(RE)NACIMIENTO MORAL
Una consideración filosófica del
significado de la Navidad
D. D. Puche Díaz (*)
23-12-2024
La Navidad supone
para el mundo cristiano ‒prácticamente coextensivo con Occidente‒ una señaladísima fecha por
motivos que tienen una raigambre antropológica muy profunda. En cuanto
fiesta principal del calendario que es, implica ya de por sí una suspensión
del tiempo lineal, de la cotidianidad; una irrupción del tiempo sagrado,
circular, que “actualiza” la existencia desgastada y corrompida y permite una
suerte de “reinicio” vital, el comienzo de un nuevo ciclo. Una dimensión
crucial de la experiencia humana que, al margen de la festividad o de la
religión de que se trate, podríamos describir como una ontofanía
liberadora y purificadora que hace posible renovar el sentido de la
existencia, tan necesario para ésta como frágil.
En el caso
concreto del cristianismo y de la Natividad, estamos ante la conmemoración de
un nacimiento que, en sí mismo ‒envuelto en toda la
mistificación religiosa y las deformaciones históricas que se quiera‒, representa la posibilidad de un renacer moral, del “Reino
de Dios” (paz, amor, justicia universales) como algo alcanzable en este
mundo; la idea de una restauración del ser humano, de un reinicio de
la vida que trae consigo la renovación del mundo (idea ya presente en los textos
proféticos veterotestamentarios, y especialmente en Isaías, que por algo
es considerado el “quinto Evangelio”). Y, si bien este significado de la celebración
es ampliamente tomado por una ficción ‒un período “hipócrita”, pensado “para
los niños”, etc.‒ que se abandona con el regreso
a la temporalidad lineal cotidiana, lo cierto es que, en un nivel profundo de
comprensión, supone el necesario recordatorio periódico (anámnesis)
de algo, a saber, de la fuente última del bien moral, que con tanta
facilidad tendemos a olvidar. Una fuente que no es nuestra naturaleza, lo
“terrestre” (lo cual podría considerarse una tesis “pagana”), es decir, nuestra
especificidad frente a lo otro, sino el ámbito de la racionalidad, de lo
“celeste”: precisamente, de la universalidad en nosotros ‒diríase, en un sentido “cósmico”‒. Y esto, irónicamente, es asimismo “pagano”, pues, contra
el lecho de creencias hebreo del que procede el cristianismo, se apoya más bien
en el pensamiento grecolatino. Desde este punto de vista, universalismo racional
frente a particularismo cultural.
Lo que encontramos en ese locus
que, sin duda, puede ser llamado “meta-físico”, es el recordatorio de la siempre
irrealizada posibilidad humana en cuanto ser racional; el “recuerdo
prospectivo”, que en un sentido mítico-popular es el de un individuo del pasado
(Jesús), de lo que en realidad es el ser humano colectivo aún no nacido (nonatus);
la rememoración de un futuro potencial al que la racionalidad (la
inteligencia liberada de su función meramente adaptativa, en busca de fines
para sí misma) nos exige llegar. Es lo que el cristianismo
entiende, de forma intuitiva, como el Niño-Dios, el Hijo de Dios, al que sólo
la mistificación necesaria para implantar la religiosidad ‒que siempre trastoca lo alegórico por literal‒ convierte en un ser único, cuando es nuestra vocación
racional, y por tanto universal (es racional precisamente por su
universalidad), llegar a serlo. La Natividad es la llamada, esperanzadora pero
confusa, al devenir-divino de la humanidad, a esa apoteosis colectiva que
culmina con la idea de la resurrección (la “eternidad”, desde la perspectiva de
un ser nacido) en la Pascua.
Condición de lo anterior es esa temporalidad
cíclica, no lineal, que de algún modo ‒y explicar esto es una de las
cuestiones metafísicas por excelencia‒ se solapa con la cronología
cotidiana; como decía, el tiempo circular, el bucle, es el modo finito
en que experimentamos la eternidad que nuestra limitación natural
(ontológica) nos niega. Sin embargo, eso que “irrumpe” en el tiempo como “desde
fuera” ‒no causado por el pasado, no
resultante de la historia‒, ese “llamamiento” de la razón,
procede de algo ahistórico que nosotros, seres mortales, proyectamos
hacia un pasado mítico o legendario, pero que es siempre una tarea
por hacer. Una exigencia racional que es, por ello mismo, una obligación
moral; la que la emotividad de estas fechas, con sus “buenos
sentimientos”, nos recuerda vivamente. Pues no es “hipócrita” que la gente
“finja” su mejor versión de sí misma en las fiestas navideñas: no la finge ‒no la mayoría‒, sino que más bien está
deseando tener la ocasión de demostrarla, sin tener que estar, como el
resto del año (en la tempolinealidad cotidiana), siempre a la defensiva,
debido a las incertidumbres y temores de la vida.
Lo que ahora vivimos
subjetivamente es la unidad que, episódicamente, como acontecimiento
puntual (“celebración”), vence a la escisión de la naturaleza material (la
causa de la individuación, el dolor, el egoísmo, el enfrentamiento), hasta
volver a ser derrotada por ella, por su inercia imparable que, además, niega
que haya nada más allá de sí misma ‒y lo señala como un error, algo
absurdo, ilusorio, y hasta “hipócrita” en su planteamiento mismo‒. Pero esa unidad meta-física es lo que tendría por
correlato antropológico y social (“mundano”) la idea de una comunidad,
una libre, igualitaria y justa, esa con la que soñamos políticamente y que se
ve siempre pospuesta históricamente. Sólo podremos alcanzarla en
un futuro que, paradójicamente, buscamos en la repetición del pasado; un
pasado que, a su vez, hemos investido simbólicamente con lo que son
exigencias racionales por realizar en el futuro. De ahí que el tiempo mítico
sea ese pasado “evocado”, “rememorado” (poéticamente creado), que
siempre “fue mejor”…
Ésa es la unidad racional que intuimos
sentimentalmente en la Navidad, en los días de conmemoración del (re)nacimiento
de lo divino en nosotros; con el recordatorio, procedente de una
instancia “superior” (la propia racionalidad universal, el lógos, lo “celestial”)
que experimentamos subjetivamente de forma emocional, de que podríamos
ser, y por tanto deberíamos ser, más de lo que somos. La “interioridad”
del espíritu reivindicándose frente a la “exterioridad” de la materia
en que habitualmente se encuentra volcada. El arduo tránsito hacia una todavía
desconocida humanidad superior (ese nonatus), tan sólo
vislumbrada en algunos ejemplos mítico-históricos inspiradores; una
humanidad que no vendrá de la mano de ninguna revolución política, sino de una
religiosidad reformada internamente (al fin comprendida y reorientada) por vía
filosófica.
>>Keywords: Navidad, Bien moral, Racionalidad, Metafísica, Temporalidad, Sacralidad.
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