“DESCONEXIÓN” EXISTENCIAL



"Desconexión" existencial | Caminos del lógos. Filosofía actual y crítica de la cultura.
"DESCONEXIÓN" EXISTENCIAL



FRACTURA ONTOLÓGICA Y PATOLOGÍAS PSICOSOCIALES
 
Nuestra escisión de lo(s) otro(s), y de nosotros mismos, es el trasfondo de nuestros problemas más profundos, y no es cierto que sea un fenómeno propio del mundo moderno, sino que es consustancial al desarrollo de la humanidad. Aprender a “percibir la existencia” de otro modo ‒el propósito de la filosofía‒ es la clave para afrontar esos problemas adecuadamente.


D. D. Puche
 

Es un hecho que estamos muy necesitados, en el sentido más hondo, más existencial del término. Nos falta algo, y el principal problema es que no sabemos qué es; el sentimiento de carestía, de menesterosidad, que diría Ortega, no deja de crecer en el mundo desarrollado al mismo ritmo al que éste satisface las necesidades materiales. De ahí las enfermedades mentales enfermedades del alma que se ceban en una población que, en principio, debería estar más satisfecha con su vida. Mientras que en el mundo subdesarrollado las carencias, el hambre y la violencia son las principales preocupaciones; mientras que las enfermedades que afectan a esa parte de la humanidad son fundamentalmente físicas, la gente que vive por encima de ese “nivel de flotación”, que hace mucho tiempo que rebasó ese umbral de supervivencia, está perdiendo, sin embargo, cada vez más la cabeza. Esto ya se nota de forma alarmante entre los adolescentes y los jóvenes, un porcentaje significativo de los cuales aunque le pasa a la población en general están medicados contra el estrés, la ansiedad y la depresión, aparte de sufrir diversos trastornos alimentarios, de atención e hiperactividad, etc.
 
Se puede achacar a la crisis económica cronificada a las crisis que vamos empalmando, en un capitalismo tardío que ya no parece capaz de salir de ellas y las consecuencias que ésta tiene sobre el descenso de la calidad de vida y, sobre todo, sobre las expectativas de futuro, con el efecto anímicamente demoledor que ello causa. Se puede achacar a la sociedad de la información y la cultura de masas, especialmente desde que ésta se vehiculó a través de internet y las redes sociales, que han destruido toda privacidad; esto nos ha arrojado a una esfera de “lo público” permanentemente abierta, de la cual ya no hay refugio, intimidad que nos proteja, sino una constante exposición a la crítica malintencionada y al conflicto. Se puede achacar a la aceleración de la vida debida a las innovaciones tecnológicas, que resultan devastadoras para las formas de vida tradicionales, que tenían unos ritmos y costumbres a los que nuestros cerebros (evolutivamente paleolíticos) estaban perfectamente adaptados; pero éstos no pueden adaptarse a los ritmos actuales, al vértigo de la vida acelerada en la que todo cambia antes de poder asimilarlo. Se puede achacar también a la inestabilidad del mundo debida a causas geopolíticas, como pasa con la guerra de Ucrania y sus efectos sobre el abastecimiento y los costes de la energía, y por tanto sobre el consumo y el trabajo en todo Occidente; o a causas sobrevenidas, como la covid y las restricciones sociales a las que ha obligado durante un par de años, afectando drásticamente al desarrollo emocional.
 
Podemos citar todas estas causas, y aún más, para intentar comprender qué nos pasa, por qué vivimos con semejante descontento, a qué se debe el “malestar en la cultura”. Y todas esas causas alumbran un aspecto del problema, pero ninguna lo explica en conjunto. Cada una se centra en una serie de síntomas (sociales, políticos, psicológicos, económicos, etc.), pero no aborda la raíz del asunto. No permiten ver que el problema es filosófico. Metafísico, si se prefiere, aunque hoy suena impopular hablar así. Quizá por eso estamos como estamos: porque rehuimos afrontar los problemas desde el punto de vista adecuado. Somos demasiados modernos para ello.
 
El problema de fondo es nuestra creciente desconexión. Pero, desconexión, ¿de qué? De todo. En todos los sentidos. La vida tardomoderna, propia del mundo globalizado, capitalista, altamente tecnificado e hiperconectado es, paradójicamente, una vida en la que se da un terrible aislamiento del individuo, una fractura ontológica con respecto a todo lo demás. Sobre ese horizonte fallido de relaciones, ninguna en particular de amor, amistad, pertenencia a grupo, adscripción gremial, o lo que fuera puede aparecer como “auténtica”, ninguna nos “llena”, ni puede ya estructurar la vida. Dada la cada vez mayor ausencia de propósito en que vivimos, no se puede establecer ningún vínculo real con nada ni nadie, y esto conduce a un profundo deterioro de cualquier motivación. Tenemos la sensación de vivir en la irrealidad, en una especie de ensoñación neblinosa que nos absorbe y nos aleja del mundo.
 



