FRACTURA ONTOLÓGICA Y PATOLOGÍAS PSICOSOCIALES
Nuestra escisión de lo(s) otro(s), y de nosotros mismos, es el
trasfondo de nuestros problemas más profundos, y no es cierto
que sea un fenómeno propio del mundo moderno, sino que es
consustancial al desarrollo de la humanidad. Aprender a
“percibir la existencia” de otro modo ‒el propósito de la
filosofía‒ es la clave para afrontar esos problemas
adecuadamente.
D. D. Puche
7/5/2022
© D. D. Puche
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Es un hecho que estamos muy necesitados, en el sentido más
hondo, más existencial del término. Nos falta algo, y el principal
problema es que no sabemos qué es; el sentimiento de carestía, de
menesterosidad, que diría Ortega, no deja de crecer en el mundo
desarrollado al mismo ritmo al que éste satisface las necesidades
materiales. De ahí las enfermedades mentales ‒enfermedades del alma‒
que se ceban en una población que, en principio, debería estar más
satisfecha con su vida. Mientras que en el mundo subdesarrollado las
carencias, el hambre y la violencia son las principales
preocupaciones; mientras que las enfermedades que afectan a esa parte
de la humanidad son fundamentalmente físicas, la gente que vive por
encima de ese “nivel de flotación”, que hace mucho tiempo que rebasó
ese umbral de supervivencia, está perdiendo, sin embargo, cada vez más
la cabeza. Esto ya se nota de forma alarmante entre los adolescentes y
los jóvenes, un porcentaje significativo de los cuales ‒aunque le pasa a la población en general‒
están medicados contra el estrés, la ansiedad y la depresión, aparte
de sufrir diversos trastornos alimentarios, de atención e
hiperactividad, etc.
Se puede achacar a la crisis económica cronificada ‒a las crisis que vamos empalmando, en un capitalismo tardío
que ya no parece capaz de salir de ellas‒
y las consecuencias que ésta tiene sobre el descenso de la calidad de
vida y, sobre todo, sobre las expectativas de futuro, con el efecto
anímicamente demoledor que ello causa. Se puede achacar a la sociedad
de la información y la cultura de masas, especialmente desde que ésta
se vehiculó a través de internet y las redes sociales, que han
destruido toda privacidad; esto nos ha arrojado a una esfera de “lo
público” permanentemente abierta, de la cual ya no hay refugio,
intimidad que nos proteja, sino una constante exposición a la crítica
malintencionada y al conflicto. Se puede achacar a la aceleración de
la vida debida a las innovaciones tecnológicas, que resultan
devastadoras para las formas de vida tradicionales, que tenían unos
ritmos y costumbres a los que nuestros cerebros (evolutivamente
paleolíticos) estaban perfectamente adaptados; pero éstos no pueden
adaptarse a los ritmos actuales, al vértigo de la vida acelerada en la
que todo cambia antes de poder asimilarlo. Se puede achacar también a
la inestabilidad del mundo debida a causas geopolíticas, como pasa con
la guerra de Ucrania y sus efectos sobre el abastecimiento y los
costes de la energía, y por tanto sobre el consumo y el trabajo en
todo Occidente; o a causas sobrevenidas, como la covid y las
restricciones sociales a las que ha obligado durante un par de años,
afectando drásticamente al desarrollo emocional.
Podemos citar todas estas causas, y aún más, para intentar comprender
qué nos pasa, por qué vivimos con semejante descontento, a qué se debe
el “malestar en la cultura”. Y todas esas causas alumbran un aspecto
del problema, pero ninguna lo explica en conjunto. Cada una se centra
en una serie de síntomas (sociales, políticos, psicológicos,
económicos, etc.), pero no aborda la raíz del asunto. No permiten ver
que el problema es filosófico. Metafísico, si se prefiere,
aunque hoy suena impopular hablar así. Quizá por eso estamos como
estamos:
porque rehuimos afrontar los problemas desde el punto de vista
adecuado. Somos demasiados modernos para ello.
