GRADOS DE INDIVIDUACIÓN (2 de 3)
El desarrollo de la subjetividad en relación con el colectivo
como marco de condiciones a priori de lo político
12-3-2024
[Lee la primera parte] A partir de todo
lo anterior, formulo las siguientes tesis:
Tesis I. Lo
que se advierte en esta gradación de la individualidad es, claramente, lo que
podríamos llamar una estructura dramática; a saber, una serie de estados
psíquicos que son la matriz de diversas actitudes políticas (“ideologías”). En
otras palabras, se pueden abordar las preferencias políticas como la racionalización
y abstracción de unas relaciones de pertenencia y conflicto previas, que
tienen su origen en la propia familia (relaciones paternofiliales) y luego se
desarrollan en el ámbito comunitario-social, antes de aparecer explícitamente ‒pero ya como un resultado de procesos previos‒ en el espacio sociopolítico como tal.
Tesis II.
Las diferentes escalas del grupo (familia, comunidad, sociedad, civilización,
humanidad) en torno al cual se desenvuelve este proceso de
pertenencia-alejamiento-regreso, escalas que crecen exponencialmente en tamaño y complejidad,
determinan la forma (necesidades y posibilidades) del proceso, así como
las diferentes culturas en que éste tenga lugar determinan su contenido concreto.
Pero el esquema es similar para cualquiera de ellas. Y, por supuesto, no
cabe pensar la individualidad sin referencia al grupo en relación con el
cual se desarrolla; pretender tal cosa es pura ficción metafísico-política.
Tesis III.
La identidad es un valor de referencia dialéctico que nos define
(pasivamente) hasta que nos definimos (activamente) en relación con él. Esto
significa, para la teoría política, que el fanatismo (religioso o político, o
sea, el nacionalismo) termina allí donde el grupo permite que el individuo se
diferencie un minimum con respecto a él ‒cuando puede manifestar
abiertamente su voluntad de pertenecer al grupo, pero estando en algún punto relevante
de sus principios disconforme con el mismo‒. Añado lo siguiente: es un deber racional fundar
una comunidad (pues no hay virtud sin ella, sino únicamente la legalidad
vacía que termina perdiendo su carácter vinculante y da lugar a la anomía) allí
donde sólo hay una sociedad, y esto quiere decir que hay que construir para dicha
sociedad ‒que es un mero agregado
de individuos con diferentes intereses‒
una nueva identidad común; pero ello nunca puede hacerse asfixiando la
subjetividad, o volveremos una y otra vez al punto de partida.
Tesis IV.
En una sociedad desarrollada se vuelve estructural la distinción público-privado,
y es preciso preservarla, no sólo desde la perspectiva del derecho, sino también
desde el punto de vista de la integridad mental, la cual amenaza con fracturarse
en caso contrario. Esa distinción no es originaria ni connatural al ser humano;
no existe en el contexto de las comunidades pequeñas y cerradas, donde todos se
conocen y hay extensos vínculos emocionales ‒y por lo general familiares‒. Pero surge con las sociedades grandes y abiertas
(“extrafamiliares”), donde esos lazos comunitarios en gran medida se rompen y
el individualismo ‒que no la individualidad‒ reclama sus bastiones, refugios contra la absorción en
un grupo anónimo que lo aniquilaría en cuanto tal. Así pues, una vez que
surge, la distinción se torna necesaria y hay que protegerla; la afirmación de
que lo privado/lo familiar/lo sexual/etc. “es político” es el comienzo de todo
totalitarismo (o sea, del control, por parte del poder establecido, de cada
aspecto de la vida del individuo) y destruye diques psicosociales
cuidadosamente levantados durante los últimos siglos.
Comentario:
acerca de los grados de individuación antes expuestos, hay algunos aspectos
concretos de la literatura filosófica que puede ser interesante traer a
colación.
Las tres “transformaciones
del espíritu” de Nietzsche, los jalones que conducen hasta el superhombre ‒la superación del ser
humano habido hasta ahora‒,
aparte de otras insuficiencias teóricas, no tienen en cuenta los sucesivos
“rebotes” o “vaivenes” que se producen en cada fase en relación con el grupo (y
la consecuente disolución/formación de la identidad que así se va moldeando).
El superhombre es una noción absolutamente abstracta, nunca bien
perfilada por Nietzsche, salvo como un horizonte final de su pensamiento muy
vago e impreciso. Y si el concepto del “superhombre” nietzscheano se queda a
medio camino del proceso de individuación, el concepto del “hombre” orteguiano ‒el individuo plenamente
dueño de sí mismo, por contraposición a la impersonal “gente” o “masa”‒, por el contrario, da el
salto directamente al final del recorrido, ahorrándose la experiencia que
es necesario ganar a través de éste, el camino que es preciso hacer para poder
“regresar a casa” (para
que la casa sea ya algo diferente). Está, por
tanto, tan vacío y es tan impracticable como el concepto del superhombre,
aunque sea por otros motivos.
