Esa filosofía no está en el Quijote ‒donde la que se halla es sobre todo escolástica católica‒, sino antes bien en la
relación que Cervantes guarda con él; en el juego que se da entre autor y obra,
que es el que se da entre la reflexión y la acción, entre pensamiento y vida.
Está, por tanto, en el metatexto que trasciende la propia novela ‒cómo no iba a ser así, tratándose de la ironía‒. Don Quijote vive el ideal heroico, caballeresco, de
una España imperial ya venida a menos, arruinada y desmoralizada,
crecientemente escéptica de sí misma. Representa los valores de un mundo que ha
entrado en su ocaso, cuya evocación, de por sí, se ha vuelto cómica. Sólo un
“loco” puede creer aún en él, en esa épica “de otro tiempo”; sólo un loco ve
castillos donde hay ventas, gigantes donde hay molinos, un yelmo legendario en
lugar de la bacía de un barbero. Todo lo que hace y dice es cómico porque está
fuera de contexto, porque cree en algo ya irreal (¿alguna vez lo fue?), en lo
“medieval” que nadie se toma en serio. No en el cínico mundo “moderno”.
Pero es que don Quijote no es un personaje del cual
Cervantes se ríe, proyectando en él los defectos de una mentalidad obsoleta; antes
bien, es su alter ego, es el propio Cervantes. Su infinito ingenio (el
del autor, no el de la criatura literaria) radica en proyectarse él mismo como
personaje del cual, a la vez, es capaz de reírse. Cervantes hace humor a su
propia costa, sobre la vivencia de una épica trasnochada, la creencia en un
imperio y unos principios por los que ha vivido y lo ha dado todo ‒recuérdese su famosa referencia a la batalla de Lepanto (DQ
II, Prólogo), el orgullo de haber luchado en ella, al coste que tuvo para él‒, y que a la vez reconoce truncados en lo práctico, en su
propia cotidianidad, que ya no se compadece con aquéllos. Evoca la imago
de una España que en realidad ha entrado en decadencia, en la que los ideales
del pueblo no se corresponden con sus intereses (demasiado fácil y sesgado
hubiera sido para él plantear que esos ideales populares no se corresponden con
los intereses de las élites; pero no hay resentimiento en la obra de
Cervantes). Por eso don Quijote es un hidalgo, lo más bajo de la nobleza; un
caballero, pues posee un caballo ‒según la vieja tradición
castellana de los tiempos de la Reconquista, que no exigía ningún ordenamiento
“oficial”‒, pero un caballo famélico, tan
poco “noble” como lo es él, como lo es la propia Castilla que el caballero
encarna (hay cierta comicidad en el propio apelativo “de la Mancha”). Cervantes,
hombre ya maduro, posee la serenidad y el sentido común para reírse de sus
propios sueños y ambiciones anteriores, que sabe irreales y anacrónicos. Sin
embargo, no los ridiculiza con amargura: muy al contrario, lo honra. Ese
distanciamiento se da en él mismo, capaz de observarse ‒gnóthi seautón‒ con la objetividad psicológica
propia de un cirujano del alma. El autor y el personaje son correlatos del
sujeto que se observa y el sujeto observado, respectivamente.
Es por
eso también que el sujeto observado ha de desdoblarse en dos personajes: por un
lado la locura, y por otro el sentido común que le recuerda sus desvaríos; lo
intempestivo de sus fines, o sea, don Quijote, y lo pragmático de sus medios,
es decir, Sancho. Éste es el “alma popular” que, con los pies en la tierra,
bien afincado en su tiempo, intenta limitar las pretensiones irracionales de su
señor; la cordura cervantina, que sabe de lo exaltado de las metas a las que
aspira, pero no es capaz de evitar proponérselas, de modo que plantea, cuanto
menos, medios más prudentes para su realización. Los diálogos entre el
caballero y el escudero ‒entre lo que el idealismo alemán
entenderá como Vernunft y Verstand, entre la irrenunciable
aspiración a lo absoluto y la finitud que la limita‒ son en realidad monólogos de Cervantes, perfectamente
consciente de esa tensión en sí mismo. De un Cervantes que no se juzga por
ello, sino que se entiende y se acepta como es, con perfecta ironía, sin
complejos ni autocompasión; de ahí la dulzura entre ambos personajes, la
compenetración y el respeto, el cariño que surge entre ellos. Pues uno aspira a
lo imposible, a lo irrealizable, lo cual el otro le señala como tal, y le
advierte sobre las consecuencias que tendrá semejante empeño; pero lo aprecia,
y hasta admira (progresivamente) por ello, dado que en esa aspiración radica su
valor como ser humano. En no dejarse amedrentar por las limitaciones de un
mundo que sabe ‒lo sabe Sancho, o sea, lo sabe
Cervantes‒ que terminará por aplastarlo,
pero ante el cual toda otra postura sería un acto de cobardía, una
pusilanimidad imperdonable ‒una deshonra.
Eso es
lo que Cervantes, dos almas en una, comprende claramente. Y en eso consiste la
dialéctica entre ambos personajes: el loco hidalgo que ha perdido el juicio por
los libros de caballerías y se cree el héroe de una epopeya ‒y por eso lo es de una comedia‒,
y el simple pueblerino que contrapesa los desvaríos de su amo recordándole
dónde y cuándo están, o sea, el escenario real de sus gestas, una vulgar La
Mancha donde ninguna gesta tiene cabida. Ése es el sentido de que, al final,
don Quijote muera, superado por el mundo y habiendo comprendido su enajenación,
vuelto ya en sí; pero, a la vez, de que Sancho supere su sentido común, esa limitación
de la insensatez que él mismo representaba, y quiera emprender nuevas aventuras
con su agonizante señor. El círculo se cierra, y ese círculo no es otro que el
de la autoconciencia de Cervantes, devenido al fin “sí mismo”; él (como autor)
ya lo estaba desde el comienzo, pero no en la narración (escindido en ambos roles).
Ahora ésta ya ha consumado. Cervantes ‒gracias, en parte, a la
intromisión de Avellaneda‒ ha concluido su manifiesto, su
declaración de principios. Unos principios que son para este mundo, pero que a
la vez lo trascienden. Que se ciñen a su necesidad, a su orden, pero que
también aspiran a la libertad, esto
es, exigen su trasformación. Y ello desde una épica ‒un
enfrentamiento con el destino‒ condenada de antemano al
fracaso. Una épica del fracaso, culminación ético-estética del Barroco
español, cuya esencia es lo tragicómico. [Sigue leyendo la tercera y última parte.]
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CAMINOS DEL LÓGOS
Revista digital de filosofía contemporánea de aparición semestral. Buscamos colaboraciones para el n.º 5. Haz clic para más información, tanto si eres lector como autor.
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