RECURSOS, GUERRA, RACIONALIDAD
SOBRE LAS CONDICIONES MATERIALES DE NUESTRA MORALIDAD
D. D. Puche
Publicado en 29/3/22
Conmovidos por la
información, y sobre todo por las imágenes que nos llegan desde la guerra de
Ucrania, la primera retransmitida directamente por móviles y redes sociales;
incrédulos ante la ofensiva que está asolando ciudades tan próximas ‒geográfica y emocionalmente‒ a
nosotros, en un continente ingenuamente confiado en que, tras las guerras yugoslavas,
nunca conocería otras, no podemos dejar de repetir esa manida frase: “cómo es
posible que siga habiendo guerras a estas alturas de la historia”. Las
guerras tendrían que haber desaparecido ya, ser algo tan del pasado como la
esclavitud o la exclusión de la mujer del voto. Pero ¿qué significa ese “a
estas alturas”? ¿Desde qué punto de vista hablamos cuando hablamos así?
Detestamos las guerras,
evidentemente. De hecho, no hay suma de atrocidades peor que éstas; condensan
todo lo malo que hay en la naturaleza humana. Muertos que se cuentan por
decenas o cientos de miles, quizá millones; otro tanto de desplazados; familias
rotas, países enteros arruinados; unos niveles de destrucción material que acaban
en un breve lapso de tiempo con los proyectos de vida y los recuerdos de toda
esa gente, con lo construido penosamente durante generaciones. Y ello por no
hablar de las consecuencias económicas para terceros países, como nosotros
ahora, entrando en una economía de guerra pese a no estar directamente
involucrados en el conflicto. Unas guerras muy alejadas de toda convención
militar, de toda “caballerosidad” entre los contendientes, como quizá hubo en
ciertas épocas de la Europa moderna; no sólo no se respetan ya tales reglas de
la guerra, sino que los medios técnicos actualmente empleados ‒indiscriminadamente contra civiles‒ resultan increíblemente destructivos. Si bien parece que, en
el cómputo mundial, cada vez hay menos guerras, también es cierto que las que
hay son cada vez más devastadoras. Y, por si fuera poco, lo que decía antes: son
retransmitidas en tiempo real, a través de móviles y redes sociales, con toda
su crudeza. La guerra es otro reality show más.
Cuando decimos “a estas
alturas de la historia”, estamos asumiendo que hay un progreso moral de la
humanidad que debería hacer de tan triste acontecimiento algo imposible de
repetirse. Algo del pasado, ya superado. Sin embargo, no es así, y
recaemos una y otra vez en el más trágico de los errores. Parece que no haya
una “memoria colectiva” que nos impida regresar una vez más a semejante
barbarie. ¿Es que no llegará nunca ese día en que se acaben las guerras? En
realidad, podría alegarse que sí, que de algún modo estamos cerca de esa meta,
aunque el horror de la última guerra siempre quiera desmentirlo; quizá, en la
línea de intelectuales como Fukuyama o Pinker, podamos convenir que un amargo
triunfo de la racionalidad se va perfilando tras cada conflicto, pues es un
hecho constatable que, en efecto, hoy se cuentan menos guerras en el mundo que
en épocas pasadas, y cada una de ellas parece saldarse con un número menor de muertos.
Algo parece cambiar poco a poco, aunque el ritmo de ese cambio sea exasperante
y cada guerra frustre nuestras expectativas de encontrarnos con una humanidad
reconciliada.
De todos modos, aunque
los datos aportados sean ciertos, no lo es menos que no disponemos de una
escala de tiempo adecuada para hacer esa comparación, para establecer una
tendencia nítida a la baja: la Segunda Guerra Mundial, el acontecimiento más
devastador de la historia, está demasiado cerca ‒no
han pasado aún ochenta años, apenas una vida humana‒, y la tendencia bajista podría empeorar; quizá estemos en un
breve paréntesis histórico entre dos grandes períodos bélicos, quién sabe. Tal
vez intelectuales como los citados piensen a muy corto plazo (el adecuado para
justificar sus tesis) y quieran ver en una simple “tregua” una tendencia de
mayor alcance. Pero cómo saberlo. Ojalá acierten.
Libros y revista
Del autor de este artículo...
