UNA REFLEXIÓN METAFÍSICA A PROPÓSITO DE LA NAVIDAD (2 de 2)
D. D. Puche
© 2022 | Publicado en 30/1/22
Lo
sagrado, en su aspecto temporal, es la dimensión cíclica de nuestra existencia
que se superpone a la lineal. Como decía antes, lo sagrado se presenta también
en forma de lugar o de objeto, pero quizá esta dimensión temporal
(cíclica) de la festividad es su forma de presentación más importante
(pese a que no suele ser reconocida como tal, al menos en el mundo moderno), pues
se des-localiza y des-materializa y, así, transfigura la existencia de todo
lo profano, incluido el propio individuo que la celebra. La vida como tal
se torna sagrada durante un lapso de tiempo, transformando por completo la
experiencia. O, mejor dicho, sobreponiendo experiencias heterogéneas. Sin
embargo, éstas resultan coherentes en la medida en que se mantienen a la vez,
perfectamente distinguidas, las dos líneas temporales, la de lo sagrado (ácrono,
“eterno”) y la de la cotidianidad (cronológica, secuencial); ambas se
entrelazan brevemente sin confundirse, antes de separarse hasta el siguiente
ciclo.
La
psicología encontrará aquí algo muy diferente a lo que halla la filosofía ‒y habría que ver qué filosofía, claro‒; para aquélla, todo esto sólo ocurre “en la mente” de quien
lo vive, que seguramente sufre, además, una disonancia cognitiva: se trata de una
mente que entra en conflicto consigo misma, en relación a sus fines, y se
esfuerza por armonizar creencias y emociones contradictorias. Mientras, la
filosofía ‒entendida en el sentido “metafísico”,
que desde luego hoy es preciso reformular‒ reconoce aquí una naturaleza
humana que aspira a manifestarse en el seno de lo cultural que la acalla. Una
naturaleza que no es lo meramente “biológico” (y que, por tanto, no es lo reprimido,
el impulso que la norma cultural contiene), sino un “sustrato” de nuestra
existencia, algo más bien sustituido (y cotidianamente olvidado)
que, no obstante, nos reclama, nos plantea unas exigencias que tienen que ser
atendidas tanto como las inmediatas (pulsionales) o las mediatas (socioculturales).
Un estrato, de hecho, intermedio entre ambas.
Ese estrato
pervive y retorna como una experiencia que nos golpea periódicamente.
Está ahí siempre ‒retorna constantemente‒, pero se le ha abierto un paréntesis en que se le ponen
menos impedimentos culturales y se comparte públicamente esa experiencia (de
formas ya culturales); ese paréntesis son las festividades sacras, como
la Navidad o la Semana Santa en el mundo cristiano, que conmemoran el fenómeno del
nacimiento y de la muerte, respectivamente. No los de Cristo, en realidad, sino
los de todos, los del ser humano en cuanto tal. Pues eso es Cristo: el
arquetipo humano tomado en su relación con lo divino, con la fuente
originaria de todo, la cual no deja de ser otra cosa ‒cuando se detrascendentaliza y se considera de forma
inmanente‒ que la naturaleza de la que
por término medio nos encontramos escindidos. Fiestas como la reciente
Navidad no evocan lo ocurrido en una región (Palestina) en un momento dado (el
siglo primero de nuestra era), sino lo meta-histórico y universal en el ser
humano ‒de ahí su poder vinculante‒; lo que retorna una y otra vez y permite vivenciar un
re-inicio, y con él, una “purificación”: es lo que hace nuevas todas las
cosas, esto es, propicia el “re-estreno” de la propia vida. Quizá sólo lo
haga momentáneamente ‒de modo hipócrita, se dirá‒, pero lo importante es el recordatorio de esa
posibilidad, que luego cada cual deberá hacer suya el resto del tiempo.
Esto lo
entendió muy bien Nietzsche, el pensador sacrílego y antirreligioso por
excelencia… como se lo quiere entender, erróneamente, debido a su actitud
corrosiva ante la falsa forma de las creencias religiosas (no sólo
por su “anticlericalismo”, sino por cuestionar toda forma de “espiritualidad”,
por libre que sea, que haga lo mismo: proyectar nuestra naturaleza fuera de la
“tierra”, a lo trascendente). En realidad, lo que Nietzsche pretende es depurar
lo religioso mismo, la religación, de su falsa autocomprensión
enajenadora. Lo que tiene que decir al respecto ‒pero
nunca termina de decirlo claramente‒ está en la experiencia (¡nunca
“teoría”!) del eterno retorno de lo mismo, como antes estuvo en la comprensión de
lo ahistórico y su ‒conflictivo‒ encaje en lo histórico; y aún antes en la mirada a lo
dionisíaco, en la que ha plasmado esto mejor que nadie antes (en la filosofía, quiero
decir, o sea: elevando la experiencia subjetiva a concepto universal). Nietzsche,
como pocos han reconocido ‒entre ellos hay que destacar a Jaspers‒, es un pensador de lo sagrado. Si otros (de Agustín
a Hegel) han llevado la teología al terreno de la filosofía, como pensamiento
del absoluto; o la mística, como reflexión sobre la nada (del Pseudo-Dionisio a
Heidegger), Nietzsche lleva los Misterios. O sea, la sacralización del mundo de
la vida, la divinización de la carne.
