ORIENTAR LA VIDA
Sobre la relación intrínseca entre metafísica y sabiduría
21-5-2024
Lo que la filosofía
clásica entendió como metafísica ‒usara esta expresión o no‒ estaba inseparablemente unido a un ideal de
sabiduría, y esto quiere decir de “vida correcta”; una existencia con un propósito
que, además, fuera digna de la aprobación de los dioses (o sea, válida desde el punto de
vista de una legislación universal). No es la pérdida de la dimensión
metafísica de la vida lo que ha acabado también con dicho ideal de sabiduría ‒debido al desarrollo científico, que habría dejado obsoleto
todo discurso supraempírico‒, sino más bien al contrario, ha
sido el cambio en las condiciones y aspiraciones de vida, las cuales han hecho
que en la tardomodernidad o posmodernidad toda pretensión de sabiduría resulte
casi irrisoria, quijotesca, lo que ha dejado carente de función al
discurso metafísico; éste, ciertamente, nunca ha tenido un propósito puramente
teórico, y menos aún podría tenerlo en el actual marco sociohistórico de
explicaciones científicas de la realidad. Lo que ocurre es que nunca fue eso
‒la “prehistoria de la ciencia”‒, sino la fundamentación meta-teórica (buscada, de hecho,
por teóricos que cultivaban diferentes ciencias en sus respectivas épocas) de
la vida humana, con vistas a una existencia satisfactoria. Y ese fundamento
que dota de sentido a nuestra experiencia, gracias al cual podemos organizar la
finalidad de nuestra conducta, es el “objeto” por antonomasia de la filosofía:
el mundo, un complejo de redes materiales y simbólicas que constituye el
“hogar” del ser humano, al que se ha de procurar ‒ésa
es la función de la filosofía‒ dar una forma racional.
No hay mundo porque haya filosofía, obviamente, sino porque hay seres humanos;
pero para cuando aparece la filosofía, es porque ese mundo ‒un
mundo histórico‒ ha entrado en crisis, porque se
ha desfundamentado, y por ello un mundo nuevo requiere
refundamentación. De lo contrario se dará igualmente, sin la filosofía, pero
será un mundo irracional. O se desecará y adelgazará hasta el punto de quedar
sólo la mera realidad objetivable: un mundo demasiado racional, pura teoría
lógico-formal o empírica sin finalidad alguna, que excluye toda conducta que no
esté orientada a la reproducción de los medios mismos. El primer escenario
conduce al fanatismo y la psicosis colectiva; el segundo a la falta de hogar
(metafísico), a la soledad y el desamparo absoluto. Es necesario, y para ello es
precisa la filosofía, articular teoría (medios) y praxis (fines), dos caras de
una misma moneda, vacía la primera sin la segunda y ciega la
segunda sin la primera.
¿Tiene sentido
ese ideal de vida clásico hoy, cuando aquella sabiduría ha quedado arrinconada
por un racionalismo pragmático que sólo sabe de medios, pero no de
fines, o por un irracionalismo individualista-hedonista o colectivista-identitario
que sólo sabe de fines incorrectos? Yo sostengo que sí, que hoy todavía hay
rescoldos de sabiduría que avivar; que todavía hay cabida para un discurso
metafísico, esto es, acerca del mundo en cuanto tal mundo, y no
meramente sobre aspectos particulares de la realidad; y todo esto aunque
la filosofía de los últimos cien años le haya dado la espalda al viejo ideal de
la vida correcta, del saber vivir, para limitarse a ser epistemología o
teoría política o esteticismo provocador. Donde ha conservado más de su propia
sustancia es, sin duda, en la ética, y es a partir de ésta donde una recuperación
de la problemática metafísica ‒implícita en ella, quiera
reconocerlo o no‒ puede tener lugar.