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De ahí que busquemos desesperadamente ayuda, a menudo donde menos debiéramos (en supuestos “profesionales”, o tal vez meros “gurúes”, que no hacen más que agravar el problema). Y con ello, las causas de esa desconexión se retroalimentan. Libros de autoayuda, coaching, cursos de mindfulness, o la importación de religiones orientales sacadas de todo contexto histórico-cultural, sólo son algunas formas de placebo que pueden aportar alivios momentáneos, pero que nos evitan enfrentarnos al verdadero problema. Éste, como decía, va más allá de lo meramente “psíquico” o “emocional”: afecta a nuestra pertenencia a lo real, que no es un problema dentro de nuestra mente, sino también, y sobre todo, fuera de ella. Pero tampoco basta, entonces, con señalarlo como un problema “sociológico” o “político”: sus raíces se hunden hasta donde no pueden llegar los cambios en ciertas prácticas colectivas o en las legislaciones o sistemas de gobierno. Porque todo esto ha cambiado muchas veces en la historia, pero el problema sigue ahí, anclado en la condición humana. Más que con lo que hacemos, tiene que ver con lo que somos, o para ser más exacto, con la comprensión de lo que somos. Por eso, decía, es un problema ante todo filosófico. Y por eso, ciertamente, no es un problema “moderno”, si bien en la Modernidad se ha exacerbado muchísimo. La actual sólo es su forma explícita y radical, pero el problema en sí es consustancial a la especie humana.
 
Bien entendida, lo que pretende toda filosofía, como también toda religión y toda terapia científica forma secular de lo mismo, cada una por muy diferentes vías, es restaurar la conexión de uno con el mundo, la cual está por defecto rota. Esto es: la conexión con las cosas, con los demás y, cómo no, incluso con uno mismo. Tenemos una necesidad fundamental de “pertenencia-a” y de “relación-con”, sin las cuales la vida va perdiendo paulatinamente el sentido (lo que a posteriori diagnosticamos como “enajenación”, “anomía”, etc.). Lo que experimentamos como felicidad son básicamente esas conexiones, y por eso lo material nunca basta para proporcionarla por sí solo; siempre le “falta” algo. Y por eso mismo el estar “desconectado”, de lo(s) otro(s) y de uno mismo, es una muerte en vida, cuya manifestación más patente es la depresión. Los síntomas que describía párrafos más arriba son modos coyunturales en los que esta fractura ontológica se da analizados desde distintos enfoques teóricos, pero la disposición para la misma está ahí, es anterior a ellos y admite múltiples fenomenologías. Las “causas próximas” de la fractura son importantes, y hay que intentar remediarlas, cómo no para eso están la política, las ciencias y la tecnología, la institución clínica, etc.; pero hay algo que las rebasa siempre, y que se nos escapa si no atendemos a este otro punto de vista. Por eso, no se trata de escoger la “solución correcta”, sino de integrar estrategias. Las más modernas no deben hacernos olvidar las clásicas, cuya valía quedó suficientemente probada. Es más, deben permitirnos trasladarlas al presente. Lo técnico-práctico debe combinarse con lo reflexivo-teórico; hace falta este componente. Y recordemos que la theoría no es otra cosa que un “aprender a mirar”.
 
La tarea, por ello, es reconstruir esa conexión existencial la filosofía debe abandonar de una vez ese enroque teórico de la deconstrucción que tanto daño (le) ha hecho para así hacer posible la felicidad. El pensamiento por sí solo no la trae, evidentemente, pero desempeña un papel importante. Ha de contribuir a alcanzar un estado de armonía, de equilibrio; una especie de “sincronización” de uno consigo mismo y con lo(s) que lo rodea(n). Y esto no es factible sin comprender la unidad profunda de lo real, que para nosotros se da siempre como un mundo, pero que de algún modo trasciende toda manifestación, toda concreción histórica; esa unidad es la naturaleza en nosotros, la naturaleza que somos (lo “universal”), que hay que aprender a con-jugar con lo sociocultural en que estamos (lo “particular”). Para ello es necesario cultivar y esto requiere una gran disciplina la coherencia interna y la adecuación de nuestros pensamientos, emociones y actos a lo(s) otros(s); esa vinculación que ha recibido distintos nombres a lo largo de la historia: naturaleza, Dios, razón, el ser… Naturalmente, como decía antes, la religión, la filosofía y las terapias científicas modernas afrontan este asunto desde perspectivas teóricas y medios prácticos muy distintos, y con muy diversos resultados; y no siempre, por cierto, lo moderno se muestra más efectivo que lo antiguo en relación con esta cuestión “intemporal”. Más controlado y reproducible sí, pero no más efectivo. En cualquier caso, aquí el problema consiste más bien en curar las “almas” que las “mentes”. Esto último alivia los síntomas, pero no elimina las causas de los males.
 