El problema de fondo es nuestra creciente desconexión. Pero,
desconexión, ¿de qué? De todo. En todos los sentidos. La vida
tardomoderna, propia del mundo globalizado, capitalista, altamente
tecnificado e hiperconectado es, paradójicamente, una vida en la que
se da un terrible aislamiento del individuo, una
fractura ontológica con respecto a todo lo demás. Sobre ese
horizonte fallido de relaciones, ninguna en particular ‒de amor, amistad, pertenencia a grupo, adscripción gremial, o lo que
fuera‒
puede aparecer como “auténtica”, ninguna nos “llena”, ni puede ya
estructurar la vida. Dada la cada vez mayor ausencia de propósito en
que vivimos, no se puede establecer
ningún vínculo real con nada ni nadie, y esto conduce a
un profundo deterioro de cualquier motivación. Tenemos la
sensación de vivir en la irrealidad, en una especie de ensoñación
neblinosa que nos absorbe y nos aleja del mundo.
De ahí que busquemos desesperadamente ayuda, a menudo donde menos
debiéramos (en supuestos “profesionales”, o tal vez meros “gurúes”, que no hacen
más que agravar el problema). Y con ello, las causas de esa
desconexión se retroalimentan. Libros de autoayuda, coaching,
cursos de mindfulness, o la importación de religiones
orientales sacadas de todo contexto histórico-cultural, sólo son
algunas formas de placebo que pueden aportar alivios momentáneos, pero
que nos evitan enfrentarnos al verdadero problema. Éste, como decía,
va más allá de lo meramente “psíquico” o “emocional”: afecta a nuestra
pertenencia a lo real, que no es un problema dentro de
nuestra mente, sino también, y sobre todo, fuera de ella. Pero
tampoco basta, entonces, con señalarlo como un problema “sociológico”
o “político”: sus raíces se hunden hasta donde no pueden llegar los
cambios en ciertas prácticas colectivas o en las legislaciones o
sistemas de gobierno. Porque todo esto ha cambiado muchas veces en la
historia, pero el problema sigue ahí, anclado en la condición humana.
Más que con lo que hacemos, tiene que ver con lo que somos, o para ser
más exacto, con la comprensión de lo que somos. Por eso, decía,
es un problema ante todo filosófico. Y por eso, ciertamente, no
es un problema “moderno”, si bien en la Modernidad se ha exacerbado
muchísimo. La actual sólo es su forma explícita y radical, pero el
problema en sí es consustancial a la especie humana.
Bien entendida, lo que pretende toda filosofía, como también toda
religión y toda terapia científica ‒forma secular de lo mismo‒, cada una por muy diferentes vías, es
restaurar la conexión de uno con el mundo, la cual está
por defecto rota. Esto es: la conexión con las cosas, con
los demás y, cómo no, incluso con uno mismo. Tenemos una
necesidad fundamental de “pertenencia-a” y de “relación-con”, sin las
cuales la vida va perdiendo paulatinamente el sentido (lo que a
posteriori diagnosticamos como “enajenación”, “anomía”, etc.). Lo que
experimentamos como felicidad son básicamente esas conexiones, y
por eso lo material nunca basta para proporcionarla por sí solo; siempre
le “falta” algo. Y por eso mismo el estar “desconectado”, de lo(s)
otro(s) y de uno mismo, es una muerte en vida, cuya manifestación más
patente es la depresión. Los síntomas que describía párrafos más
arriba son modos coyunturales en los que esta fractura
ontológica se da ‒analizados desde distintos enfoques teóricos‒, pero la disposición para la misma está ahí, es
anterior a ellos y admite múltiples fenomenologías. Las “causas
próximas” de la fractura son importantes, y hay que intentar
remediarlas, cómo no ‒para eso están la política, las ciencias y la tecnología, la
institución clínica, etc.‒; pero hay algo que las rebasa siempre, y que se nos escapa si
no atendemos a este otro punto de vista. Por eso, no se trata de
escoger la “solución correcta”, sino de integrar estrategias. Las más
modernas no deben hacernos olvidar las clásicas, cuya valía quedó
suficientemente probada. Es más, deben permitirnos
trasladarlas al presente. Lo técnico-práctico debe combinarse
con lo reflexivo-teórico; hace falta este componente. Y recordemos que
la theoría no es otra cosa que un “aprender a mirar”.