Libros y revista
Del autor de este artículo...
VIVIR EN EL DESARRAIGO
La transformación de lo humano en el siglo XXI
Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación [...]. Nuestra revista
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Ahora
bien, ese acaecer de lo sagrado en el “aquí” no puede ser descrito
objetivamente, sino únicamente mediante símbolos y alegorías, pues se trata de
algo sustituido de antemano culturalmente. Ello obliga a realizar una tarea
de “minería simbólica”, a cavar túneles bajo esa superficie, a través de los
cuales unos símbolos nos van a llevar a otros. Y no con la intención de dar
finalmente con los originales ‒no hay “símbolos originales”‒, sino para ver cómo se sustituyen históricamente y
comprender la estructura misma de esa sustitución, el simbolismo en
cuanto tal, el aplazamiento de lo natural que nunca se presenta en sí,
sino únicamente bajo investiduras culturales. Esos símbolos orientan al ser
humano “hacia algo”, pero, por su propia esencia, jamás permiten una
totalización de la experiencia, que siempre se muestra dispersa y carente de ese
algo que, no obstante, necesita y presupone.
La
figura de Jesús, en este caso la de su Natividad, tiene un potencial simbólico (y,
en consecuencia, una capacidad de satisfacción “espiritual”) tan arrollador
debido a su eficiencia narrativa remitiendo a nuestra naturaleza desplazada; de
llenar un espacio alegórico y mantenerlo abierto y funcional. Por no extenderme
‒y al margen de toda oficialidad
doctrinal de la iglesia, que filosóficamente carece de valor‒: en él, en cuanto Cristo, se expresa una naturaleza dual:
cuerpo y espíritu, es decir, pertenencia simultánea a la tierra (María, la Madre)
y al cielo (Dios, el Padre). Nace en un pesebre o establo, rodeado de animales
y adorado por pastores, esto es, en un reducto de la “naturaleza” dentro de lo
cultural, previa expulsión de éste ‒como la del Edén‒ debido a la persecución de Herodes (desterrado del
mundo de los hombres, al cual debe regresar triunfante); estas imágenes ya lo
vinculan con otras deidades humanas, como Dioniso o Mitra, también relacionadas
con Misterios, con la religación a un sustrato natural; con el nóstos y el
recibimiento entre aclamaciones por parte del pueblo (es el “dios esperado” o
“deseado”). Dice ser el Hijo del Hombre, que no de Dios; ese Hijo del Hombre ‒el lógos, dirá Juan con genial intuición‒ que no es una excepción entre los mortales, sino el modelo
a seguir, el símbolo de lo que somos todos (divinos en cuanto religados,
esto es, en comunión con la naturaleza y entre nosotros). O sea, que no
un ser trascendente al que adorar, sino un ejemplo inmanente a imitar.
La divinidad de Jesús, del Niño-Dios (como Zagreo), no debe ser comprendida,
como ninguna verdad religiosa, en un sentido literal, sino alegórico profundo.
Es
gracias a esa comprensión ‒que se da en un nivel generalmente
preconsciente, atávico‒
como se produce el
efecto balsámico y redentor de esta y de cualquier otra creencia sagrada: pues
en ella, cuando es genuina, lo espiritual y universal en el ser humano,
la re-conexión con nuestra naturaleza primordial, logra predominar sobre lo psíquico
e individual que nos aleja de la misma. Donde se suele hablar de “hierofanía”,
sería quizá más adecuado, según la realidad del asunto, hablar de “ontofanía”:
seguramente no haya verdad del fenómeno religioso que en el fondo no remita a
la experiencia de la pertenencia y la disolución en la unidad
(“comunión”), o sea, en el fondo… al panteísmo. La experiencia de los Misterios,
en la cual los propios símbolos empleados para inducirla ‒lo único con lo que al final se queda normalmente el
creyente, el aspecto puramente extrínseco‒ son los que aíslan y protegen
la fragilidad de lo psíquico. Son necesarios en la misma medida en que causan,
a la vez, un profundo horror religiosus. Las máscaras de la felicidad a
menudo esconden realidades más complejas y terribles.
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Me
ceñiré al culturalismo, precisamente por el carácter dominante que
posee hoy en las ciencias humanas y sociales, así como en los círculos
político, mediático y educativo. Una cosa que el culturalismo no
entiende, y no la entiende porque no pueda aceptarla, es [...]El
mito, lejos de ser un error del pasado, es un depósito de experiencia
colectiva que aún puede decirnos mucho acerca de los fines de nuestra
existencia, siempre que sea convenientemente "exducido" a términos
racionales.
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