Individuo
sublimador por antonomasia, en el sentido freudiano del término (quizá sólo por
detrás del religioso, con el que Fausto guarda una evidente afinidad, por más
que su pacto no sea con Dios, sino con el Enemigo), el intelectual y/o el artista
es verdaderamente alguien digno de compasión, cuando no de mofa, puesto que
habita en lo más elevado a costa de lo más próximo, y ha de condenarse,
de empeñarse ‒en términos económicos‒ para comprar lo que para otros es gratuito: así, por
ejemplo, el baile, la risa y la sexualidad que le son tan extraños a ese otro
Fausto que es el Harry Haller de Hesse (una vez más, ¿el autor mismo?). Tales placeres
no son su destino, el cual ha de violentar para poder conseguirlos; no forman
parte de su naturaleza, que ciertamente no está hecha para disfrutar: “la
felicidad es cosa de plebeyos”, decía Goethe. Y por ello Fausto habrá de
redimirse, una vez repare en la hýbris, en la desmesura en que ha
incurrido, a través de esa otra forma de sublimación, mayor aún, la máxima
expresión de ese trastrueque, que es el amor. El amor encarnado en una
joven que representa el espíritu del pueblo, lo puro e inocente, lo propio, lo
absolutamente próximo, la sustancia humana de la que se está hecho; sólo eso
permite la redención ‒la recompra, de nuevo en
sentido económico‒ de lo que uno ha empeñado. [Sigue más abajo]
Del autor de este artículo...
VIVIR EN EL DESARRAIGO
La transformación de lo humano en el siglo XXI
Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación por lo que es y lo que quiere llegar a ser; por la dirección en que quiere encauzar los gigantescos e irreversibles procesos de cambio en que está inmersa, y tras los cuales el futuro inmediato se muestra oscuro y difuso, tras espesas nieblas de incertidumbre.
El periplo fáustico, que tiene mucho de veterotestamentario (el espíritu judaico frente al cristiano, o mejor, la sutil pervivencia de aquél en éste), consiste en el ardid por el cual se puede experimentar aquello que estaba vedado, pero sin pagar, en última instancia, el precio por ello; consiguiendo esa recompra-redención en el último momento, lo que evita abonar la totalidad del pago por lo gozado, eso a lo que no se tenía acceso en un principio. Siempre y cuando Fausto se salve, claro está (y eso está por ver, porque la cosa siempre puede salir mal; depende de si hablamos del primer o del segundo Fausto de Goethe, o del de Marlowe, o del Cipriano de Calderón, o del Dorian Gray de Wilde, o del Harry Haller de Hesse, o del Adrian Leverkühn de Mann, etc.), el recorrido bio-dramático habrá consistido en volver al punto de partida, pero habiendo ganado entretanto la experiencia de la que se comenzó estando privado. La estructura de tal recorrido es la del nóstos, así pues: Odiseo regresa a Ítaca y tiene un viaje extraordinario que contar. Ha sufrido, sí, y se ha dejado muchas cosas ‒y personas‒ en el camino, pero ahora posee las vivencias en que, al fin y al cabo, consiste una vida plena. El goce no se puede aislar del sufrimiento que es su necesaria condición.
Lo fáustico, en suma, consiste en sacrificar el “alma” por
una ambición; una ambición desmedida que es pura impiedad (desde la óptica
griega) o soberbia (desde la judeocristiana) ‒en cualquier caso: ir contra la
propia naturaleza, pretender ser lo que no se es, rebasando ciertos límites‒; una ambición que lo
absorbe todo. Ahora bien, habría que precisar si el individuo fáustico
es alguien que decide sacrificar su alma o si, como parece más plausible,
ésta se encuentra perdida ya de antemano, debido a un carácter, a una
forma de ser que, desde luego, uno no ha escogido ‒¿quién
escoge vivir en la insatisfacción, en el anhelo perpetuo de lo ausente?‒; a lo sumo, la libertad del creador/pensador radica en darle
la forma más satisfactoria posible a ese “destino” suyo. Porque, como decía
Heráclito, “El carácter es para el hombre su destino”. Esa forma, quizá tan
sólo la de un mal menor, sería lo único que en rigor decide; lo demás
son fuerzas que juegan con él, carcajadas divino-demoniacas. [Sigue leyendo el final del texto]
© D. D. Puche