CAMINOS DEL LÓGOS
VERDAD, FE Y SENTIDO (2 de 2)
Sobre las relaciones entre ciencia, religión y filosofía
10-12-2023
[Lee la parte 1 de 2] No cabe duda de que, a lo largo de la (pre)historia,
la mayor potencia productora de mundo ‒y con él, de sentido‒ ha sido la religión, hasta el punto de
que ésta parece indesligable de nuestro propio desarrollo evolutivo. Cada vez
hay una certeza mayor del progresivo despertar de cierta “espiritualidad” en
los homínidos que nos precedieron, siempre ligada a la conciencia de la
mortalidad y la preocupación por los límites y el destino de la vida; incluso
se han observado conductas que podrían ser un esbozo de esto (comportamientos
supraadaptativos, de una cierta ritualidad, aparentemente relacionados con la
pertenencia a la naturaleza o la relación con el propio pasado familiar) en
chimpancés. La religiosidad despliega un mundo, un sistema de referencias
que proporciona al individuo y al colectivo un lugar y una dirección;
constituye una “cartografía existencial” sin la cual el común de los seres
humanos no sabe dónde está ni adónde se dirige, de modo que sólo le queda una
condición errática, desarraigada, inseparable de un sentimiento creciente de
que la vida carece de valor. En esa medida, el papel que juega para muchos seres
humanos es inestimable, algo verdaderamente necesario.
Sin
embargo, el sentido que produce la religión es irracional, lo cual, si bien por
un lado lo hace asequible a un segmento mucho mayor de la población, por otro
tiene consecuencias adversas derivadas de las incongruencias a las que toda
irracionalidad da lugar. En efecto, el sentido que tiene como premisa la
existencia de Dios, o los dioses (al margen de su trascendencia o inmanencia,
de que sean espíritus o seres superiores, únicos o múltiples, creadores del
universo o parte de éste, etc.), origina muchos problemas, el principal de los
cuales es que dan lugar a un mundo absolutamente estable y vinculante,
pero enfrentado siempre ‒con
mayor o menor intensidad‒ a
otros mundos. Y, por tanto, siempre habrá seres humanos enfrentados ‒físicamente o no‒ a otros seres
humanos. Ésta es la primera y fundamental consecuencia de la
irracionalidad. El sentido irracional se apoya en la fe, esto es, en una mera
creencia, una entre muchas otras, que de por sí es indemostrable. Esto es lo
que le permite crear sentido, que llega adonde no llega la verdad; pero a la
vez hace que éste sea siempre insuficiente. La forma de tal creencia,
que articula tanto su elaboración interna como su transmisión, es mítica: una
narración protagonizada por uno o más seres sobrenaturales (dioses, o en su
defecto semidioses, hijos de dioses y mortales) cuyas acciones y pasiones explican
los fenómenos naturales y dan la pauta para las experiencias primordiales
humanas, que son repeticiones o emulaciones de las divinas (lo sagrado,
una ritualidad asociada a ciertos lugares, épocas, objetos o actos simbólicos),
ocurridas en el origen de los tiempos. Así, todo cuanto ocurre en el cosmos
depende de la voluntad de los dioses, lo cual convierte los fenómenos naturales
en arbitrarios, en algo que se puede justificar a posteriori, pero no explicar
a priori; de modo que habrá una constante dependencia del ser humano con
respecto a dicha voluntad, perpetuamente susceptible de cambio. Tales mitos son
más o menos dogmáticos, esto es, tienen que ser aceptados, en cuanto
creencias que definen a un grupo, porque sí, y su rechazo supone una
divergencia que va de la heterodoxia a la herejía, con las consecuencias que
ello pueda tener. La cuestión es que se aceptan o no, pero no aceptarlos supone
situarse fuera del grupo, pues el dogma no es tema de discusión, sino algo que
se toma o se deja (básicamente) tal cual. Naturalmente, esto impide cualquier
discusión en términos lógicos u observacionales, y por tanto impide la
corrección de cualquier error o la profundización en el conocimiento preciso de
la realidad. El mero hecho de intentarlo ya puede ser considerado una blasfemia
y, a menudo, conduce a la aparición de una secta, o lo que es igual, de una
nueva religión in nuce, la cual prosperará o no. En suma, se trata de
una experiencia no universalizable, cuyo sentido no es, por tanto, validable
en modo alguno. O sea, comparable en términos racionales que permitan
establecer si es no ya más “verdadero” que otros, pero al menos sí “preferible”
a ellos.
