SER, EXISTIR, SENTIR(SE)
DE LA COREOGRAFÍA MACROCÓSMICA AL DRAMA MICROCÓSMICO
D. D. Puche
Publicado en 27/2/22
“Ser” es lo que, en rigor, hace la Totalidad (o Ser),
esto es, darse de modo independiente de cualquier otra cosa ‒de cualquier otra cosa material,
cuanto menos‒. Diferente
es “existir” (estar-fuera-de), que es lo que hace cualquiera de sus partes
(los entes). El existir, o el nacimiento, o la creación,
supone separarse del resto (figura y fondo, respectivamente), es decir, consiste
en la organización de una fracción de materia que permanece constante ante
los cambios del entorno, del devenir circundante. No es que el Ser esté inmóvil
y el ente en movimiento ‒concepción metafísica clásica‒, sino que ocurre más bien al
revés; o, más bien, habría que decir que sus diferentes devenires o ritmos
de cambio no son iguales. Las demás cosas se intercambian con el “fondo
ontológico” a otro ritmo y eso crea la “apariencia” (de “aparecer”, no de “ilusión”)
de subsistencia de un ente: “dura” más deprisa o más despacio que lo demás.
Mantiene una forma, o sea, una organización interna de la materia, pese a los
cambios (aumento, pérdida o reemplazo) de ésta. Así pues, el existir-nacer-ser
creado es un separarse del Todo durante cierto tiempo, el mantener algún
grado de independencia, el resistir el paso del tiempo. Y al
contrario, el desistir, o morir, o ser destruido, es un
reintegrarse en lo que rodea, un perder la forma para que la materia regrese a
la Totalidad (“fondo”), es decir, para que los materiales integrantes se dispersen
y reconfiguren bajo nuevas formas. Pero, desde la perspectiva de la Totalidad, no
hay ganancia ni pérdida. Tan sólo la gran coreografía ontológica.
Otra cosa muy distinta es que la propia Totalidad pueda
morir; que el proceso de creación y destrucción, de constante reorganización de
la materia, parece no ser infinito, pues la expansión acelerada del universo ‒del espacio en sí‒ y la creciente entropía
impedirán progresivamente ‒aunque hablamos de una escala de
tiempo inconcebible por el ser humano‒ que se repita de manera indefinida,
en un ciclo perfecto (el de unos “opuestos” perfectamente equilibrados). El
propio universo lentamente muere, se dispersa, pierde paulatinamente la
capacidad de crear nuevas formas. Pero esto sólo culminará si no se produce algún
evento cosmológico que lo “reinicie” de algún modo, como propuso el ‒hoy desestimado‒ modelo cíclico (una cadena de Big
Bangs y Big Crunchs) o como todavía propone esa variante que es la “cosmología
cíclica conforme” de Penrose; aquí la filosofía no tiene nada que decir, pues
sólo debe comprender y traducir (ex-poner) lo que explora la
ciencia. Sin embargo, se intuye, si es lícito hablar así, que o bien hay algún
tipo de “nuevo comienzo” o el universo (el Todo) es, en realidad, un fragmento
o manifestación de algo “mayor”, pues su propia “dispersión” señalaría
que tiene que darse respecto de algo (de una “verdadera” Totalidad, que
nunca puede ser aprehendida como tal), siempre y cuando no sea perfectamente
simétrico en su devenir espaciotemporal. Y, en efecto, el universo es
claramente asimétrico en este sentido.
Libros y revista
Del autor de este artículo...
