CAMINOS DEL LÓGOS
VERDAD, FE Y SENTIDO (1 de 2)
Sobre las relaciones entre ciencia, religión y filosofía
21-11-2023
La filosofía, cuando verdaderamente es tal,
es la aspiración a la sabiduría, lo cual quiere decir que no es un saber
especializado en un campo concreto, ni uno que supuestamente fundamente o
divulgue o extraiga aplicaciones pragmáticas de otras disciplinas teóricas. Más
bien consiste en el esfuerzo por organizar el pensamiento, con un
elevado grado de autoexigencia, a partir del conocimiento de “lo que hay” ‒por lo general, esto
sí, brindado por otros saberes‒, y ello con el propósito de orientar la
acción hacia un ideal de “vida correcta” (virtud) que es preciso establecer
primero ‒los
marcos culturales dados nunca son suficientes y, de hecho, deben ser
cuestionados‒. Así pues, en la filosofía se conjugan de
forma inseparable las aspiraciones a la verdad y al bien; las comparte
con otras manifestaciones culturales, pero en esas otras no se da ese
imperativo de unidad, esa incansable búsqueda de la mutua
correspondencia de ambas. Esto es privativo de la filosofía (que
no es ni “meta-saber” ni “pedagogía”),
y en ello consiste precisamente la sabiduría.
El corazón de la filosofía, sin el cual la aspiración
a la sabiduría se vuelve impracticable, es la metafísica, tan infamada
por el pensamiento contemporáneo (lo que explica en gran medida su
abandono de tal aspiración en favor de otras metas puramente “teoréticas” o meramente
“pragmáticas”). En efecto,
mientras que las ciencias son marcos teóricos que explican los diferentes
campos particulares de la realidad (de lo que es “en sí”), y por ello su
ámbito es el de la verdad ‒el
ajuste del pensar con aquélla‒, la
metafísica es la teoría del mundo, esto es, del terreno de la
significatividad humana (de lo que es “para nosotros”), de los referentes fundamentales
de nuestra existencia como tal; así pues, su ámbito no es el de la verdad, sino
el del sentido. Un mundo ‒no
ya “el” mundo‒ es una
determinada organización total del sentido, y esto quiere decir, en lo
esencial, cierta articulación de los fines que el ser humano le da a
su existencia y que definen lo bien o mal “encaminada” que ésta se halla (el
ideal de la “felicidad”). Así, sólo
puede haber sabiduría, pensamiento orientado hacia la vida correcta, en el
marco de un mundo, de un orden (kósmos); y ello porque
sólo en éste puede haber sentido. Y
por eso la filosofía, cuando se olvida de la metafísica, y con ella del mundo y
del sentido, deja de ser “aspiración a la sabiduría” y se reduce voluntariamente
a ser una propedéutica de las ciencias (epistemología) o bien un saber teorético
fraccionado en áreas que supuestamente pueden sostenerse con independencia
del resto de componentes de un mundo (ética, política, estética, y las
diversas “filosofías de…”). Pero ahí falta lo vertebrador, lo que estructura el
pensamiento, y con éste, nuestros fines vitales. Falta la filosofía.
Mientras
que las ciencias son objetivas, sin lo cual no cabría hablar de
“verdad”, la metafísica, por cuanto se ocupa del sentido, es netamente subjetiva
‒y de
ahí sus interminables disputas y su tópica impresión de “haber sido superada”‒. Ahora bien, tal
“subjetividad” no tiene nada que ver con la particularidad de las opiniones de
un autor u otro; con relación a esto siempre han surgido muchos malentendidos. Lo
que ocurre es que el sentido es plurívoco y está siempre abierto, al
contrario que la verdad ‒que
ésta sea revisable es otra cuestión‒; y
esto el pensamiento no puede evitar reflejarlo, por sistemático y riguroso que sea.
El mundo (“orden”) sostiene el sentido, el marco de fines que guían la conducta
humana hacia cierto ideal de realización; la consecución de éste conlleva la
promesa ‒verdadera
o falsa‒ de
la felicidad, ya sea en esta vida, ya sea en otra; pero no puede haber ni ideales
ni promesas al margen de ese marco de fines (que es teórico-práctico, pues
abarca tanto una serie de conceptos como de normas). No obstante,
este marco, evidentemente, no es demostrable. Se da entre otros ‒entre otros mundos‒, y no es más o menos
“verdadero” que ellos, sino que, en base a criterios no objetivos, resulta más
o menos “preferible”. El problema se traslada, entonces, al de esa condición de
preferible: ¿según qué criterios? ¿En qué se basa?