Frente
al sentido dado por la religión, está el otro sentido, el sentido racional ‒el sentido más
propio, el que no es fe, o sea, creencia‒, sostenido por la filosofía. O, para
ser más precisos, por la metafísica, puesto que sin ésta no hay sentido, ni por
tanto sabiduría, y la filosofía se torna un saber especializado, meramente
académico e inútil para el ser humano en general. La metafísica, el
discurso acerca de la realidad y del lugar que el ser humano ocupa en ella, es
necesaria. Donde la religión habla de Dios(es), la metafísica habla del ser.
Al contrario que cuando el referente es lo divino, al cual obedecemos o
imitamos, al ser, en cuanto Unidad, le pertenecemos, de él participamos.
Una Unidad distinta del Dios monoteísta, que es lo Otro de lo real que le da
sentido al mundo, mientras que aquí es lo real mismo ‒y con esto estoy
asumiendo el panteísmo como una forma de metafísica, lo cual ratifica las
acusaciones de “ateísmo” que a lo largo de la historia (pensemos en Spinoza o
Fichte, por ejemplo) ha recibido‒. La
diferencia entre religión y metafísica, en otras palabras, es la que hay entre
la afirmación de la existencia divina (“su” existencia) frente a la afirmación
de la existencia como tal (“la” existencia), como punto de llegada del discurso.
Dicha “existencia como tal”, como resulta evidente, no necesita demostración ni
es objeto de fe alguna.
El
tipo de racionalidad exigible aquí no es el de las ciencias objetivas,
evidentemente; éstas son demostrables formal o empíricamente, mientras que la
filosofía nunca lo es. Pero en este caso, al contrario que en el de la
religión, no es por su irracionalidad, sino por ser otra forma de
racionalidad. ¿Y en qué radica ésta?
En que 1) recurre al concepto como forma de producción y transmisión de su
discurso, frente a la narración y los personajes (semi)divinos; 2) se basa en
el conocimiento científico acumulado de su época, más allá del cual no puede ir
‒esto
es lo que hace la “metafísica” en el sentido despectivo de la palabra‒, y que tampoco puede
ignorar; 3) una vez más, aspira a la universalidad que la religión no puede
alcanzar. De todo ello depende que sea, como ya mencioné, “preferible”: de
poder ser aceptada por todos sin que surjan contradicciones, o dicho de otro
modo, de la autoexigencia de rigor lógico y coherencia de los principios de los
que se parte. Un problema aparte de esto es que la filosofía (metafísica) sólo
pueda llegar a surtir algún efecto histórico y ser “útil” a través de mediaciones
socioculturales que rebasan su producción intelectual y por lo general la
deforman, pero ésta sería ciertamente otra cuestión.