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Para ello se ha de producir la religación o comunión o, como ya vimos, reconstruir la conexión existencial que se ha visto rota; restañar la fractura ontológica que aísla al ser humano y lo hace enfermar. Y ello en un triple eje: en relación con lo otro (phýsis), con los otros (pólis), y consigo mismo (psyché). O sea, naturaleza, colectivo e individualidad. Sin embargo, se trata de tres aspectos de lo mismo, esto es lo primero que hay que aprender; y pretender ocuparse de cualquiera de ellos al margen de los otros dos como tan a menudo se ha intentado (ciencias naturales, ciencias sociales y teoría política, ciencias de la salud mental, respectivamente) conduce inevitablemente a perpetuar la situación. En esto, hay que decirlo, la religión demuestra una capacidad para abordar el problema mucho mayor, y es probablemente por eso por lo que aún hoy perdura y renace en el mundo, pese a su supuesta “irracionalidad”. Entretanto, el mundo se llena de placebos, a los que haciendo gala de una inmensa ignorancia se compara con ésta; placebos que no sólo no resuelven nada, sino que nos sepultan más hondamente todavía en el aislamiento: desde las drogas, que no pueden hacen feliz, sino sólo más desgraciado todavía (pues acallan de forma efímera el dolor de la desconexión, pero únicamente para desconectarte más todavía), hasta las redes sociales, que proporcionan un sucedáneo de comunicación con los demás que es la máxima forma de la atomización psicosocial (por no decir que alimentan la ansiedad y la paranoia colectivas). Estos y otros rasgos de la Modernidad no son la causa del problema, como a menudo se quiere ver, sino su explicitación, debido precisamente al abandono de las fórmulas como la propia religión que antes lo mitigaban. Por eso ahora se enferma más, pero la causa no es el presente: es que el presente no sabe ya ponerle remedio. Ha perdido toda sabiduría. Se advierte a las claras la “retirada del mundo”, eso que Heidegger cifraba en el sentimiento de angustia y que hoy, más bien, habría que asociar con la depresión. La fractura ontológica en su estado más puro y prístino.
 
Ahora bien, hay que preguntarse: ¿hubo realmente una unidad que se ha roto? ¿Hubo un tiempo anterior a esa fractura, al desarraigo, en el que el ser humano estuvo “sumergido” en el ser? ¿Hubo continuidad entre ambos? Creo que sí, precisamente porque la fractura ontológica no se produjo al llegar la Modernidad y la tecnificación de la vida; ni siquiera, remontándonos en el tiempo, con el despertar de la razón y la individualidad en Grecia. Más bien ocurrió en tiempos “prehistóricos”, durante cientos de miles de años, a lo largo de la antropogénesis que escindió al naciente ser humano actual de la pertenencia inconsciente a la naturaleza. La toma de consciencia (de “posesión”) de sí mismo imposible de delimitar con precisión respecto de los humanos precedentes lo separó del resto de las cosas, lo expulsó del paraíso, al cual ya no podía seguir perteneciendo tras comer del árbol del conocimiento y saberse desnudo. La continuidad entre el ser humano y la naturaleza se ha roto desde su “expulsión” de la misma que nunca ha sido total; esto es, literalmente “desde que el mundo es mundo”, pues éste nace de esa fractura o discontinuidad. Así pues, se trata de recuperar algo cuya pérdida fue condición de posibilidad para llegar a ser lo que somos de ahí esa aureola “mítica” que lo envuelve; y, sin embargo, ha perdurado en nosotros como falta, como ausencia constitutiva, “recordándose” a través de nosotros. ¿Es, por tanto, “reconstruir” algo perdido, o “construirlo” por vez primera? Creo que lo primero, o lo que es igual, que es un ejercicio de anámnesis. La naturaleza negada todavía habla a través del ser humano, pero le cuesta mucho expresarse en su lenguaje cultural; éste despierta un inmenso ruido. Consigue hacerlo a veces, en destellos singulares, en el arte, en la filosofía y en la religión; pero tenemos que aprender a darle otras formas para lo cual las anteriores servirán de guía adecuadas a nuestro tiempo, exducirlo a nuestro lenguaje.
 
Con-jugar los irrenunciables logros civilizatorios con lo primitivo (inextirpable) en nosotros, dejar que nos sugiera propósitos, modos de integración en la naturaleza que, de lo contrario, no deja de reclamarnos en forma de malestar. Ésta es la tarea metafísica de nuestro tiempo: aprender a modificar la percepción para ser capaces de captar la unidad (el Ser, la Totalidad) como tal. Pues quien sólo percibe objetos vive siempre en la fractura, se ve incluso a sí mismo como objeto (desconectado del resto y de sí mismo), y por tanto vive en la perpetua insatisfacción.
 



 
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