Desgraciadamente, las ciencias nunca
proporcionan el sentido; explican el porqué y el cómo de los
objetos que estudian (sus causas y condiciones), pero no pueden brindar un para
qué a los sujetos ‒y
cuando toman a éstos como campo de estudio (p. ej., la psicología, la
sociología o la antropología), los convierten en objetos, con lo que se vuelve
al punto de partida‒.
Pretender que las ciencias pueden
indicarnos cómo deberíamos vivir, o sea, proporcionarnos fines, y
no solamente los medios para alcanzar éstos, es en lo que consiste, básicamente,
la “falacia naturalista”, la cual sería más adecuado aplicar al sentido
que no al bien. Pues, ciertamente, el conocimiento de lo que son
las cosas puede en ciertas ocasiones contribuir a establecer qué sería lo
correcto (lo que deberían ser) en un momento dado; no se puede sostener,
sin más, que esto siempre sea una aplicación indebida de las categorías
de un campo a otro. Pero lo que no podemos deducir de ese conocimiento de cómo
son las cosas son los modelos de vida que tendríamos que preferir a
otros; no puede darnos un propósito que haga que nuestra existencia se
nos presente como más “valiosa” o “plena”. Obtener ese conocimiento, claro
está, puede darle sentido a la vida del científico, pero no hay que confundir
esa motivación de su actividad ‒la
búsqueda de la verdad‒ con el contenido de dicha verdad, en
el que no radica aquélla: en ese caso, el propósito del
científico sería obtener los resultados que previamente ha deseado, y no los
verdaderos (independientes de su voluntad), lo cual sería absurdo. Y, sea como
sea, la ciencia puede darle sentido a la vida del científico, pero nunca a la
humanidad en su conjunto. Más bien, de hecho, suele quitárselo, al
“desencantar” el mundo.
No, la ciencia nos pone en posesión de la verdad,
y esto es incuestionable; pero nunca puede otorgarnos el sentido. No nos
da una dirección en que movernos para vivir, y de ahí el rechazo que
llega a suscitar entre amplias capas de la población que no la entienden, que
creen que pretende decirnos cómo vivir ‒cosa que ciertamente no hace‒. La religión, en
cambio, sí que lo hace. Es la más antigua y poderosa forma de orientar la vida,
de darle fines vitalmente satisfactorios; también procede de ella, principalmente,
esa confrontación tan peligrosa con los resultados científicos, los cuales
hacen que la conciencia religiosa sienta sus fines amenazados (y a menudo es
así, cuando éstos se muestran contradictorios en sus fundamentos con verdades ya
demostradas, evidenciando su incompatibilidad con la realidad). Pero la “religación”
con lo espiritual o divino radica en nuestra propia naturaleza; la
tendencia a creer en algo sobrenatural, por paradójico que pueda resultar, es una predisposición innata ‒no algo “inculcado”, aunque lo sea su contenido‒, y por eso puede haber individuos no creyentes, pero no
hay culturas que carezcan como tales de algún tipo de religiosidad. Su
origen parece ser evolutivo, pues tales creencias contribuyen a la
supervivencia diferencial al reforzar las motivaciones del individuo y
cohesionar al grupo. Es, por tanto, una conducta adaptativa, por más que
pueda llegar a estar tras algunos de los mayores horrores perpetrados por la
humanidad. Sin embargo, una conducta no deja de ser adaptativa porque cause
desastres: tan sólo lo hace si esos desastres son mayores de los que se
hubieran producido sin ella; la pregunta, entonces, es qué balance arroja la religión.
¿Podría la humanidad sobrevivir sin ella? La respuesta que defiende
habitualmente el pensamiento ilustrado es que sí, por supuesto: y mucho
mejor. Pero esto es muy cuestionable cuando se entiende bien su función
antropológica (que no es asegurar el poder de unas élites sobre el grupo; éste
es un rendimiento que se le extrae, no la razón por la que aparece filogenéticamente).