VIVIR EN EL DESARRAIGO
La transformación de lo humano en el siglo XXI
Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación [...]. Nuestra revista
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Lo que
la tradición filosófica ha llamado “espíritu” podría entenderse como algo capaz
de sobrepasar las limitaciones materiales (espaciotemporales). Esto no ha de
entenderse en un sentido sobrenatural o religioso: se trataría simplemente de un
ente capaz de relacionarse con lo otro de un modo no meramente físico-químico
(no ya de “percibirlo”, que sí es un proceso puramente físico), de empatizar
(co-sentir) incluso con ello, y de proyectar el futuro o recordar
el pasado. La existencia, como decía antes, es “relación”; lo espiritual es
únicamente una cierta modulación de dicha relación con el entorno. La organización de la materia da lugar evolutivamente a sistemas nerviosos de creciente complejidad, que terminan produciendo intensiones (proyecciones internas de la realidad) entre las que hay relaciones que no son materiales, aunque tienen soporte y limitaciones materiales. Está por
aclarar, y seguramente no se haga nunca, si hay un “sustrato” espiritual como
tal (algo co-ente con la materia-energía); pero en cualquier caso puede decirse que, al menos
los seres sentientes, poseen un alma, una “instancia espiritual” (sea
parte o no de una “Totalidad” de esa índole). Un alma que rebasa espaciotemporalmente
la propia materia, aunque no pueda existir sin ella ‒si no es así tras la muerte, lo cual desde luego no es muy verosímil‒. Pero, aunque no sea así, el alma puede en vida anticipar
el inevitable destino de la materia, sentir(se) como parte de un Todo (“fondo”)
en el que se diluye, al que regresa; adoptar brevemente la perspectiva de la
pérdida de forma, la dispersión de la materia. Esa disolución es algo ontológico,
será la de la materia/energía cuando no pueda mantener su “ritmo propio”
diferenciado del resto; pero puede experimentarse parcialmente de modo psicológico
(como psyché, esto es, alma), trascendiendo la propia empeiría,
intuyendo lo anterior/posterior al propio existir y rememorando/anticipando,
así, la pertenencia al Todo y la comunión con lo otro que es el
propio (el mismo y único) Ser, sólo que desde otro punto de vista. O, mejor
dicho, desde ningún punto de vista. Pues en eso consiste la
“trascendencia”.
Ese
“hacer” que es el Ser tiene además una traducción antropológico-ética (y no hay
que temer aquí falacia naturalista alguna): cada individuo humano tiene que devenir-sí-mismo,
es decir, diferenciarse del resto; separarse intelectualmente del fondo
que forman los demás y construir su propia figura, que ha de hacer resaltar al
máximo, brillar con luz propia para, a continuación, en un movimiento
complementario del primero, ponerse al servicio de los demás; diluirse
entre ellos en el sentido práctico del término (interacción); usar sus
conocimientos, sus talentos, e incluso el nombre y el prestigio alcanzados ‒si hubiera tales‒ para beneficiar al colectivo
del que se diferenció y al cual ha de regresar. La vida y la muerte de lo macrocósmico
han de repetirse en cada faceta del microcosmos humano ‒y la “coreografía ontológica” se convierte así (para
nosotros, entes sintientes) en “drama ontológico”‒.
Ese colectivo es su origen y destino, al margen del cual su existencia sería patológica.
Pero ¿qué colectivo, que grupo de pertenencia será el “mejor”, en dicho sentido
ontológico? Lo será, en el sentido más elevado y noble, aquel que permita el
desarrollo de las máximas potencias y capacidades. Y eso quiere decir que será la
propia humanidad, cuando no la vida sentiente y sufriente como
tal, de la que cada ser humano es parte y símbolo.
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"...cada individuo humano tiene que devenir-sí-mismo, es decir, diferenciarse del resto; separarse intelectualmente del fondo que forman los demás y construir su propia figura, que ha de hacer resaltar al máximo, brillar con luz propia para, a continuación, en un movimiento complementario del primero, ponerse al servicio de los demás; diluirse entre ellos en el sentido práctico del término (interacción); usar sus conocimientos, sus talentos, e incluso el nombre y el prestigio alcanzados ‒si hubiera tales‒ para beneficiar al colectivo del que se diferenció y al cual ha de regresar." Me han resonado estas palabras, hace tiempo que estoy en esa tarea. Verla desde esta perspectiva, muy diferente a otras desde las que la miro, me resulta muy interesante. Gracias, de nuevo.
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegro de que haya sido de tu interés. Un saludo.
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