La racionalidad abarca más que la
cientificidad, es decir, hay una racionalidad no científica. La
racionalidad ‒si
bien no el “conocimiento”‒ va más allá de lo demostrable en términos
lógico-matemáticos o experimentales. En este sentido amplio, es lo que la
filosofía griega denominó lógos, que no se reduce a la epistéme. Ello
no puede significar jamás, evidentemente, que pueda ir “contra” los resultados
de la ciencia; ni tampoco que pueda descubrir nada “más allá” de los resultados
de ésta; tan sólo puede entenderse como la capacidad de reflexionar sobre lo
dado desde otro punto de vista que el científico, la cual puede arrojar luz
sobre aspectos que la ciencia no ilumina. Esto implica, fundamentalmente, aclarar
no tanto la relación epistemológica del ser humano con objeto alguno ‒que para eso está la
ciencia‒
como la relación ontológica del ser humano consigo mismo y con los
objetos ya brindados por la ciencia (que incluyen al ser humano también, desde
perspectivas que lo convierten en objeto, como la psicológica, la sociológica,
la antropológica, etc.). Ese “giro”, ese “otro punto de vista” filosófico es el
reflejado en la filosofía platónica y todas sus herederas como la diferencia
entre dos facultades gnoseológicas, la diánoia y la nóesis; o la
diferencia moderna, propia del idealismo alemán, entre “entendimiento” y “razón”,
etc. A saber ‒y
esto ya no lo dicen estos autores, por supuesto, sino yo‒, la distancia que hay
entre el conocimiento de la realidad (relación en que consiste la “verdad”)
y la reflexión sobre el mundo (relación en que consiste el “sentido”);
la primera relación es eminentemente teórico-pragmática (científico-técnica,
podría decirse), mientras que la segunda es teórico-práctica (existencial-ético-política).
Si una descubre lo que somos, la otra pretende decidirlo, y ambos
aspectos siempre están en una perpetua dialéctica, disputándose nuestro ser.
El caso más notable sería
el descubrimiento de la subjetividad moderna; no ya de la subjetividad
particular de cada cual, claro, sino el del “yo trascendental”, la estructura
misma de la reflexión de la que cada uno de nosotros participa como ente
pensante, igual que participamos del ser como entes existentes ‒valga la redundancia siquiera
por claridad expositiva‒. Esta doble participación fundamenta e ilumina la clásica noción
parmenídea de la copertenencia del ser y el pensar. Pues realmente el “ser”
y el “yo trascendental” son lo mismo desdoblado en dos puntos de vista,
según nos atengamos al existir o al pensar: el ser es el yo pensado,
como el yo es el ser pensándose. Ésta es una suprema cota filosófica (que la filosofía contemporánea, al renunciar a la metafísica
y a la sabiduría, y con ellas al sentido, pretende superada, cuando está infinitamente
por debajo de ella) que aclara lo que decía antes a propósito de la
religiosidad y la existencia.
Desde esta subjetividad trascendental (que, insisto, no es la
particularidad psíquica de cada cual ni la identidad de un determinado
colectivo, tan reivindicadas hoy por el posmodernismo, que se mete así en
callejones sin salida), y sólo desde ella, en cuanto potencial de
pensamiento universalista que es, se construye algo que no es ni la
“creencia” de la religión ni la “opinión” del individuo particular, como
tampoco es el “saber” de la ciencia: es la reflexión, como decía, gracias
a la cual la racionalidad (una capacidad de síntesis) se eleva por encima del
entendimiento (una capacidad de análisis), produciendo pensamiento exductivo,
el único que puede ser considerado estrictamente filosófico ‒no es el deductivo (formal) de unas disciplinas ni el
inductivo (empírico) de otras‒. Esto es: la interpretación
hipotético-racional de lo dado, que ante todo es la situación
sociohistórica y el conocimiento científico de su época, orientada a establecer
fines universalizables. O lo que es igual, producir conceptos hipotéticos
(nunca determinantes) para comprender experiencias dadas y proponer conductas
que las transformen; conceptos que no pueden ser obtenidos a partir de dichas
experiencias ni por procedimientos lógico-formales. Unos conceptos que no
son demostrables, pero sí valorables en función de las posibles
consecuencias de su aplicación práctica en el mundo ‒el ámbito del sentido‒. Ello abre un abanico muy amplio de grados
de “corrección” o “incorrección” (que no de “verdad” o “falsedad”), pero no es ésta
ocasión de entrar en tal cuestión; en cualquier caso, es algo que ni la ciencia en cuanto ciencia ni
la religión en cuanto religión (pero sí el científico o el religioso, en cuanto
filósofos) pueden hacer. Aquí lo que se juega es el sentido, y un
sentido racional, o sea, la guía intelectual coherente que totaliza nuestro
pensamiento, emociones y acción.
Keywords: Filosofía, Ciencia, Religión, Verdad, Sentido, Nihilismo, Fanatismo.
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