Lo que ha venido faltando es una
filosofía sistemática con pretensión de totalidad, como sí la hubo hasta los
últimos grandes modelos teóricos del siglo XIX. Aunque ya no se pueda entender
como aquellos grandes sistemas totalizadores cerrados, herederos de las summae
medievales y, por tanto, de una perspectiva teológica, se hace necesario
recuperarla como exploración teórica de los elementos vertebradores de la
vida, y nunca como un “área de conocimiento especializado” entre otras (ya
sea de tipo histórico, o una propedéutica de las ciencias naturales o sociales).
Que la filosofía pueda orientar la vida hacia algo “preferible” sin caer en la
mera racionalidad utilitaria o en el irracionalismo mundano o trascendente, exige
tener un concepto sólido del mundo; sólo este último puede ofrecer el marco
para un “saber vivir” que responda al viejo ideal de la sabiduría. Tal
concepto puede ser dado ‒y así ha sido tradicionalmente‒ por la religión y por el arte (sobre todo cuando se ha
puesto al servicio de aquélla), pero también por la filosofía, y además de
forma racional, a diferencia de los anteriores. Y, a diferencia esta vez de la
ciencia, dado que el mundo no es un “objeto” que pueda ser conocido por métodos
lógico-formales o empíricos, su tratamiento racional debe ser meta-físico.
Cuestión aparte, ahora, es que la filosofía, para que el concepto de mundo que
produce posea alguna “efectividad”, deba llegar a la sociedad, lo que nos
llevaría a la problemática de su “popularización”, de la filosofía mundana,
de la necesaria pedagogía ‒que ha de encontrar los canales
de difusión propios en cada época‒ en que consiste el envés de la
filosofía que es la Ilustración. Pero no sigo en esta ocasión por ahí.
Una filosofía que
se ocupe del mundo ha de integrar tres aspectos estructurales de éste, los tres
pilares que vertebran la existencia humana, dándole base y cohesión. No son
otra cosa que los llamados “trascendentales del ser”, que ciertamente no son
algo que se diga del ser, esto es, de la realidad como tal (lo cual envolvería
el principio antrópico), sino del mundo, que al contrario de aquélla no
existe sin el ser humano. Así, tenemos por un lado a) la búsqueda de la verdad,
o sea, el problema del conocimiento (singularmente de la ciencia) que todo ser
humano debería cultivar. La parte de la filosofía que se ocupa del contacto del
mundo con la realidad, y por ello abarca este problema, es lo que llamo “ecosofía”.
Encontramos también b) la aspiración a la bondad, es decir, la pregunta
por los fines que perseguimos con nuestros actos (el campo de la ética), que han
de ser universalizables para poder salvar las discrepancias entre individuos y
grupos. La parte de la filosofía que aborda este campo y busca principios más
allá de la propia adscripción sociocultural es lo que denomino “ideosofía”. Por
último, está c) la cuestión de la belleza, lo cual quiere decir, más
allá del mero agrado sensorial, el asunto de aquello que hace soportable la
existencia, dándonos motivos para querer seguir adelante, a saber, el tema del
sentido de dicha existencia (que depende ante todo de la religión y el arte).
Éste es inseparable de un pasado, tanto individual (biografía) y como colectivo
(historia), que en mayor o menor medida hay que redimir o justificar para así apropiarse
de la propia vida. A la parte de la filosofía que versa sobre esta conexión de
nuestra vida con estratos pretéritos y atávicos de la misma, que envuelven
consideraciones sobre nuestra naturaleza, me refiero como “arqueosofía”. En
cuanto al cuarto “trascendental”, la unidad, la filosofía intenta
corresponderle en cuanto visión (theoría) coherente y racionalmente
fundada de dichas tres partes, como modelo de vida que aspira a la máxima
integración de aquéllas; como ejemplaridad de la conducta que responde al
viejo canon de la sophía.