Algo similar
ocurre con la “autenticidad” del Heidegger de la analítica existenciaria; un
lenguaje del que, de hecho, se desprendió tras la Kehre para hablar no
ya en términos de una individualidad “impropia” (la del Dasein) que se “reapropia”
de sí a través de la correcta comprensión del ser (reconociendo y aceptando su radical
temporalidad y su “ser para la muerte”, y así, afrontando la angustia de la
proximidad a la nada), sino en otros términos muy distintos. A saber: los de
una colectividad impropia, un pueblo o civilización (Occidente) histórico
que vive en el “olvido del ser”, esto es, en la “metafísica”, el progresivo
alejamiento del ser al que conducen el pre-dominio de lo
técnico-instrumental y la objetivación teórica de la naturaleza ‒y, con ella, del ser humano‒. Contra esta situación colectiva e histórica es
preciso, según Heidegger, un pensamiento poetizador (la nueva
“comprensión del ser”: una poíesis ya no manipuladora, sino evocadora)
que nos salve del nihilismo, de ese olvido de lo originario ‒lo cual no podrá ocurrir antes de su consumación técnica‒, revelando así el “claro del ser”, la “apertura” que
permite el acontecer de la verdad del ser, la cual “se da” a un pueblo
como el advenimiento de una historicidad nueva y “propia”. Este planteamiento heideggeriano
de la cuestión, sin duda tan lírico y sugerente, ha ejercido una enorme
influencia sobre el pensamiento posterior (hermenéutico, postestructuralista,
posmodernista, pragmático-lingüístico, etc.), pero lo cierto es que en él se
desdibuja toda relación concreta del individuo con el colectivo; el primero
se ve diluido en el segundo de forma no menos violenta que la im-posición
(Gestell) metafísica sobre el ser.
Todas las posturas
clásicas, defendidas por distintas filosofías o religiones, que han hablado de
un tipo cualitativamente superior de ser humano, ya sea desde un punto
de vista intelectual o moral (el áristos o el sophós griego, el
“santo” cristiano, el “hombre superior”, el “noble” o el “caballero” de
filosofías orientales como el taoísmo o el confucionismo), pecan de algo parecido:
se da por hecho su existencia ‒por muy selecta y restringida
que sea la pertenencia a tal tipo humano‒, pero sin mostrar nunca su
desarrollo, sus condiciones de formación. Se los encuentra ya siendo, se asume
que “algunos” deben de ser así, como si lo hubieran sido siempre, sin indicar génesis
alguna. Nadie se ocupa nunca de contar la adolescencia del sabio, su pasado biográfico,
sus inseguridades y derrotas previas; se lo describe siempre en su plenitud.
De este modo, se obvia su adquisición previa de experiencia, la necesaria
dialéctica con su entorno sociohistórico, de la cual resultó ‒igual que podría, perfectamente, haberse malogrado‒. Se lo presupone acabado, ya hecho, cuando semejante tipo
humano (el sabio, el virtuoso, el santo) es siempre, como cualquier otro, una figura
en camino.
Teniendo esto en
cuenta, sirvámonos de lo expuesto anteriormente como criterio para dividir las
éticas en dos grandes tipos: a) universalistas, las cuales pretenden ser
válidas para todo ser humano ‒o incluso extenderse más allá
del ser humano‒, y por tanto, formulan una
serie de principios morales como exigibles, es decir, de obligado
cumplimiento para todo ser humano (o racional). Estas éticas explican lo
que se entiende como “correcto” e “incorrecto”, dentro de cuyos límites
permanecen. Por contra, hay unas éticas b) singularistas, que se refieren
únicamente a cierto número de individuos ‒en este caso, siempre y solamente
humanos‒, los cuales se presupone (o se
les exige) que se elevan moralmente sobre el resto. Tales individuos no se
ciñen a unos principios éticos dados, sino que éstos “manan” de ellos, que por
eso son “superiores”; y por eso mismo, dicho carácter no es exigible a
cualquiera, sino que conlleva una señal de distinción. Se trata, en efecto,
de individuos acreedores de cierta nobleza (el superhombre de Nietzsche,
el “hombre” orteguiano, el caballero de la fe de Kierkegaard, el “único” de
Stirner, etc.). Todos ellos representan un nivel de moralidad que va más allá
de lo colectivamente aceptado (lo “correcto”) y se elevan hasta un “plus de
moralidad” que puede ser, de momento, aceptable o no (heroísmo o incomprensión).
Sea como sea, la cuestión es: ¿resulta posible plantear esta “creación” o
“descubrimiento” de nuevos valores como una “ética”? ¿O es más bien algo
puramente estético, o sea, “artístico”?
La clave para
entender el cierre del círculo de la experiencia, es decir, la realización
de la subjetividad, es que el individuo debe asumir las costumbres (en el
sentido clásico del término: no sólo entendido como hábitos o tradiciones, sino
ante todo como moralidad) del grupo al que pertenece ‒ni siquiera todas, pues siempre puede
permitirse, y hasta es deseable, un cierto grado de “excentricidad” o
“heterodoxia”‒, así
como debe respetar sus instituciones. Y, sin embargo, el grupo en sí, tanto en lo
tocante a sus orígenes históricos como a su estatus actual, o sea, por lo que
respecta a la vigencia de sus costumbres y al funcionamiento de sus
instituciones, debe ser cuestionado de forma crítica ‒basada en su conocimiento riguroso, y examinando dichos
componentes desde el punto de vista de su validez racional (coherencia y
universalidad)‒.
Las leyes no se desobedecen, se cambian, como decía Sócrates, y eso quiere
decir que se ha de acatar el marco normativo del grupo al que uno pertenece y
se debe, y a la vez hay que hacer lo que se considere oportuno para
mejorarlo; pero siempre desde el respeto a las costumbres e instituciones, y sin
emprender ninguna medida de transformación (praxis) político-jurídica que vaya
contra el acuerdo, tácito o expreso, de la mayoría. Por repugnante que
resulte, hay que acatar una ley injusta, no porque sea injusta, sino porque es
ley ‒obligación legal‒; pero, eso sí, mientras se
hace lo posible por
reformarla ‒deber moral‒. En efecto, es una obligación ética (que no jurídica) el intentar
materializar unas condiciones ideales que se sabe que nunca serán cumplidas
como tales, pero que proporcionan los indicadores de su propio grado
de cumplimiento. [Lee la tercera parte]
>>Keywords: Individuación, Fases del desarrollo psíquico, Relaciones grupales, Desarrollo ético, Integración social, antagonismo social.
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