FILOSOFÍA | ARTÍCULOS
Concluimos este repaso de los muy desatendidos aspectos técnicos de la sabiduría, sin los cuales la mera teoría se ve completamente desconectada de la consecución de la felicidad.
#Sabiduría #Autognosis #Autodominio
#Aristóteles #Estoicismo #Epicureísmo #Alma #Espíritu
En Aristóteles, por último, tal
sabiduría entendida en sentido “técnico” desaparece, debido al enfoque
puramente “científico” ‒en el sentido de la empeiría
aplicada a ámbitos específicos‒ de su filosofía. A pesar de su defensa
de la contemplación como lo más divino y elevado, y de la primacía que sigue
dando a la sabiduría, ésta ya no significa lo mismo que en los pensadores
precedentes, y va inscribiéndose en una línea teórica cada vez más alejada de
lo práctico. Entiéndase esto último, pues Aristóteles es tenido como un
filósofo eminentemente “práctico” frente a otros más “especulativos”: lo
práctico parece mucho más presente en Aristóteles que, p. ej., en Platón, pero se
trata siempre de algo más bien pragmático, enfocado a la resolución de
problemas, o sea, como un sistema utilitario del saber. Tal y como le
criticará Kant a propósito del “uso práctico de la razón”, lo que Aristóteles busca
en cada caso es una “regla de prudencia” orientada a obtener un beneficio
práctico, nunca un “bien en sí” que estuviera por encima o más allá de éste. Por
tanto, toda trascendencia de lo dado, de los diferentes prágmata, pierde
interés para él, de forma metodológicamente ‒en
relación con ejercicios específicos‒ consistente con su desinterés
por la pervivencia del alma o por cualquier doctrina del “más allá”. Para él
sólo hay un “más acá” (inmanencia absoluta), e incluso cuando no es así desde
el punto de vista del objeto ‒pensemos en el mundo supralunar
y en el motor inmóvil‒, sí lo es desde el punto de
vista del sujeto que se transforma con su conocimiento. Cualquier
interés por “otro tipo” de sabiduría parece totalmente ausente en Aristóteles,
médico del cuerpo antes que del alma, al contrario que sus predecesores, de los
que a menudo ‒y así se entiende por qué‒ ofrece versiones tremendamente simplistas.
Y es a partir de entonces, con la
progresiva “orientalización” del helenismo desde los tiempos de Alejandro, que
da lugar a esa ecléctica cultura mediterráneo-asiática a la que llamamos
“helenística”, cuando experimentan gran auge las doctrinas estoica, hedonista,
cínica, escéptica, etc.; menos sistemáticas y elaboradas en el aspecto teórico,
pero mucho más volcadas en las técnicas aplicadas a la consecución de la
felicidad ‒entendida de muy diversas
formas: como ataraxia, como placer o como autosuficiencia, entre otras‒. En tales técnicas, y no en otra cosa, se hará radicar la
sabiduría, esto es, el propósito mismo de la filosofía. Y más tarde el mundo romano
hará suyas estas escuelas y las cultivará ‒aparte de la filosofía del Peripato
y de un neoplatonismo cada vez más místico‒ durante más de seiscientos
años, por no hablar de su continuidad en el Oriente bizantino y de la
pervivencia del estoicismo en el mundo cristiano a través de Boecio y otros pensadores
tardo-antiguos. Así pues, la filosofía será predominantemente entendida (y sólo visiones retrospectivas
posteriores, a partir sobre todo del siglo XVII, obviarán esto para quedarse
únicamente con el aspecto más “científico” y trazar continuidades unilineales muy
sesgadas) como un conjunto de prácticas que definen un modo de vida
específico (“filosófico”) que aspira a lograr cierto estado del alma (eudaimonía).
No otra cosa es la “sabiduría”, que por eso mismo no es nunca “sólo” teoría. [Sigue más abajo]
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[Viene de arriba] Dichas
prácticas antiguas consistían en técnicas de autoconocimiento y autocontrol,
y finalmente hasta de autotransformación, tanto físicas (gimnásticas) como
mentales (cognitivas) y espirituales (emocionales). Así, sabemos de la
importancia otorgada, cuanto menos desde los pitagóricos ‒y algo de ello debió de haber también en Anaxímenes, más
allá de una mera especulación teórica sobre el arché‒, al control de la
respiración, así como de la relevancia dada al aire como elemento unificador y
circulador por diversas escuelas (pnéuma, término que no casualmente será
traducido posteriormente como “espíritu”, e incluso, en el contexto bíblico, como
“Espíritu santo”). Igualmente es de destacar la atención que se prestó al gobierno
de los pensamientos, casi se diría que como algo “higiénico”; o el uso
terapéutico que se hacía de la lógica y de la confrontación de opiniones hasta alcanzar
la “opinión adecuada”, con efectos sanadores para el alma; o, en su defecto, la
epoché o suspensión del juicio, esto es, no tener “ninguna opinión”, con
similares resultados (y en cualquiera de los casos, estamos hablando de los
distintos usos “curativos” del lógos). Por último, no olvidemos los
extendidos ejercicios de meditación y de reflexión sobre sí mismo; la observación
recapituladora de la conducta seguida durante el día; el primoroso cuidado de las
relaciones con uno mismo, con los demás y con la naturaleza;
y, en general, el papel central concedido a la corrección del pensar y del
obrar ‒fuertemente rutinizada‒ en el marco de la
adecuación a un cierto patrón, ya fuera éste “natural” o “divino”.
Lo que se pretende con estas
técnicas es alcanzar la disposición del ánimo óptima para la consecución de la areté
(recordemos: la “excelencia”) humana, que es ya de por sí la felicidad ‒pues ésta no es algo que se obtenga “además de” la propia areté,
a modo de recompensa‒, y en esa misma medida, la
identificación con lo divino en nosotros. Eso “divino”, al margen de
mistificaciones más religiosas que filosóficas, no es sino el ser
mismo, del que uno se reconoce como partícipe, y esto significa que dicho
ser se aprehende no como concepto (conocimiento), sino como experiencia (intuición).
El ser es lo que las religiones convierten en Dios, o los dioses, de modo
comprensible para el pueblo; pero la filosofía, que siempre ha tenido algo de iniciática,
o cuanto menos lo fue en el marco de esta sabiduría antigua, aspira a experimentar
en primera persona a través de una serie de prácticas. Esto es lo que hoy hemos
perdido prácticamente del todo ‒incluso en el recuerdo‒ y que aspiramos a reconstruir únicamente como “conocimiento
teórico” desde un punto de vista histórico-filológico; y por eso nos falta la intuición
originaria que acompañaba siempre a tales conceptos, intentos de plasmar
teórica y objetivamente lo que sin duda fue experimentado de forma subjetiva
y radicalmente transformadora. Nunca mejor dicho: conservamos la letra,
pero no el espíritu.
6/4/2023
© David y Daniel Puche Díaz
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