VIVIR EN EL DESARRAIGO
La transformación de lo humano en el siglo XXI
Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación [...]. Nuestra revista
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Creo que no es así,
desgraciadamente, y además creo que la cuestión está mal planteada desde el
momento en que se apuesta por el despliegue histórico de una racionalidad (una
“autoconciencia histórica” de la humanidad, por así decirlo) que debería dar
carpetazo al expediente de las guerras, relegando la belicosidad humana al archivo
de lo que fue nuestro brutal pasado. No; no parece que haya un progreso moral
de la humanidad gracias al cual vayamos a dejar las guerras atrás. Somos tan
buenos o tan malos como la gente de cualquier época anterior. De hecho, está
fuera de toda discusión seria argumentar que la guerra, nuestra más trágica
actividad como especie, se deba a la “maldad” humana, o a la “locura” de
ciertos gobernantes, o peor aún, a su “testosterona” (porque el “patriarcado”
es la verdadera causa de las guerras), etc.: estupideces de barra del bar o
tertulia televisiva que, en estos días, se repiten sin parar. Si es cierto que
cada vez hay menos guerras, ello se debe, en realidad, al incremento de los
recursos de los que disponen las sociedades actuales ‒o más bien los “bloques” económicos que éstas forman‒. Materias primas, fuentes de energía, espacio habitable,
agua potable y alimentos, acceso a rutas de transporte terrestres y/o
marítimas, etc. Asegurarlos es el fin último de la geoestrategia. A más
recursos disponibles, menos competencia por ellos; por ello, la capacidad de
obtenerlos o producirlos a gran escala es la mejor forma de prevenir la guerra.
El comercio, en esta medida, también contribuye mucho a ello, al permitir
circular los recursos (o compartirlos), creando redes de dependencia recíproca
entre sus suministradores y clientes.
Por supuesto, los autores
a los que antes citaba se hacen cargo de esto. Es más, consideran que si hay cada
vez menos guerras, y hasta podría llegar el día en que no hubiera más (la
consumación del famoso “fin de la historia”), es precisamente porque las
condiciones materiales lo permitirán, y le conceden una importancia decisiva al
comercio. Pero hablan desde el punto de vista liberal que asume que el libre
mercado va a solventar todos los problemas esenciales de la humanidad; que
el capitalismo es la clave para que haya menos guerras, pues sustituye
la competencia militar por la comercial. Y eso se ha demostrado tan falso, a
estas alturas ‒la privatización y la
sobreexplotación de recursos finitos es parte del problema, no de la solución‒, que seguir defendiéndolo suena claramente ideológico,
y a veces hasta propagandístico. Así, naturalmente, toda guerra que
sirviera para incrementar el libre mercado conduciría, paradójicamente, al
final definitivo de todas las guerras. El mundo absolutamente globalizado
como “mercado único” sería la utopía post-belicista. Suena
maravillosamente legitimador, incluso cuando no se explicita el anterior
razonamiento. Pero los hechos lo están demostrando falso; la competencia entre
bloques hace retroceder la globalización día tras día. De momento, lo único que
hemos comprobado fehacientemente es que el libre mercado sin trabas exacerba la
competencia por los recursos, por no hablar del ritmo de la degradación
climática.
Es necesario tenerlo en
cuenta: el ser humano ha sustituido evolutivamente la mera y estricta
adaptación al medio por la adaptación del medio (“civilización”),
pero está drásticamente limitado en esta actividad transformadora suya tanto por
los recursos naturales disponibles ‒muy especialmente por la
producción de energía‒ como por la destrucción
del propio medio que conlleva su transformación (la actual “crisis climática”).
O sea, tanto por el agotamiento de los recursos materiales como por los
deshechos de su consumo y los residuos del gasto energético. Son los límites
que la naturaleza nos impone, recordándonos que nuestra capacidad transformadora
no es ilimitada. En caso de traspasar esos límites, toda cultura entra en una
fase de declive civilizatorio y puede llegar finalmente a desaparecer, como ha
ocurrido numerosas veces a lo largo de la historia. Y la cuestión es que, en un
mundo globalizado, ése no sería ya el destino de una cultura, sino el de
nuestra especie como tal.
Hay que aclarar esto para
entender cuál es la causa fundamental de las guerras (la competencia entre
colectivos humanos por dichos recursos, que además puede verse retroalimentada
por el cambio climático), y más concretamente cuál es el trasfondo de la actual
invasión de Ucrania. El incremento acelerado de nuestra capacidad de producción
de recursos, desde la Revolución Industrial, ha abierto un considerable margen
de excedencia material que permite unas condiciones de relativa paz.
Ahora bien, como demostraron elocuentemente las dos Guerras Mundiales, dicho
margen, y con él toda condición de estabilidad y armonía social, pueden volatilizarse
rápidamente ante una crisis económica lo suficientemente grande. Y esto es
lo que debe hacernos temer guerras futuras, a no ser que sepamos gestionar
inteligentemente lo que tenemos y que el desarrollo técnico ponga los medios
que permitan la sostenibilidad económica sin toparnos con límites naturales
insalvables. [Sigue leyendo la parte 2 de 2]
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