Una referencia al presente real, al futuro
ideal y al pasado mítico, respectivamente, que hemos de articular
adecuadamente, sin obviar la aportación decisiva de ninguno de esos momentos en
la constitución de nuestra existencia. En otras palabras: una urdimbre de conceptos,
valores y símbolos que delimitan las facetas de la misma que
hemos de tramar. Ése es el trabajo de la filosofía, del lógos (elevado
sobre todo objeto particular); ha de reunir lo que, cuando se halla disperso,
se muestra disfuncional, “patológico”. En efecto, cada una de las anteriores
facetas, cuando se pone todo el peso en ella con independencia de las otras, da
lugar al nihilismo, a la neurosis colectiva o al fanatismo,
respectivamente; males todos ellos derivados
del “descentramiento del mundo”, de no haber procurado el equilibrio de
éste, una armonía entre el todo y las partes, entre las vivencias interiores y las
pragmáticas exteriores.
Una vida bien orientada difícilmente puede darse en un
mundo descentrado, desestructurado, inhóspito, que nos deja expósitos
precisamente porque no ofrece referencias (una “medida”) al pensamiento, la
acción y el sentimiento ‒o éstas son confusas e incluso contradictorias‒, de modo que todo está “fuera de sí”. Es tarea de la
filosofía ‒y ello en cuanto metafísica‒ el contribuir (nunca podrá hacerlo por sí sola, pero su intervención
es decisiva) a la articulación del
mundo, a darle una unidad orgánica para que pueda acogernos; para que haya
las citadas referencias, cuyo conocimiento y puesta en práctica es la sabiduría,
y con ella, que pueda haber una “vida buena” (así, la filosofía es la búsqueda
de una sabiduría que ella misma contribuye a crear al dar forma, al estabilizar
un mundo). Y esta vida buena consistirá en:
a) Conocer la realidad del modo más completo y
profundo posible (no permanecer voluntariamente ignorante ni dejarse engañar,
ni siquiera por los propios prejuicios, sesgos cognitivos e ideologías); para
ello es necesario tener un conocimiento mínimo de las ciencias y de la
actualidad del mundo (de nuevo, “Ilustración”). b) Hacer lo correcto, siempre
en términos racionales (no dejarse llevar por los propios impulsos
naturales ni por las normas culturales que vayan contra la regla de acción en
cada caso universalizable), o lo que es igual, una praxis determinada a la
realización de lo ideal, incluso cuando su cumplimiento, de modo perfecto, sea
imposible. c) Encontrar un propósito que ordene la vida, que le dé metas
acordes a las propias posibilidades (no desfallecer, tener motivos que
permitan afrontar la adversidad y seguir adelante). En esto consiste la felicidad,
siempre y cuando tal propósito coincida con ciertos factores hereditarios,
materiales y sociales que, sin embargo, uno nunca controla (por lo que la
felicidad nunca dependerá de uno mismo, pero sí la búsqueda de esa meta que
unifique la vida y que es condición de posibilidad de aquélla). Esto
último es difícilmente separable de la dimensión simbólica de la vida, a la
cual ésta siempre retorna, pues conecta con lo arcaico y eterno de nuestra
existencia ‒la “condición humana”‒; y por ello hay que componer esta dimensión con las demás
(conocimiento y principios morales), aunque sólo fuera para racionalizarla,
pero también porque alienta a las otras, que de lo contrario fácilmente
decaen en sus respectivos empeños.
En suma, “saber
vivir” consiste ante todo en encontrar un propósito en la vida (seas feliz
o no, que eso nunca estará en nuestra mano, pero sí encauzar correctamente
la existencia), mientras haces lo correcto por encima de tus intereses
particulares y buscas la verdad por encima de tus propios prejuicios.
Dicho de otra forma, en hacer lo posible por combatir la desidia, el egoísmo
y la falsedad. O sea, librar una batalla diaria contra uno mismo y
contra lo que nos rodea. [Lee la continuación]
>>Keywords: Metafísica, Sabiduría, Mundo, Existencia, Moralidad.
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