FILOSOFÍA | ARTÍCULOS
Exploramos el aspecto más "técnico" de la filosofía como forma de alcanzar la "felicidad".
D.&D. Puche
#Sabiduría #Prudencia #Autoconocimiento
#Autocontrol #ModoDeVida #Virtud
La filosofía, si ha de ser tal (“amor a la sabiduría”),
y no meramente un corpus de estudios historiográficos cuyo valor radica
en proporcionar erudición, o una metodología de las ciencias empíricas que
pretende además facilitarnos la asimilación de sus resultados, ha de ser
un saber teórico-práctico inseparable de la cuestión de cómo guiar la
vida. Esto siempre estuvo presente en sus orígenes griegos, y es el eco que
aún resuena en la palabra “sabiduría”, la cual remite antes a una actitud (praxis)
que a una aptitud (teoría), por más que el cultivo de la primera implique el de
la segunda. Es en la confusión de ambas ‒y sobre todo en la reducción de
la primera a la segunda, ocasionada inevitablemente por la propia transmisión
educativa‒ donde radica el empobrecimiento
y la casi desaparición en el mundo actual de lo que fue la sophía
antigua ‒para algunos pensadores la sophrosýne,
para otros la phrónesis‒; ésta, desde luego, no
consistía ni en la acumulación de una “vasta cultura” (esto, en todo caso,
hubiera tenido más que ver con la tan injustamente denostada sofística)
ni en un “conocimiento privilegiado” por encima del científico-técnico
(acepción que siempre ha tentado a la filosofía, pero en la cual se refleja la
ambigüedad, presente desde sus orígenes, entre ésta y la teología).
La cuestión es si, con la desaparición de dicha sabiduría,
puede haber algo a lo que llamar realmente “filosofía”. Puede que su ocaso
equivalga no ya a un parricidio (aquello de “matar al maestro de la disciplina”),
de los que tantos ha habido desde Platón, sino a un matricidio (“matar la disciplina
en sí”) que, efectivamente, la despoje de todo sentido en el ultratecnificado y
especializado mundo actual. Y, sin embargo, resulta patente que hay una gran
necesidad de ella, en este sentido originario, el inseparable de la vieja sophía.
Una necesidad cada vez mayor, de hecho, y tanto más cuanto más tecnificación y
especialización hay, cuanta más aceleración y homogenización de la vida, cuanto
más desarraigo, que hace tiempo que traspasó los límites de lo patológico. Hace
falta filosofía para saber vivir. Pero ello significa que hay que recuperar
el sentido clásico de la sabiduría. [Sigue más abajo]
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[Viene de arriba] La deriva histórica de la filosofía la ha llevado de forma
paulatina a convertirse en un saber puramente teórico, en un contenido
científico ‒en el sentido de “académico”‒ siempre susceptible de interpretación, pero homologable con
respecto a ciertos parámetros escolares e institucionales. Sin embargo, a medida que
esta orientación teórica se ha ido imponiendo, se ha debilitado en igual medida
su orientación práctica; y con ello no me refiero al “discurso teórico acerca
de la praxis” (ya sea ética o política), sino al ejercicio de la misma,
a la forma que le damos a ésta; a una orientación que podríamos llamar también
“técnica” (aplicada) frente a la “teorética”. Ésta es la que se ha visto
progresivamente desatendida, hasta casi desaparecer del todo ‒especialmente con el paso del Medievo a la Modernidad,
cuando perdió su razón de ser la vida monacal que aún la preservaba‒, dejando despejado el terreno para que hoy campen a sus
anchas la autoayuda, el coaching, escuelas psicológicas más que cuestionables
y diversos fanatismos políticos y religiosos; un lugar que pertenece a la
filosofía ‒en cuanto discurso y práctica
de la sabiduría‒ y que ésta debe reclamar.
El valor de este aspecto técnico de
la filosofía no consiste en el mero “dar ejemplo” ‒ya
sea en el terreno ético o en el político‒
de lo que dice la teoría, en proporcionar la casuística que permita comprenderla
mejor; eso supondría considerar la praxis un instrumento de la teoría,
cuando más bien ésta es una preparación y prólogo (pro-lógos) para la aquélla,
o sea, que la praxis es su fin. Pero hablar de praxis tampoco ha de
entenderse en el sentido “épico”, como la transformación programática del
mundo; en otras palabras, como la demostración empírica de que una
teoría que describe las condiciones generales de la existencia humana es
correcta, lo cual se pone a prueba de forma hipotético-deductiva mediante
semejante “experimento” ético-político. No es esto. Simple y humildemente, se
trata de unas prácticas concretas propias del modo de vida del filósofo ‒que éste ejercita, si es coherente, con sus costumbres‒. Algo que ha encontrado, dicho sea de paso, más eco en las
filosofías de Oriente que en las occidentales, netamente teoréticas; allí, en
cambio, estas prácticas antiguas se han preservado (como aquí lo hacían, en
efecto, incluso ya entrada la Modernidad, las reglas monacales, si bien
mezclándolas y desviándolas de su camino por su excesiva carga doctrinal), e
incluso son el aspecto fundamental. Por eso precisamente existe en el ámbito
académico occidental una gran reticencia a considerarlas “filosofía”, y por eso
se han podido adueñar de ellas, mistificándolas o banalizándolas, los gurúes
del coaching y el mindfulness, que poco o nada tienen que ver con
su sentido originario.
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26/12/2022
© D. D. Puche
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