Como decía, puede haber individuos que vivan muy bien sin ella, pero no parece
que pueda haber colectivos. Éstos, obviamente, pueden relajarse en sus
creencias y vivir de una forma más racional, acorde a los hechos probados;
pueden vivir como si no hubiera nada más que lo mundano, que lo inmanente y
finito; pero ello termina siempre acompañado de una crisis del sentido, de
una carencia de fines y expectativas existencialmente aceptables que
conduce al “malestar cultural”, a gran cantidad de patologías psicosociales y,
en resumidas cuentas, al nihilismo, a la falta de propósito en que no se
puede vivir. Los sucedáneos políticos, los grandes proyectos redentores de
la historia, pueden ocupar su papel durante algún tiempo; pero al final su
ausencia termina evidenciándose con efectos devastadores. Todo lo que está
en nuestra naturaleza retorna, por más que parezca que la cultura lo ha
dejado atrás (el “progreso”).
La
ciencia (verdad) y la religión (sentido) se ven frecuentemente como
adversarias, cuando en realidad son complementarias; el problema surge cuando
una de ellas pretende inmiscuirse en el terreno de la otra: la religión en el
de la verdad (explicando el origen del universo y del hombre y cualquier otro
proceso físico, químico, biológico, etc.) o la ciencia en el del sentido
(planificando tecnocráticamente la vida). Las dos tendencias contrapuestas que
hallamos son, por tanto, que el sentido pretenda imponerse a la verdad, de lo que
resulta el fanatismo, o que la verdad pretenda imponerse al sentido, de
donde surge el nihilismo. Ambos son tremendamente destructivos, tanto en
lo físico como en lo psíquico y moral; son dos grandes males históricos que
combatir, y nuestro tiempo se debate entre ambos, pues reaccionan el uno contra
el otro y se retroalimentan. No podemos vivir sin un sentido, y no debemos
vivir sin la verdad, y una racionalidad que merezca ese nombre debe partir de
estos dos hechos para revaluar lo que entendemos hoy en día por Ilustración,
cuyo concepto es necesario ampliar para dar cabida a intereses y
satisfacciones ineludibles del ser humano. Pero la propensión ilustrada a quedarse
con la verdad e infravalorar el sentido ‒que converge
con el modelo socioeconómico y tecnológico vigente‒ ha retroalimentado
esos males que tanto sufrimos en estos tiempos de desarraigo: el nihilismo, por
un lado, y el fanatismo, por el otro.
Y,
sin embargo, el sentido procurado por la religión es irracional, por más
que en muchos casos se esfuerce por mostrar su conformidad con la “razón
natural” (cosa que desmiente el hecho de que esa misma razón natural prescinde con
toda facilidad de ella); eso, obviamente, no es asumible para el pensamiento
ilustrado. Ahí es donde entra en juego la filosofía, que no compite con la
ciencia por establecer la verdad ‒pretensión
vana‒,
sino con la religión por establecer el sentido. Pero tampoco negando la
religión, como una y otra vez se ha intentado, en un ejercicio de pura negatividad:
antes bien, mediante una tarea afirmativa de apropiación y reelaboración
de sus contenidos. La fe, el
sentido irracional, no puede ser eliminada por la verdad, precisamente
porque nunca fue aceptada por ser “verdadera”; en lugar de eso, ha de ser mediada
por la filosofía, esto es, comprendida y traducida a términos que sí sean racionales.
Sus contenidos han de ser actualizados en cada época, lo que implica no
asumirlos literalmente, pero tampoco negar el fondo simbólico que transmiten,
lo que revelan acerca de la condición humana. En ello radica el “giro del
sentido” que el ser humano necesita urgentemente. Ésta es una de las tareas
primordiales de eso que entendemos como “sabiduría”.
Y ello nos devuelve a lo que decía
anteriormente acerca de la dimensión metafísica del ser humano, de la
necesidad de un mundo como estructura vertebradora de la existencia,
sólo a partir de la cual se pueden establecer fines y articular proyectos para
la misma ‒y así, un sentido‒. Es la clave para alcanzar un equilibrio, una consistencia de
la vida (anterior incluso a las cuestiones de la libertad, la
justicia y la felicidad, y condición de posibilidad de las mismas), en cuya ausencia
lo único que nos queda son patologías psíquicas, sociales y políticas. No
obstante, para todo esto debemos entender mejor la relación entre religión y
filosofía, o lo que es igual, entre el sentido irracional (la mera fe) y
el racional, respectivamente. Pues el ser humano no puede vivir sin
sentido, pero éste no tiene por qué ser racional; ahora bien, siempre será mejor
que lo sea, y ello no puede depender del conocimiento de la verdad científica, la
cual nada tiene que ver con este problema.
Keywords: Filosofía, Ciencia, Religión, Verdad, Sentido, Nihilismo, Fanatismo.
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