portugueses (o con la morriña gallega). Cómo no iba a ser así, con el paisaje y
la historia que tenemos en común con unos y otros… Hay un fondo trágico de
nuestra existencia, que tan bien supo ver Unamuno, aunque lo ató demasiado en
corto a lo católico, y de ahí no quiso salir; yo creo que seguramente hunde sus
raíces en algo más profundo y antiguo, en algo probablemente precristiano, y
hasta prerromano. Pero no seguiré por aquí, no es lo relevante. Lo relevante es
la actitud como tal. Esa actitud que conjuga la alegría y festividad con un
talante resignado y fatídico; el entusiasmo trágico que explica, p. ej.,
la trascendencia cultural de la Semana Santa (es decir, de la faceta de la
religiosidad popular que afronta la muerte, y del culto que realmente se
practica aquí, que no es tanto el de Cristo como el de la Mater dolorosa).
La actitud que a menudo ha sido señalada y criticada como la “pasividad” de los
españoles, su mansedumbre ante los abusos y las cacicadas ‒interrumpida sólo ocasionalmente por súbitas explosiones de
rebeldía y conflictividad‒; pero aquélla remite a estratos
psicosociales anteriores a lo sociopolítico, y tiene más que ver con un fondo
existencial, con la articulación profunda entre lo sagrado y lo profano, esto
es, con nuestra relación con la vida y sus límites, con el modo en que
concebimos y sentimos éstos.
Entre
los referentes obvios del Siglo de Oro, a quién mencionar mejor que al propio
Cervantes. Él plasmó como ningún otro ese temple fundamental del alma
castellana. De nuevo, Unamuno vio esto mejor que nadie: tal y como señaló, el Quijote
es ciertamente nuestra Biblia. Pero, una vez más, no es en su dirección
hacia donde quiero dirigirme. Se ha dicho todo lo que se puede decir sobre don
Quijote, la criatura, pero quien me interesa ahora es Cervantes, el creador,
siempre eclipsado por su hijo literario. La filosofía a la que hacía referencia
al comienzo es lo que podría llamarse “ironía cervantina”; es más en el
escritor que en el personaje donde yo localizaría ese espíritu primordial. [Sigue leyendo la segunda parte.]
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VIVIR EN EL DESARRAIGO
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Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación por lo que es y lo que quiere llegar a ser; por la dirección en que quiere encauzar los gigantescos e irreversibles procesos de cambio en que está inmersa, y tras los cuales el futuro inmediato se muestra oscuro y difuso, tras espesas nieblas de incertidumbre. Nuestra revista
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