La tarea, por ello, es reconstruir esa conexión existencial
‒la filosofía debe abandonar de una vez ese enroque teórico
de la deconstrucción que tanto daño (le) ha hecho‒
para así hacer posible la felicidad. El pensamiento por sí solo no la trae, evidentemente, pero desempeña
un papel importante. Ha de contribuir a alcanzar
un estado de armonía, de equilibrio; una especie de “sincronización” de
uno consigo mismo y con lo(s) que lo rodea(n). Y esto no es factible sin
comprender la unidad profunda de lo real, que para nosotros se da
siempre como un mundo, pero que de algún modo trasciende toda
manifestación, toda concreción histórica; esa unidad es
la naturaleza en nosotros, la naturaleza que somos (lo
“universal”), que hay que aprender a con-jugar con lo sociocultural
en que estamos (lo “particular”). Para ello es necesario cultivar
‒y esto requiere una gran disciplina‒ la
coherencia interna y la adecuación de nuestros pensamientos, emociones y
actos a lo(s) otros(s); esa vinculación que ha recibido distintos
nombres a lo largo de la historia: naturaleza, Dios, razón, el ser…
Naturalmente, como decía antes, la religión, la filosofía y las terapias
científicas modernas afrontan este asunto desde perspectivas teóricas y
medios prácticos muy distintos, y con muy diversos resultados; y no
siempre, por cierto, lo moderno se muestra más efectivo que lo antiguo
‒en relación con esta cuestión “intemporal”‒.
Más controlado y reproducible sí, pero no más efectivo. En cualquier
caso, aquí el problema consiste más bien en curar las “almas” que las
“mentes”. Esto último alivia los síntomas, pero no elimina las causas de
los males.
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Nuestra escisión de lo(s) otro(s), y de nosotros mismos, es el trasfondo de nuestros problemas más profundos, y no es cierto que sea un fenómeno propio del mundo moderno, sino que es consustancial al desarrollo de la humanidad.
— Caminos del lógos (@caminosdellogos) May 7, 2022
"DESCONEXIÓN" EXISTENCIALhttps://t.co/XXkSR9pPVR pic.twitter.com/fPU3TRdFTU
Para ello se ha de producir la religación o
comunión o, como ya vimos, reconstruir la conexión
existencial que se ha visto rota; restañar la fractura ontológica
que aísla al ser humano y lo hace enfermar. Y ello en un triple
eje: en relación con lo otro (phýsis), con los otros
(pólis), y consigo mismo (psyché). O sea,
naturaleza, colectivo e individualidad. Sin embargo, se
trata de tres aspectos de lo mismo, esto es lo primero que
hay que aprender; y pretender ocuparse de cualquiera de ellos al
margen de los otros dos ‒como tan a menudo se ha intentado (ciencias naturales, ciencias
sociales y teoría política, ciencias de la salud mental,
respectivamente)‒ conduce inevitablemente a perpetuar la situación. En esto, hay
que decirlo, la religión demuestra una capacidad para abordar el
problema mucho mayor, y es probablemente por eso por lo que aún
hoy perdura y renace en el mundo, pese a su supuesta
“irracionalidad”. Entretanto, el mundo se llena de placebos, a los
que ‒haciendo gala de una inmensa ignorancia‒
se compara con ésta; placebos que no sólo no resuelven nada, sino
que nos sepultan más hondamente todavía en el aislamiento: desde
las drogas, que no pueden hacen feliz, sino sólo más desgraciado
todavía (pues acallan de forma efímera
el dolor de la desconexión, pero únicamente para desconectarte más
todavía), hasta las redes sociales, que proporcionan un
sucedáneo de comunicación con los demás que es la máxima
forma de la atomización psicosocial (por no decir que alimentan la
ansiedad y la paranoia colectivas). Estos y otros rasgos de la
Modernidad no son la causa del problema, como a menudo se quiere
ver, sino su explicitación, debido precisamente al abandono
de las fórmulas ‒como la propia religión‒ que antes lo mitigaban. Por eso ahora se enferma más, pero la
causa no es el presente: es que
el presente no sabe ya ponerle remedio. Ha perdido toda
sabiduría. Se advierte a las claras la “retirada del
mundo”, eso que Heidegger cifraba en el sentimiento de angustia y
que hoy, más bien, habría que asociar con la depresión. La
fractura ontológica en su estado más puro y prístino.
Ahora bien, hay que preguntarse: ¿hubo realmente una
unidad que se ha roto? ¿Hubo un tiempo anterior a
esa fractura, al desarraigo, en el que el ser humano estuvo
“sumergido” en el ser? ¿Hubo continuidad entre ambos? Creo
que sí, precisamente porque la fractura ontológica no se produjo
al llegar la Modernidad y la tecnificación de la vida; ni
siquiera, remontándonos en el tiempo, con el despertar de la razón
y la individualidad en Grecia. Más bien ocurrió en tiempos
“prehistóricos”, durante cientos de miles de años, a lo largo de
la antropogénesis que
escindió al naciente ser humano actual de la pertenencia
inconsciente a la naturaleza. La toma de consciencia (de “posesión”) de sí mismo
‒imposible de delimitar con precisión respecto de los humanos
precedentes‒ lo
separó del resto de las cosas, lo expulsó del paraíso, al
cual ya no podía seguir perteneciendo tras comer del árbol del
conocimiento y saberse desnudo. La continuidad entre el ser humano
y la naturaleza se ha roto desde su “expulsión” de la misma
‒que nunca ha sido total‒;
esto es, literalmente “desde que el mundo es mundo”, pues éste
nace de esa fractura o discontinuidad. Así pues, se trata de
recuperar algo cuya pérdida fue condición de posibilidad para
llegar a ser lo que somos ‒de ahí esa aureola “mítica” que lo envuelve‒; y, sin embargo,
ha perdurado en nosotros como falta, como ausencia
constitutiva, “recordándose” a través de nosotros. ¿Es, por tanto, “reconstruir” algo perdido, o “construirlo” por
vez primera? Creo que lo primero, o lo que es igual, que es un
ejercicio de anámnesis. La naturaleza negada todavía habla
a través del ser humano, pero le cuesta mucho expresarse en su
lenguaje cultural; éste despierta un inmenso ruido. Consigue
hacerlo a veces, en destellos singulares, en el arte, en la
filosofía y en la religión; pero tenemos que aprender a darle
otras formas ‒para lo cual las anteriores servirán de guía‒ adecuadas a nuestro tiempo, exducirlo a nuestro
lenguaje.
Con-jugar los irrenunciables logros civilizatorios con lo
primitivo (inextirpable) en nosotros, dejar que nos sugiera
propósitos, modos de integración en la naturaleza que, de lo
contrario, no deja de reclamarnos en forma de malestar. Ésta es la
tarea metafísica de nuestro tiempo: aprender a
modificar la percepción para ser capaces de captar la
unidad (el Ser, la Totalidad) como tal. Pues quien sólo percibe
objetos vive siempre en la fractura, se ve incluso a sí mismo como
objeto (desconectado del resto y de sí mismo), y por tanto vive en
la perpetua insatisfacción.
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